B’dum b’dum b’dum b’dum b’dum b’dum (Por escribir cosas así los putos de la URSSdelaR me quieren meter preso) parte II


9. No mucho tiempo después empecé a ser vigilado de cerca por los servicios de inteligencia franceses. Al parecer, allegados al presidente Mitterrand no veían con buenos ojos mi amistad con monsieur J. A. H., con quien por entonces compartía ruidosas tertulias en la Rue des Écoles, frente a la brasserie Balzar. Si mal no recuerdo, durante esos años existía allí una librería –creo que se llamaba Compagnie o algo así– y se nos hizo costumbre a los dos asistir allí todas las mañanas. De J. A. H. se decía despectivamente que, igual a mí, era un «simple provocador». Sin embargo, si se me consultase, mi semblanza de él sería más o menos la siguiente:

J. A. H. (Saint-Germain-en-Laye; 1 de marzo de 1936 — Deauville; 12 de enero de 1997), tipo que vivió siempre (o casi siempre) a contrapelo; J. A. H., enfant terrible, cuya ideología es hasta el día de hoy inclasificable, pues, si bien de joven participó junto a mí de la estafa del mayo del 68, años más tarde se convertiría en un férreo defensor del régimen de Augusto Pinochet.
En resumen, fue un hombre que adhirió a algunas
ideas de izquierda pero también a otras de derecha. Dado sus conocidos desplantes e indulgencias en la prensa, llegó a hacerse de más enemigos que de amigos, aunque estos últimos nunca lo pudieron abandonar y hasta el día de hoy recuerdan con nostalgia su lúdica y a la vez estimulante pluma”.
Algo así.
Al ser igual que yo un joven viejo y enfurecido, J. A. H. no tardó en invitarme a colaborar en las páginas de su polémico semanario L’arnaque Internationale. Por una mezcla de comodidad, afinidad y arribismo le dije que sí, y además le propuse la publicación de un fascículo cuya finalidad fuese la de atraer al público juvenil.
J. A. H. aceptó encantado y la primera tapa fue para mi nueva protegida y los muchachos de Eddie.

10. No había tiempo que perder. Eddie pagó las horas de estudio y pautó un par de fechas antes del lanzamiento oficial del primer single. La promoción estuvo por supuesto a cargo de mí, y el resultado fue el ascenso relativamente meteórico del grupo. Parece increíble, pero en sólo un año la banda había logrado madurar sonora y estéticamente. Ahora los muchachos ya no eran tan muchachos…

Cual escultor, a fuerza de figurado mazo y cincel, logré tallarlos a la altura de mis expectativas. Las permanentes visitas al barrio rojo parisino empezaron a surtir efecto. Ahora le tocaba el turno a las drogas, las cuales me aseguré de suministrarles siempre desde un régimen de estricta moderación; durante las horas de grabación en el estudio, por ejemplo, para estar más inspirados.
Recuerdo como si fuese ayer la sala de control y los pasillos de Barclay Records cubiertos por una espesa nube de salvia. Luego las risas; ¡mis muchachos comenzaban a soltarse, a perder el miedo, a distenderse un poco…! Para cuando quise acordar se volvieron capaces de las crueldades más espantosas, pero esa ya es otra historia…

Lo que sigue a continuación es el plató brilloso y colorido del programa televisivo Top of the Pops. La canción “Go Wild in the Country” trepando hasta la posición número 20 del UK Singles Chart, y luego la BBC invitando al grupo a promocionarla haciendo playback para diez millones de telespectadores ingleses. Lo que sigue a continuación es A. E. C. moviendo su pequeño cuerpo al compás de la música; A. E. C. cantando sobre «retozar en el monte, donde las serpientes en el pasto son del todo libres»; A. E. C. disfrazada con un vestido de arlequín, con una raya roja de maquillaje cruzándole la cara, con vistosos colgantes con cuentas en forma de rayos. Lo que sigue a continuación es A. E. C. saltando y bailando alocadamente entre el humo y las luces parpadeantes de la bola de espejos. Diez millones de espectadores hipnotizados frente a la pantalla observándola a ella y a mis muchachos acompañarla fraudulentamente en el plató, con sus crestas al estilo mohicano y el torso desnudo y unas faldas de cuadro escocés. ¡Y todo aquello en horario central! ¡Ah, juro que pienso en aquel viernes y siento exactamente lo mismo que sentí cuando a mediados de los setenta creé el punk!

