B’dum b’dum b’dum b’dum b’dum b’dum (Por escribir cosas así los putos de la URSSdelaR me quieren meter preso) parte I


«Y eso prueba que para que a uno lo crean cuerdo basta y sobra con tener un bendito cinismo. Cuando uno se maneja con buen cinismo, ya tiene todo lo que le hace falta, puede hacer casi todo lo que quiera, y atrae a su lado a la mayoría. Y la mayoría es la que resuelve tener a un hombre por loco o no».

  • “Viaje al fin de la noche” de Louis Ferdinand Céline (1932).

* Tu funeral… Mi juicio.


1. En retrospectiva, podría decir que el imbécil terminó por levantarme un centro. Ingenuamente creyó que podía perjudicarme haciendo de aquel nimio episodio un escándalo, sin saberlo beneficiándome en el acto.
Sí, por supuesto, el artículo que escribió era una mentira atrás de la otra; tan vergonzosamente falso que, de quererlo, habría podido ponerle una de esas famosas demandas por «difamación e injurias».
Pero…, qué sé yo, eso es algo que no va conmigo; simplemente no es mi estilo.
Una vez se calmaron las aguas, volví a mover mi alfil en línea recta, capturando al instante la pieza enemiga. Como quien dice, pegué en el momento justo.
Y bueno, sí, retrospectivamente hablando puede decirse que logré salir de aquel embrollo convertido en una suerte de paladín de la libertad de expresión, y desde entonces intento estar más o menos a la altura de mi reputación.

2. Pero primero lo primero. Mediados de los ochenta. Nadie daba un peso por mí. Tras una sucesión de payasadas y escándalos meticulosamente planeados, mis colegas de la prensa me habían tachado de ser un «colorado charlatán y tramposo; una retrógrada máquina de hacerse autobombo».
Para peor, el juicio que meses atrás me había iniciado el muy desagradecido aquel, tuvo el peor de los desenlaces posibles: de cara al público me vi obligado a declarar que «a causa de diferencias creativas, yo, el Sr. James Gorzyczanski y el Sr. Adam Szymborska hemos decidido tomar caminos distintos».

Caminos distintos, sí, claro, sólo que en mi caso uno que rápidamente me condujo a la bancarrota económica, mientras que a ellos, en cambio…

… En fin, ahora mismo no voy a comentar mucho al respecto –dados los términos legales del acuerdo de separación– pero alcanzará con decir que no estaba pasando por mi mejor momento. Mis pasos a seguir, entonces, eran inciertos, y ya llevaba una larga cantidad de semanas lamiéndome las heridas. Algo tenía que hacer, o de lo contrario pronto terminaría hundido en un pozo de autocompasiva inanición. Fue ahí cuando decidí por recomendación de mi amigo Eddie Barclay tomar un vuelo a París. Creo que aún no lo he dicho, pero mi relación con el bueno de Eddie se remonta a muchos años atrás. Lo conocí durante un periodo de mi vida en el que me dedicaba exclusivamente a tutelar y representar a un grupo de jóvenes que en el curso de su breve existencia puso a la escena musical inglesa patas para arriba. En ese entonces Londres era una ciudad triste y oscura. Sin futuro, sin esperanzas. Empresarios exitistas se habían adueñado del espíritu salvaje del rock and roll. Lo habían domesticado. Hasta las bandas que uno podía oír en los pubs más barriobajeros aún exudaban un leve tufillo a hippismo. Y yo estaba podrido de toda esa mierda: barbas y vaqueros, solos de guitarra horrendos y masturbatorios, pequeños burgueses mediocres.
Un día, paseando por King’s Road, me cruzo a este gurisito con el pelo teñido de verde y una remera con la leyenda «I hate Pink Floyd».

Aquello fue una revelación. Un hueco abriéndose entre las nubes. De repente, todos mis deseos y pretensiones artísticas encontraron un nuevo propósito. Y bueno… Lo que sigue a continuación es historia. Hice que él y su peña de amigos patearan el tablero. Una auténtica sensación. Aproveché mi labia, mi capacidad para ponerme pillo y monté en torno a ellos el que fue con seguridad el circo publicitario más genial de la época. Pero eso ustedes ya lo saben. A estas alturas todo el mundo lo sabe. No importa que cantaran y que tocaran que daba pena; no importa que cuando salieran al escenario el público los empapara de vómito y escupos. Créanme, en este negocio eso siempre es lo de menos.

