
“Fue su collar de perlas,
sus esvásticas,
y un caldero lleno de metanfetamina”.
1. Fui vendido como esclavo en un bazar de Damasco. El sarraceno que pujó por mí era un hombre rico, uno de esos mercaderes que recorre los caminos acompañado de una suntuosa caravana. Mi aspecto exótico –en comparación al resto de nubios y bereberes que se remataban en aquel tablado– llamó su atención.
Así fue que abonó al pregonero la suma de setecientos ducados y un ánfora de agua aromatizada con azúcar.
Muy a mi pesar, durante el agotador viaje hasta su quinta, no hubo valles ni ríos que sosegasen el suplicio de mis grilletes; sólo una infinita extensión de arena y el espejismo de un pasado idílico en la corte de mi padre.
Crucé, pues, junto a los carruajes de mi impiadoso patrono, las cien leguas que separaban su finca de las vastedades del desierto sirio.
Aquel periplo duró un mes.
Pronto llegamos a las cercanías del río Éufrates, y no muy lejos de allí, a los dominios del mercader. Fértiles jardines y un edificio de tres plantas dispuesto alrededor de un patio abierto conformaban la vivienda principal. Mas, quiso la fortuna que mis habitaciones estuviesen lejos de allí, en las dependencias de los esclavos, unos barracones inmundos e infestados de ratas, totalmente inapropiados para un joven de mi alcurnia.
La tarde de mi llegada, vi pasear por uno de los pórticos del patio a Arwa al-Bim, la gurisa que momentos después supe la hija del mercader.
A medida que cruzábamos la fuente en dirección a los barracones, noté que tras su velo la muchacha fijaba durante unos segundos su mirada en mí. Si bien no alcancé a distinguir su rostro, sí logré reparar en su exquisita figura, la cual, ese día se veía resaltada por una especie de túnica oriental transparente, sujeta a su chal de seda con un ostentoso broche de diamantes.
Aproveché, entonces, para separarme de mis compañeros y acercarme a la chiquilina.
Estúpidamente creí que mis ademanes caballerescos y viril porte serían suficientes para convencerla de los beneficios que podría extraer su amo de fijar un rescate por mí. Empero, pronto adiviné que mis dificultades a la hora de hablar sirio turbarían aquel intento.
Tras un prolongado silencio, advertí que la altanera muchacha iba seguida por una multitud de siervos, todos ellos, a su vez, ricamente ataviados.
Enseguida comprendí que mi interlocutora debía tratarse de una de las hijas del sarraceno, debido a lo cual procedí a patéticamente iniciar una reverencia.
Durante unos momentos la muchacha me miró con quietud, impertérrita; ni siquiera se dignó a contestarme.
Entretanto, los guardias no tardaban en reparar en mi ausencia.
Desesperado, al verlos correr a mi encuentro, me arrojé al suelo y rodeé con los brazos las piernas de la chiquilina.
Aquel rastrero arrebato, sin embargo, no la conmovió en lo más mínimo; evidentemente, mis harapos, mi flacura ominosa y las callosidades de los grilletes en mis muñecas y tobillos resultaban despreciables a sus ojos.
Humillado y rabioso, procuré desquitarme con mis guardianes.
Sobre el primero recuerdo haberme volcado con desenvuelta saña, propinándole varios golpes de puños y puntapiés. Al segundo le robé su daga y a punto estuve de malherirlo, cuando, súbitamente, el tercero y el cuarto de ellos me redujeron de espaldas en el suelo; luego, entre risas e insultos, me cincharon del pelo y dieron mi cabeza repetidas veces contra el mármol de la aledaña fuente.
Quedé derrumbado en medio del polvo.
Al caer el sol fui debidamente flagelado por uno de mis carceleros.
Arwa al-Bim y su séquito de sirvientes contemplaron con cruenta fascinación en uno de los balcones la veintena de latigazos que me propinó aquel guardián.
Mientras era castigado, dediqué desde el silencio los más denigrantes insultos a la chiquilina y a su cortejo de criados.
La aborrecí y juré a Cristo un día vengarme.
2. Los meses se sucedieron los unos a los otros.
El trabajo en los campos era agotador.
Mi tarea consistía fundamentalmente en desbrozar y remover la tierra munido de una simple azada. Bajo un sol infernal, codo a codo, junto al resto de mis compañeros la aireábamos pacientemente, pero sin voltearla, intentando conservar siempre su valiosa humedad.
Gracias a los sofisticados sistemas de irrigación que inventaron los sarracenos, las cuencas fluviales del Éufrates alimentaban de forma constante los campos de nuestro impiadoso patrono.
Al final de la jornada, para enriquecer las hectáreas de opulento suelo, los guardias nos obligaban a verter a modo de fertilizante pequeños puñados de paja y hojitas secas de palmera.