¿Vieron cuando les hablé de esos instantes mágicos en los que el tiempo parece detenerse y de pronto mi mirada se ve empañada por una extraña cerrazón autista? ¡Exactamente así fue! Por unos breves minutos el futuro de la música pop estaba ahí mismo, enfrente de mí y de diez millones de telespectadores más.
Y que conste que digo «estaba», porque, cuando la canción alcanzaba su apoteósico final y A. E. C. desgañitaba las líneas «No preciso uniforme/¡La verdad prefiere ir desnuda!», el director tuvo la brillante idea de cortar a un primer plano de uno de mis muchachos mientras sacaba la lengua y a continuación –aparentemente– espetaba a cámaras la palabra «cunt».

Parece una tontería, pero al día siguiente los tabloides británicos hicieron un verdadero escándalo. The Daily Mirror, por ejemplo, hasta le dedicó una portada e incluso llegó a contratar a un «experto en lectura de labios» para que analizase las imágenes de la transmisión y determinase si efectivamente aquel pandillero francés había pronunciado en horario central la palabra tabú. La BBC terminó recibiendo una infinidad de quejas (tengo entendido que fueron alrededor de treinta mil, lo cual fue récord en su momento) y poco después el grupo fue vetado de aparecer en televisión durante un año. Eddie se puso furioso. Durante una llamada telefónica al hotel donde se hospedaba el grupo llegó a decirme:

—¡Salaud! Siempre lo mismo contigo, M. M. ¿Cuándo vas a entender? ¡Quiero artistas ñoños, tristes, campechanos! ¡Tu revolución ya está demodé, lo que va ahora es ser un enculé!

11. Más que la historia de un grupo de delincuentes juveniles (así los llamaron los tabloides ingleses por aquel entonces), la de mi grupo es la historia de un cuarteto de perdedores natos; la de una banda de gurisitos que pasaron su primera infancia mudándose de casa en casa; una banda de jóvenes díscolos, en definitiva, hijos de inmigrantes y de familias desestructuradas que encontraron en la música (porque el tema drogas vino después) una válvula de escape a tanto cotidiano horror. El mayor problema de ellos, sin embargo, era el que no les gustase ser manipulados; el que de a ratos se me escapasen de las manos e hiciesen un sinfín de locuras sin mi permiso. Pasa el tiempo y me doy cuenta que quizás fui demasiado permisivo con ellos, que quizás no tomé todas las debidas precauciones…
Créanme que no hubo nadie como yo que pudiese entender su ira, su ternura, su desazón, y justamente por eso es que me duele tanto el final…

Acerca del comentario de Eddie sobre los «artistas ñoños, tristes y campechanos», por aquel entonces Barclay Records tuvo la brillante idea de redimir a mis muchachos explotando la sensiblería ideológica de los franceses.
Ya saben, ese morbo tan particular que sienten los europeos por las historias de desaparecidos y las dictaduras latinoamericanas. Un clásico. Así fue que Eddie desembolsó un vagón de guita en traer a uno de esos cantores comprometidos con la «realidad de su país», y a un par de conjuntos andinos para realizar junto a mis muchachos un par de fechas en el Le Palace de París.

En una esperpéntica rueda de prensa, la banda y yo tuvimos que soportar al zurdito aquel explayándose solemnemente en torno a la «misión del exiliado»; en torno las«peripecias y dificultades de vivir lejos del país donde uno nació»; luego varios sermones más sobre la «clandestinidad, la doble vida, la infatigable memoria de aquellos que aún resisten», sobre el par de meses que estuvo detenido y las soporíferas canciones de su último álbum de estudio; al parecer, éste había sido prohibido por el régimen militar uruguayo, aunque lo más probable, reflexionamos yo y J. A. H. días después en una de nuestras tertulias, es que no le hayan dado ninguna importancia. Lo cierto es que poca gente en su país de origen presta atención a este tipo de personajes. Su público nicho tiende a reducirse a los círculos intelectuales de izquierda, los cuales tienen en realidad escasa raigambre popular, y se componen más bien de impecables campesinos urbanitas de clase media-alta que no han dado un palo al agua en su vida.

Finalmente, si mal no recuerdo, el tipo se despachó en un sinfín de elogios para la banda. Dijo compartir con ellos la «actitud rebelde y desenfadada», su «indómita consciencia social», además del ataque permanente a los «valores de la pacatería burguesa» sólo que él, a causa de su avanzada edad –treintaiseis años– prefería decantarse por la pureza de los sonidos folclóricos y no tanto por los pedales y amplificadores Fender.