3. Lo que no saben, sin embargo, es cómo fue que conocí al bueno de Eddie, quien, aclaro desde ya, era por entonces un habilidosísimo empresario, de esos que no tienen un pelo de tontos. Si mal no recuerdo, con él firmamos un contrato de distribución en Francia, contrato que luego rescindimos en favor de un acuerdo en exclusiva con Virgin Records de Richard Branson.

En fin…, que Eddie y yo nos convertimos en buenos amigos y después –varios años más tarde, por motivos que en realidad no interesan a nadie– en enemigos mortales. Pero en ese entonces se ve que desperté algún tipo de piedad en él, y así fue que me propuso volar a París y trabajar para su sello en el armado de la banda sonora de un par de películas pornográficas. Creo que en total se filmaron cuatro cintas en dos semanas, o quizás dos en una semana; una locura.
Hasta donde sé, dichos filmes sí llegaron a completarse, aunque, dadas las conocidas veleidades de tan sórdida industria, nunca se llegaron a distribuir. Al parecer hubo problemas con uno de los inversionistas, uno de los compinches de Eddie, qué sé yo…

Lo que sí recuerdo es haber volado a París, haber llegado al aeropuerto y, de repente, en el estacionamiento, una gran limusina blanca. Luego Eddie se baja, da la vuelta al vehículo, me abre la puerta y, entre besos y abrazos, me dice que ha venido a salvarme de mi «condición de proscripto» (condición que, dicho sea de paso, no mucho tiempo después volvería a recuperar). En el interior de la limousine lo acompaña una pequeña crew de documentalistas.
¡Ay, Eddie, ay Eddie…, qué ser tan presuntuoso eras en aquel entonces! ¡Con tus gafas de pasta y el pelo corto y blanco! ¡Ay, Eddie, ay, aún no te habías convertido en esa vieja pieza de museo que eres ahora!…
… En fin, que subo y lo primero que hacemos es ir a visitar uno de aquellos rodajes. Es pleno mediodía, y apenas llegamos al plató puedo sentir en el aire ese peculiar aroma a vicio y seducción, tan propio de los ámbitos donde estila mezclarse el sexo y las mercancías no declaradas. Claro, ahora uno está malacostumbrado, y de quererlo puede verlo en todas partes, pero en esa época aún conservaba cierta aura de peligro. Era novedoso. En la mayoría de las tiendas las revistas para caballeros aún se vendían tapadas con una bolsita negra. Creánme, no era cosa de todos los días cruzarse a un montón de chicas despampanantes y abúlicas garchándose maquinalmente a tipos de frondoso bigote.

Y, sin embargo, ahí estábamos nosotros; yo de traje azul y pantalones anchos; Eddie con su camisa a pintitas, corbata a rayas, lentes al estilo años cincuenta; luego aquella crew de documentalistas con sus cámaras de mano zumbándonos alrededor, capturando cada pequeño detalle del por entonces excéntrico empresario. El director no pareció percatarse de nuestra llegada, y los actores –concentrados como estaban en montar su numerito– tampoco. La chica en cuestión, una gurisita encantadora, de voz fina y cándida (¿Sería correcto llamarla la protagonista?) se había puesto en cuatro patas, y mientras se la chupaba a uno de los actores se dejaba sodomizar por un tercero.
Mientras aquella escena tenía lugar, recuerdo que Eddie me propinó un amistoso codazo y con una sonrisa procaz me recomendó ir pensando en cómo iba a musicalizar aquel numerito:

—¿Funk, música clásica? –acotó nuevamente entre risas–. La audioteca de Barclay Records queda a tu disposición.