Durante aquellos meses vi a la malaria hacer estragos en mis compañeros.
Algunos incluso se desplomaban febriles en medio de la faena.
Aún recuerdo el rostro de varios de ellos. Imposible de olvidar. Una costra negra, lavada en transpiración, endurecía pareja e indistintamente sus facciones.
Aquella penosa labor, sin embargo, me obligó a mí mismo a no dejarme estar. Contra todo pronóstico, algo en mi interior me empujaba a resistir, a bajar la cabeza y esperar el momento más adecuado. Sin frenos ni lamentaciones entendí que mi conducta debía ceñirse a las presentes circunstancias.
Entonces soporté el tono, el maltrato, las palabras sucias de mis guardianes; no me importó cuán funestas o vituperantes fueran conmigo y mi raza.
Dejé, pues, que los acontecimientos se sucediesen de acuerdo a Su Voluntad.
Todas las mañanas, antes de comenzar mi jornada, rezaba el Padrenuestro, el Avemaría y el Credo. Luego, refrescaba mi rostro en una de las fuentes aledañas. Cuando llegaba el momento de afrontar la extenuante faena, procuraba sin falta ser útil y alegre para mis compañeros. Más tarde, al caer la noche, los malolientes barracones vibraban con el sonido dulce de mi cítara. Baladas románticas de todos los países que visité durante mi primera juventud amenizaron aquellas horas largas de agotamiento. La triste melodía de “Scarborough Fair” (“O, where are you going? To Scarborough fair/Savoury sage, rosemary, and thyme/Remember me to a lass who lives there/For once she was a true love of mine”) llenaba el silencio lúgubre en torno al fuego. Nubios y bereberes me escuchaban absortos, pendientes a la vez del titubeo de las llamas, como queriendo deshacerlas.
Pronto comprendí que no eran los únicos que me oían.
Arwa al-Bim, aprovechando una de las frecuentes ausencias del mercader, pidió que se me trasladara hasta al patio, para así poder escucharme mejor desde su balcón.
A partir de ese momento, y para solaz esparcimiento de la chiquilina, todas las noches se me requirió como trovador en el patio de la vivienda.
Bajo el marco de las ramas de un jazmín, vagamente iluminada por uno de los candiles plateados que sostenían sus siervas, más de una vez creí ver el rostro descubierto de la frágil sarracena. Su perfil cobrizo, su sedoso pelo, sus labios rubíes, me hacían sentir vergüenza de mi nariz rota y de todo aquel polvo amontonado en mi reseco pellejo.
Aun así, todas las noches tañí mi cítara; y todas las noches, con los ojos cerrados, le juré a Dios un día arrastrarla en cadenas por todas las cortes de la Cristiandad.
3. En medio de la faena, uno de los guardianes me mandó a llamar.
Con gestos cargados de solemnidad, el pregonero que lo acompañaba me anunció leyendo de un papiro que a partir de ahora pasaría a desempeñarme como criado en el interior de la vivienda.
Según él, mis funciones se dividirían entre tareas de índole puramente administrativas y el esparcimiento nocturno de mi nueva patrona, Arwa al-Bim.
Luego, dio un vistazo a mi azada y atusándose su bigote blanco, con una procaz sonrisa, dijo que ya no se me requeriría más en los campos.
Puesto que yo seguía sin contestar, él me explicó:
—Vuestros conocimientos del latín y el griego serán enormemente apreciados, muchacho; tanto ellos como vuestra voluntad de seguir acatando cada uno de los mandatos que se os impongan –concluyó, severo.
Al enterarse de mi nueva situación, mis compañeros tiraron sus herramientas al suelo, me tomaron de las manos y encendidos no pararon de felicitarme.
No obstante dicha circunstancia, yo aún no me hallaba del todo contento. La verdad es que me sentía desabrido, disgustado. ¿Acaso se esperaba de mí que dispensase pletórica gratitud a la chiquilina y a su padre, siendo que quizás nunca pudiese olvidar lo terribles que habían sido aquellos azotes en mi carne desnuda, por no decir nada de mi actual estado de cautiverio?
No, no; yo aún no olvidaba mi voto de venganza.
Horas después a mi nombramiento, al caer la noche, fui convocado clandestinamente a los aposentos de mi nueva patrona.
Ubicados en la segunda planta, se trataban en total de unas quince habitaciones construidas con bloques de piedra y ladrillo cocido; huelga decir que en comparación a los barracones en los que hasta entonces me alojaba eran ampliamente espaciosas. Dos esclavas me guiaron por allí hasta llegar a una enorme antecámara, la cual se abría en tres o cuatro salas abovedadas; en la primera, con impúdica naturalidad y sin que mediase por parte de ellas palabra alguna, las siervas me despojaron meticulosamente de cada una de mis prendas; en la segunda, valiéndose de ampulosos gestos, me señalaron una enorme pileta dorada ubicada en el centro.