No había caso. Oírlo hablar daban ganas de ponerse del lado de los milicos, no me importa cuántas atrocidades hayan cometido éstos…

El recital, como ya se imaginarán, fue un desastre. El cantor subió tarde al escenario, con su guitarra y su ropa oscura y la voz áspera de cigarrillos y alcohol. Se olvidó de casi todas las letras, o cuando no las interpretó con un supremo desgano. Lo único que le entendí fue algo de que en su país había mucha «tristeza y rencor».
¡Por Dios, espero nunca tener que visitar el Uruguay! Para ser franco da la impresión de ser un pueblito de gente enclenque y aburrida…

A. E. C. y la banda, sin embargo, lo hicieron bastante bien. De hecho, antes de retirarse a toda prisa del Palace, mediante una lluvia de latas de cerveza y compresas menstruales, el público les exigió volver al escenario e interpretar un bis de tres canciones.
Pero el tema es lo que ocurrió después, en el hotel donde nos alojábamos junto al pusilánime cantautor y el resto de integrantes del conjunto andino. Yo, como cualquier hijo de vecino que debe madrugar (no se olviden que quien escribe esto era en ese momento el encargado de organizar todo lo referente a la logística del grupo, aparte de escribir semanalmente columnas para dos importantes periódicos parisinos), subí a acostarme relativamente temprano, no así la banda y el resto de los artistas. Ellos, al parecer –A. E. C. incluso–, estaban en el fondo del hotel, cerca del sector de la piscina, celebrando una gran farra.

Llegado un punto de la noche el cantor no pudo soportar más su cóctel de alcohol y marihuana y terminó desmayado en una de las reposeras. A. E. C. y los muchachos aprovecharon aquello para gastarle una broma. Entre risas agarraron todos los ceniceros que había en las mesas cercanas y se los volcaron encima. Luego lo desnudaron y con una pistola para hacer tatuajes que la chiquilina había comprado en una boutique, intentaron hacerle en el cuello un tattoo de una hoz y un martillo. Mientras perpetraban aquella fechoría el pobre zurdo abría y cerraba sus pequeños labios balbuciendo etílicamente «me siento mal, chicos, me siento mal».

Como ya se podrán imaginar el personal del hotel no se tomó nada bien tamaño disparate e intentó echarlos de inmediato. Y entonces hubo un gran forcejeo en medio del vestíbulo y uno de los muchachos terminó rompiendo accidentalmente el vidrio de una de las puertas de cristal. Luego alguien llamó a la policía y chau chau adiós al resto de las fechas en el Le Palace. Mientras tanto yo descansaba plácidamente en mi habitación. Nunca tuve problemas para conciliar el sueño.

12. Como si tener que soportar una resaca no fuese suficiente, nuestro triste y campechano cantor despertó la mañana siguiente tremendamente adolorido y en una cama de hospital.
El escándalo posterior fue mayúsculo. Tanto, que incluso el gobierno militar uruguayo llegó a pedir explicaciones mediante una misiva a la embajada francesa. Eddie dejó alrededor de veinte mensajes en el contestador automático de mi departamento en la Rue de la Convention. Estaba furioso. Dijo que les iba a rescindir el contrato, y que se iba a asegurar por todos los medios posibles que la célula antiterrorista de Mitterrand me expulsase definitivamente de Francia.
Para peor, durante los días posteriores a la lectura de cargos, el conserje o uno de los botones del hotel filtró a The Daily Mirror el carrete con las fotos de la farra y en una de ellas el zurdo aparecía borracho con un chaquetón militar rompiendo el sello de un frasco Merck cuyo contenido resultó entonces por demás sospechoso…

Y bueno…, así fue que quedamos oficialmente vetados de pisar territorio inglés…
No es que tampoco fuera tan importante…


* Un nuevo amanecer se desvanece.


13. A aquel aluvión de escándalos le siguió una polémica portada para la revista neoyorquina Art-Rite. Mi querida A. E. C., posando apenas con un pantalón ancho y un par de tirantes sujetando y cubriendo sus senos; a los muchachos se los podía ver en el ángulo derecho de la imagen, ataviados con uniformes de la SS, mirándola y enfocándola entre risas, con una cámara colocada sobre un trípode. «Si querés paz, preparate para la guerra», rezaba el titular.