En parte sé que lo decía en joda, en parte sé que lo decía en serio. Por entonces el bueno de Eddie creía de verdad que yo iba a armar la banda sonora de un par de películas de mierda. Ni sospechaba que, en ese momento, mientras uno de esos anónimos actores de bigote sacaba rústicamente su pene del culo de la protagonista y entre vigorosos espasmos se disponía a eyacular sobre sus nalgas, yo estaba teniendo poco menos que una epifanía. Una revelación. Lo mismo que me ocurrió con aquel muchacho de pelo verde. Uno de esos instantes mágicos en los que durante uno o dos minutos mi mirada se empaña y me veo envuelto en un extraño halo de autismo; uno de esos momentos en los que de repente me purgo de fracasos y decepciones pretéritas y vuelvo a sentir el deseo y la ambición golpeándome hasta lo más hondo. ¿Qué quieren que les diga? Se me prendió la lamparita. Encontré un nuevo propósito, otro plan genial para la posteridad.

4. Pero primero déjenme que les explique.
Toda sociedad más o menos estable –estoy hablando principalmente de aquellas de raíz judeocristiana– se funda sobre la sólida base de la represión sexual. A partir de una serie de tabúes respecto al cuerpo y el deseo. Así ha sido siempre y desde los más remotos tiempos pero, ¿Qué pasaría si un día esto dejara de ser así? ¿Qué pasaría si de pronto esos largos y ahora típicos primeros planos de penetraciones insulsas pasasen a ser moneda corriente? ¿Qué ocurriría si un día nuestra vida erótica perdiera su aspecto íntimo y pasara a transformarse en un constante regodeo de exhibición impudorosa?

Damas y caballeros, por unos breves instantes, mientras la vulva rosada de Fabienne Carrere alcanzaba su fingido clímax, Dios o alguna entidad ultraterrenal me permitió echar un vistazo al futuro. Y vi el mundo tal cual lo ven ahora ustedes en sus pantallas. Algo que, como podrán imaginar, me fue de gran utilidad, dada la naturaleza de mi profesión, en la cual es muy importante adelantarse a las corrientes en boga; pero algo más importante que eso –sin duda– es estar siempre preparado para superarlas, para retorcerlas y deformarlas a nuestro maquiavélico y personal gusto. ¿Se entiende adónde voy? No importa, más adelante estos conceptos serán desarrollados en profundidad…

5. Recapitulemos. Mediados de los ochenta. Yo andaba deprimido. El hombre que creía mi mejor amigo mandó a construir en la última planta de nuestras oficinas una especie de gabinete cerrado para los altos mandos de la revista y yo no estaba allí. Me agarró bronca, quiso competir conmigo y logró sacarme de en medio.
Jaque mate, M. M.; Eddie Barclay, un compinche de mis primeros años como agitador cultural en Londres, quiso darme una mano y sacarme de aquel pozo. Vuelo a París a encontrarme con él y pasamos una jornada especialmente memorable. Mientras supervisamos el rodaje de una producción porno experimento algo que en este momento solo puedo describir como una epifanía. Terminamos de ver a la chica alcanzar su fingido orgasmo, nos volvemos a subir la limusina, una pequeña crew de documentalistas se distribuye en el interior del vehículo, a nuestro alrededor, capturando al instante aquel histórico momento:

—Caballeros –empieza a decir Eddie, adoptando su acostumbrado papel de maestro de ceremonias–, quiero que quede registro para la posteridad, monsieur M., famoso publicista y promotor musical ha decidido unírsenos durante un día más de trabajo…–Yo, sentado junto a la ventana, no puedo hacer otra cosa sino sonreír ante cámaras como un idiota.

—… M. M., terrorista cultural, padrino de aquel cuarteto de jóvenes peligrosos y degenerados que tanto lío hicieron ya hace algún tiempo; cofundador de la revista contracultural Cosmoview Magazine, actual musicalizador de películas pornográficas… Y, en un futuro, quizás, si él acepta, nuevo director artístico de Barclay Records –Y mientras termina de recitar aquel encantador verso aprovecha la luz roja de uno de los semáforos para destapar y servirme una copa de Möet Chandon–. Díganos, monsieur M., ¿cuál cree usted será el futuro éxito de la industria musical? ¿Alguna nueva tendencia de la que debamos estar al tanto?

—Y… –Dudo unos instantes, tratando urgente de decir algo ingenioso frente a cámaras–… Si lo que abunda ahora mismo es el glamour y el artificio, no me cabe la menor duda que lo vendrá después será una mezcla de sordidez y despojo indiscriminado; algo cuasi pornográfico. El tiempo me ha enseñado que las modas responden a cierto principio pendular. El tema es no dejarse condicionar por ello, sino lograr siempre estar dos pasos más adelante que el resto …

—¿Sabe, monsieur M.? Tengo un grupo de gurises que me gustaría mostrarle… Han aprendido cómo tocar sus instrumentos, son realmente sensacionales pero, la parte más importante, la parte conceptual si se quiere, esa aún no la logran dominar del todo…

Lo siguiente que recuerdo de aquel día es habernos detenido en la fachada de un modesto consultorio médico, luego el guante del doctor, introduciéndose lubricado en el recto de Eddie, mientras a su alrededor un grupo de iluminadores, sonidistas y la ya mencionada crew de documentalistas continuaba esforzándose por guardar registro de aquel mundano momento. Eddie, precursor durante aquellos años de esa fijación tan actual por exhibirse impudorosamente, estaba realizando una película sobre según él, el «tema más interesante de la década: Yo». Entonces, mes por medio, se reunía con un equipo técnico para rodar un par de escenas al día. Al final, el film le insumió en total unos doce años de trabajo. Cuando se estrenó, sin embargo, nadie hizo fila para ir a verlo.

Monsieur M. –Comenzó a decir, mientras se ponía el calzoncillo y el pantalón y a espaldas de él el urólogo se lavaba las manos en una pequeña pileta–, tengo otra propuesta para hacerle: monsieur M., le ofrezco diez mil francos a la semana sólo por compartir algunas de sus ideas con mis protegidos. ¿Qué le parece?

* Poder, corrupción y mentiras.


6. Lo más importante en la vida es el sentido del olfato. Y la suerte. Sobre todo cuando uno carece de talento. Sobre todo cuando uno se mueve en ambientes artísticos cual rapaz insecto, alimentándose del dinero y las energías psíquicas de gente que sí sirve para algo. Porque ellos pueden darse el lujo de a veces ganar o perder. Pero nosotros, en cambio –hablo de vividores curtidos como Eddie o como yo–, somos criaturas de una especie totalmente distinta. El fracaso no está permitido al interior de nuestras filas. El fracaso conlleva sanción. El fracaso se castiga con el ostracismo y el olvido.

Si la tarea de un productor musical es trabajar en el estudio, aprolijar la ejecución e infundir aliento a los intérpretes, mi tarea en tanto promotor artístico es entender el mercado. El que existe ahora y el que existirá después. Una vez ubicadas en el mapa dichas coordenadas mi misión es encender la mecha de un taco de dinamita y hacer que vuele todo por los aires.

No muchos días después quedé de verme con los muchachos de Eddie en una callecita paralela a la Rue de Lappe, al noreste de la Place de la Bastille. Luego nos colamos los cuatro en la Les Bains-Douches, que en esa época era la discoteca por excelencia de la noche parisina. Recuerdo que traté de hacer que se soltaran, que tomaran algo, que sacaran a una de las chicas a bailar.
Fue inútil: el trío de idiotas no podía ser más aburrido. Cero carisma, pobres. Eran como tres recortes de cartón. Callados, quietitos. Desentonaban por completo entre los vistosos parroquianos que pululaban allí, y eso, si bien en un principio podía presentarme una dificultad –recuerden, la imagen en este negocio lo es TODO– de saber aprovecharlo podía convertirse en una ventaja…:

—Pibes, díganme una cosa: ¿Alguna vez se fueron de putas?

No me dijeron ni que sí ni que no; trataron de hacer de cuenta que la música estaba muy alta y que no me podían oír. Les dije que me siguieran.
Terminamos pasando el resto de la noche y parte de la madrugada en un apartamentito de la Place Pigalle, a pocas cuadras de la imponente Basílica del Sagrado Corazón.
Si mal no recuerdo, durante un par de veces la exasperante ingenuidad de los chicos logró sacarme de mis casillas. Por suerte, aquellas encantadoras gurisitas que Fabienne ubicó supieron darse maña. ¡Ah, sí!, Desde bien chicas las trolas estas aprenden todos los gajes del oficio. Ellas entienden, tienen paciencia, saben que mes por medio toca iniciar a algún que otro nabo.
Y así comenzó a tomar forma mi nuevo proyecto.