Las nueve páginas de fotos que acompañaban aquel número no ayudaron mucho que digamos; entre ellas, A. E. C. con un kimono a rayas y un cuello de volantes a lo arlequín, sosteniendo desafiante un rifle con una bayoneta y un trozo de bandera de los Estados Unidos colgando del cañón; otra era una doble página que mostraba a los muchachos sentados en círculo en medio de un cementerio militar, cubiertos por capas y capirotes del Ku Klux Klan, mientras a su alrededor A. E. C. y un multiétnico grupo de modelos ligeras de ropa payasean despreocupadamente en torno a las tumbas; la última y quizás la más atractiva de las postales mostraba a la cantante en medio de un idílico paisaje rural, maquillada con el rostro totalmente de blanco y los labios pintados de un rojo furioso, con el pelo sujeto por una especie de adorno floral japonés; A. E. C. posa desnuda (por supuesto), de espaldas a cámara, con el brazo y las piernas colocados de manera que velen sus partes íntimas; los muchachos aparecen sentados junto a ella, con un decidido aire de descaro, desgreñados, con barbas y bigotes postizos, munidos a la vez de laúdes e instrumentos de cuerda antiquísimos. Ahondando en esta suerte de coqueteo estético totalitario, los tres van ataviados con guayaberas venecianas y pantalones militares, decorados como toque final con gorras y brazaletes y varios adornos en cuyo centro se inscriben un yugo y un haz de flechas.

Como era de esperar, la publicación fue inmediatamente catalogada de obscena, y provocó otro escándalo más, el último en la carrera del grupo, y el final de su breve gira por los Estados Unidos acompañando a The Police como teloneros.
Pero antes de continuar debo aclarar que yo no tuve nada que ver con esas fotografías. En aquel entonces me había desentendido casi por completo de la banda…

… Bueno, sí, había decidido acompañarlos en parte de su tour por Estados Unidos, pero únicamente desde mi rol de periodista, como un miembro más del entourage, cubriendo el viaje para un reportaje que meses más tarde se publicaría en las páginas del L’arnaque Internationale. Aunque lo cierto es que excepto aquel incidente la gira no fue nada del otro mundo. Ni siquiera el bueno de Sting o el payaso de Stewart Copeland lograron disipar aquel tufo a tedio tan propio del ida y vuelta entre camerinos y cuartos de hotel. Pero lo peor fue esta mujer, esposa de no me acuerdo qué político republicano. La muy imbécil leyó un ejemplar de la revista y dijo haberse sentido «en verdad indignada». ¡Había que verla! Con su peinado de señora elegante y falda de pulcro corte yendo de programa de televisión en programa de televisión, absolutamente sulfurada, responsabilizándome a mí de aquello: ¡Qué manera de no entender nada, señora!

14. Siempre que me preguntan digo que mi propuesta estética surge a partir de una interpretación absolutamente realista del mundo; una interpretación –si algo así es acaso posible– en el fondo tan subjetiva e íntima como desapasionadamente imparcial. ¡El gran tronco civilizatorio que mi padre tantas veces veneró, está derribándose sobre nuestras cabezas! ¿Ante este panorama qué opción puede haber excepto acelerar el proceso de descomposición del cadáver? Y para ello es necesario proveerse de una amplia gama de ácidos y toxinas. ¡Oh, sí! Si la idea es exponer esta suerte de cirrosis social, uno no puede andarse con rodeos: uno debe ir al hueso.

Muchos moralistas –incluida la señora ésta– creen ver en mis elaborados ardides una especie de nihilismo facilón. No importa. En realidad, lo encuentro hasta gracioso. A fin de cuentas, estos son los mismos personajes que boca para fuera no hacen sino perorar todo el tiempo en torno al declive de los «valores tradicionales» o la «decadencia de la civilización occidental» pero que, sin embargo, permanentemente avalan con su inacción y obsecuencia la descomposición de esas comunidades y formas de vida que tanto dicen defender.
Es así.

Salvo un muy ocasional fruncido de cejas, no hay oposición real a esto. Y yo, por mi parte, encantado. ¡Sigan preocupándose por mantener el decoro y las buenas formas! ¡A estas alturas ya es inútil! El cambio no puede ser detenido. Pronto todo estará puesto patas arriba. Prostitución, escándalo, desorden, vergüenza, esa será la cultura dominante del siglo XXI. Así que prepárense porque allá vamos. Rumbo a una supuestamente maravillosa sociedad de bienestar donde el papel moneda desaparezca, el trabajo sea abolido y la vagancia subsidiada. La sociedad de masas, el dinero, la publicidad, reescribirán un nuevo catecismo hecho a su medida, uno en el que todo lo sagrado termine por volverse vano.