7. Aún no lo he dicho, pero debo gran parte de la persona que soy a mi padre, Mr. G. M.
Como bien sabrán los más informados de ustedes, mi viejo fue una de las figuras claves de la política exterior estadounidense durante la administración Truman. Debido a su trabajo como diplomático, pasé mi primera infancia en varios países del mundo. Cuando cumplí siete años, sin embargo, tuve que despedirme de él, porque se fue a servir como embajador a la URSS. Así que me mandaron a un internado en Francia, y después de eso sólo lo llegué a ver una o dos veces al año.

Respecto a él, debo reconocer que era, en efecto, un genio en su materia. Un tipo con una capacidad de análisis superlativa. En una época en la que reinaba la más absoluta incertidumbre en torno a los soviéticos, él le sacó la ficha a Stalin enseguida. Recomendó a Truman no caldear los ánimos, prepararse en su lugar para una fría y larga partida de ajedrez. Su moderación y pragmatismo fueron claves para EEUU tras la Segunda Guerra Mundial.

Mi viejo era una persona bastante especial. Alguien muy estricto. Un carácter imposible, dirían algunos. Lo que se llama también un «fanático del orden». Consultando sus diarios personales me enteré que durante muchos años lo atormentó la posibilidad de que mi madre hubiera fallecido por causas relacionadas al parto. Hasta donde sé, Mrs. M. falleció dos meses después de darme a luz debido a una apendicitis aguda; lo cierto es que no he tenido el valor de investigar más.

Como les decía, entonces, mi viejo era un tipo muy especial, de esa clase de personas orgullosas de haberse hecho a sí mismas. También era, por más raro que pueda sonar, alguien bastante tímido y reservado.
En retrospectiva, puedo decir que muchas de mis ideas las saqué de él; básicamente de llevarle la contra en todo. Durante mis años de vagabundeo por Europa hice cuanto pude por librarme de su sombra. Creo que fracasé.

Hace poco, el politólogo e historiador F. C., me ayudó a publicar una selección abreviada de sus diarios personales. La presentación generó mucho revuelo mediático. «El gurú y promotor del punk en Reino Unido hace las paces con su padre republicano». Idioteces así. Lo que más me dio bronca, sin embargo, fue el tono despectivo de algunas de las reseñas en los periódicos. Las del New York Times y las del New Republic, más específicamente. Ambos periodistas parecían sorprendidos del hecho de que un hombre nacido a principios del siglo XX no compartiera por entero sus –por llamarlas de algún modo–«ideas».
¡Que yo que fui su hijo y tuve algún que otro roce con él, bueno, es entendible, pero estos imbéciles…!

En fin…, que mi viejo no fue precisamente un hombre de izquierdas, por supuesto, mucho menos una persona –como se dice ahora– «progresista». Él era más bien del tipo conservador, alguien que creía por sobre todas las cosas en los valores del esfuerzo y el trabajo duro. Esto no quiere decir que haya sido un mojigato –siempre criticó públicamente el uso de armas nucleares, por ejemplo, la guerra de Vietnam y lo hipócrita que era el verso ese de los «derechos humanos» en Estados Unidos–, pero sí defendía la existencia de algún tipo de orden. Afirmaba que era algo necesario, y desconfiaba del rumbo narcisista e individualista que empezaba a tomar la sociedad estadounidense de mitad de siglo. En la universidad había leído la Historia y decadencia del imperio romano, del historiador británico Edward Gibbon, y sabía que de no hacer algo pronto los conflictos internos de EEUU se revelarían como una piedra en el zapato para sus intereses expansionistas.

Nunca me felicitó ni me dijo que me quería o que estaba orgulloso de mí (para ser sinceros, teniendo en cuenta la vida que llevé, tampoco es que le haya dado muchos motivos para hacerlo), pero indirectamente contribuyó a la persona que fui y soy ahora. Sus buenos modales, conservadurismo y moderación fueron durante gran parte de mi juventud los ídolos que me propuse derribar y que, retrospectivamente hablando, logré tirar abajo.