Y yo, como ya les dije, estaré encantado. Romper. Repeler. Enfrentar. Horrorizar. ¿Qué voy a hacer? Es algo que está en mi naturaleza. Y que conste que lo digo sin cinismos ni timideces…
Si quieren, échenle la culpa de esto a mi insensibilidad extrema o –¿Por qué no? Como está tan de moda hacer ahora– a una suerte de sadismo congénito, pero lo cierto es que adoro empeorar las cosas. Ya lo dije: yo soy el que mueve el alfil en línea recta y luego, porque sí nomás, desarma y rearma el tablero a su antojo. Yo fijo las reglas de acuerdo a mi interés y, si de pronto me empiezan a hinchar mucho las pelotas, mando todo el puto tablero a la mierda…

15. …Y bueno, en retrospectiva puedo decir que sí, que el imbécil terminó por levantarme un centro. Ingenuamente creyó que podía perjudicarme haciendo de aquel nimio episodio un escándalo en Francia, circunstancia que, sin saberlo, terminó beneficiándome en el acto:

« (…). La banda, fue al parecer idea de Monsieur M., hombre desalmado y tramposo, impostor aguafiestas, retrógrada máquina de hacerse autobombo cuya supuesta misoginia peca en el fondo de una ternura y reverencia profunda hacia aquellas instituciones y tradiciones que dice denostar (…).
No es rebelde, ni transgresor, sino un personaje lamentable (…), un aspirante a empresario obsesionado por la fama y el dinero, un vividor funcional a los intereses de una industria que gradual y sistemáticamente ha privado a los artistas de los recursos necesarios para producir obras genuinamente removedoras; obras que quizás algunos de sus discrepantes puedan clasificar de estéticamente ñoñas, tristes, militantes o de corte globalista (como las piezas de aquel noble cantautor de izquierdas que él y su grupo de representados hace un par de meses tanto se empeñaron en humillar), pero sin dudas un arte revolucionario; un arte que, como el de mis queridísimos Scritti Politti, sea capaz mediante su praxis teóricamente revulsiva de deconstruir las problemáticas estructuras de la cultura occidental.
Por eso, desde este humilde espacio (…), debo denunciar junto con mis colegas su accionar perversamente explotador, además de su maquiavélico y desconsiderado trato hacia cada uno de los integrantes del grupo (el ejemplo más notorio de esto quizás sea la muchacha A. E. C., quien al momento de ser reclutada contaba con tan sólo 16 años, y que ahora que ha alcanzado el éxito parece ya no saber muy bien qué hacer), la última sesión de fotos a la cual los ha sometido, por ejemplo, en un vano intento de publicidad, es bochornosa y vergonzosamente antisemita, un verdadero ultraje para el espíritu francés y todos los avances sociales que ha conseguido la administración Mitterrand. Esperamos que haya consecuencias.

                                                                                                  Jacques Derrida.

Jacques Derrida, Jacques Derrida… Ese maldito lacayo intelectual, garantía asegurada de afectación y aburrimiento;
Jacques Derrida, Jacques Derrida… Ese maldito charlatán empedernido, baboso metafórico de cuyos lisonjeros labios nunca ha escapado alguna vez vocablo más o menos inteligible.
Al parecer, por esa época el muy fantasma repartía su dilatado tiempo de ocio entre una sacristía en la Sorbona, y otra un poco menos prestigiosa –aunque aun así bien paga, debo reconocerlo– en el estado de California. El escritor-delator D. D. le asignó por tarea dedicarme a mí y a mis muchachos un par de líneas en Le Monde, circunstancia que en ese entonces irritó por demás mis ánimos.

Y así fue que poco después le caímos los cuatro como un relámpago. Dentro de su oficina, sin previo aviso. Antes de tomar nuestro vuelo a París. El prohombre francés en persona dormitaba tras un enorme escritorio de caoba antiguo. A uno o dos metros de él, un niñito de la calle sollozaba desnudo, cubierto con una frazada en uno de los sofás.
No se la vio venir. Cuando quiso acordar yo y mis muchachos estábamos encima de él, sosteniendo sus manos debajo de la ventana abierta.

Hasta ese momento el bueno de Jaques parecía muy cómodo, muy satisfecho consigo mismo. Ahora, sin embargo, el pobre gritaba como loco, intentando que todos en el campus escuchasen sus súplicas de auxilio; ahora, sin embargo, sus dedos de respetable académico estaban a punto de estamparse en el sólido cristal de la ventana. ¡Eso le iba a enseñar a no andar escribiendo mentiras una atrás de la otra!
… Obvio que de quererlo perfectamente habría podido ponerle una de esas famosas demandas por “difamación e injurias”. Pero ya les dije que ese no es mi estilo…

Y bueno, A. E. C. se ocupó del niño, si mal no recuerdo, luego pedimos a la gente del campus las respectivas disculpas y nos largamos de allí.
Aún había mucho trabajo para hacer.

Felipe Villamayor.


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