Recuerdo que el 6 de mayo de 1968, para su vergüenza, estuve en el barrio latino, entonando “La internacional” y participando en la travesura de aquel grupo de jóvenes ociosos que más adelante se conoció como el mayo francés. Fue divertido (el número de mujeres con el que me acosté durante esos meses ruborizó a mi viejo, y hasta provocó un vehemente bastonazo en mi cabeza), aunque, cuando caí preso y Mr. M. se vio obligado a interceder a mi favor mediante el envío de un telegrama al General de Gaulle, debo reconocer que sí sentí un poco de culpa…

… Mi padre, mi padre, por lo menos tuve uno, los chicos de hoy en día ni eso. A veces me pregunto, ¿Contra qué es que se rebelan entonces? Porque yo, en cada cosa que hice o dejé de hacer, vi su sombra. Estos niños, sin embargo, ¿qué es lo que ven? ¿Qué es lo que se proponen derribar?
Muy probablemente nada. Gracias a mí, lo que una vez fue rebeldía y transgresión hoy forma parte del programa de rutinaria imbecilidad que tanto gustan de poner en práctica estos imberbes.
Yo soy su único y verdadero padre, en realidad.

8. …Pero bueno, decía que el problema de los muchachos de Eddie era que en ese entonces no tenían nada de particular. Que eran como tres recortes de cartón. Vacíos por completo de personalidad.
Como si fuera poco, ninguno del trío se animaba a cantar, por lo que otra de mis tareas durante esos meses fue encontrar a alguien que sí tuviera pasta de frontman…
¡Ah, si hasta pensé en pedirle un aumento al bueno de Eddie!…


El destino, sin embargo, otra vez intercedió a mi favor. Siempre me sucede que cuando las cosas están muy tranquilas y parece que nada va a ocurrir, mi vida pega un volantazo y termino dándome de frente con el porvenir. Así es como siempre ha sido. Lo único que he tenido que hacer durante todos estos años es, simplemente, dejarme llevar. Nunca interponerme entre yo y mi suerte. Así fue como di con la frontman –¡Perdón!–, con la frontwoman. A. E. C., esa encantadora jovencita asiática de dieciséis años cuyos intentos provincianos por lucir glamorosa años más tarde la dotaron de un exuberante carisma. En ese entonces, por supuesto que aún no llevaba su característica cresta naranja, ni las mejillas pintadas ni ningún tipo de estridencia que la hiciera resaltar del resto; pero, lo cierto es que ya tenía ese qué-sé-yo, esa especie de aura que sólo poseen unos pocos afortunados. Trabajaba con su madre en una tintorería china ubicada en el número 18 de la Rue Lucien Sampaix.

Una mañana primaveral fui allí a llevar un saco y un par de pantalones blancos y así fue como me la crucé. Recuerdo que hacía un calor bárbaro y que dentro del local la radio sonaba a todo volumen. Una canción de Stevie Wonder o quizás Marvin Gaye, y encima de uno de los arreglos A. E. C. tarareaba una especie de contrapunto. Una suerte de scat simpatiquísimo (más cerca de un cántico que de una melodía propiamente dicha). Me acerqué al mostrador en donde estaba su madre tomando notas en una pequeña libreta y le di los buenos días. La vieja se giró enseguida y farfulló a su hija un atropello de consonantes en un lenguaje espasmódico e ininteligible, y la chiquilina rápidamente se acercó para preguntarme en qué me podía ayudar. No recuerdo qué fue lo que le contesté, pero sí recuerdo que mis primeras impresiones fueron favorables. La chica debía medir un metro cincuenta y seguramente no pesara más de cuarenta kilos. Tenía unos ojos preciosos, verdes, alargados, inclinados hacia arriba; ya saben, ese par de ojos que ven todo desde un permanente estado de asombro. Su pelo era por entonces negro y muy lacio y lo llevaba recogido en una colita.
Una bomba…

… En fin, mientras me aseguraba que el terciopelo de mi saco y la tela de mis pantalones quedaran impecables, aproveché y seguí mirando de lejos a la chiquilina. Al principio la creí una de esas gurisitas sanas, una de esas gurisitas bien; luego, por encima del ruido de las máquinas de lavar, la escuché discutir acaloradamente con su madre y de pronto ya no me lo pareció tanto… Discutían en su lengua natal –asumo que en chino–, por lo que no pude descifrar exactamente qué era lo que estaban diciendo, pero fue simplemente presenciar aquella discusión y tuve que esbozar una sonrisa. Detecté aquel germen de rebeldía de inmediato.

A. E. C. iba a ser la cantante del grupo.

Felipe Villamayor.


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