Avancé receloso por aquella pieza.
Poco a poco, empecé a sentir en la planta de los pies un aire cálido que emanaba por debajo del suelo. Pronto comprendí que aquella habitación debía tratarse de una de esas famosas “Hammams”; una especie de baño oriental donde el agua caliente gotea desde el techo, llenando la circundante atmósfera con amplias cortinas de vicioso vapor.
Yo, por descontado, tendía a rehuírle a este tipo de atenciones, pues, es sabido entre cristianos que los baños calientes son azuzadores del pecado, excitadores de los sentidos y, por lo tanto, procuré hacer cuanto pude por resistirme a mis más lúbricos impulsos.
Me propuse, entonces, que durante el espacio de tiempo que me obligaran a permanecer allí no miraría ni tocaría a ninguna de las dos siervas.
Enseguida, por una de las aledañas salas, apareció Arwa al-Bim.
Iba sin el velo, adornada con dorados brazaletes en los brazos y una túnica transparente; negras y ensortijadas trenzas caían en espiral sobre la perfecta curva de su espalda.
Mudas como estatuas, las sirvientas la contemplaron unos instantes y, tras un gesto de ella, se retiraron hacia uno de los extremos de la pieza.
Apenas pude incorporarme a medias, cuando la chiquilina se detuvo delante de mí.
Una ola de rubor me cubrió por entero el cuerpo; cicatrices, marcas de grilletes, heridas recientes y esa costra negra tan típica de quienes no disponen del tiempo suficiente como para el aseo, pringaban amplias porciones de mi velludo cuerpo.
Sabe Dios que esa noche no me sentía con ánimos de ser visto de cerca por nadie, menos que menos por aquella chiquilina.
Sin decirme una palabra, Arwa al-Bim se dirigió hacia una especie de tocador que había junto a la pileta y comenzó a preparar sales, aceites y perfumados ungüentos.
Luego dio instrucciones en lengua árabe a sus dos siervas y, juntas las tres, haciendo gala de una destreza y benignidad raras en una raza tan reprobable, se propusieron limpiar y recubrir cada herida y resto de mugre.
Me guiaron a una de las salas contiguas.
No pude evitar ceder y terminé dejándome llevar.
Preso de un placentero efecto, a medida que avanzaban con sus cuidados, llegué a jurarme por Cristo que aquella muchacha y sus doncellas debían sin dudas tratarse de alguna especie de hadas benéficas.
Por último peinaron mi cabello y ungieron con pingüe aceite de sándalo mis brazos y piernas.
Quise cruzar palabra con la chiquilina, pero antes de que pudiese hacerlo, se escabulló silenciosa por una de las cortinas y durante el resto de la noche no volví a verla.
4. No habrá transcurrido más de una semana. En ese breve periodo de tiempo, seguí sin tener noticias de Arwa al-Bim.
Todo era demasiado ambiguo, pero el trato de la mujer para con mi persona me hacía sospechar de sus intenciones. Es sabido entre cristianos que el diablo carga a los hijos de Dios de desgracias, con el propósito ulterior de luego librarlos de ellas, tentándolos con la perpetración del pecado.
Y no había dudas: Arwa al-Bim se estaba convirtiendo para mí, durante mis horas secretas, en instigadora de culpa; al caer la noche, su piel cobriza y ojos oscuros me desconcertaban; sentía su lengua viborear entre mis encías, su boca aspirándome hasta lo más hondo, ¡Y yo debía resistirme! Mantener la cabeza fría. Gravar sobre ella mi jurada venganza; obtener una satisfacción luego de tantas dificultades…
Por otro lado, mis nuevas tareas se me hacían fáciles y aburridas; de nuevo, en lo absoluto dignas para un muchacho de mi condición.
Pronto supe por uno de los camelleros de confianza del sarraceno, que la joven estaba a punto de ser prometida en secreto a un mercader tunecino.
Al parecer, aquel hombre era rico y orondo, pero en nada apetecible para el veleidoso temperamento de una adolescente apasionada.
Me dije que quizás ese forzado compromiso acaso explicara el porqué de su ausencia…
Y entonces fue que decidí que había llegado el momento.
Tracé un plan de escape.
En la siguiente sobremesa, volví a consultar a aquel camellero sobre una de las rutas que se extendían por el mediterráneo oriental, al parecer, la más letal de la que se tenía noticia.
Decidí, pues, abrirme camino por ella.
Pero primero necesitaba provisiones y dinero con el cual poder pagar el flete por mar…
5. Ése día, al ponerse el crepúsculo, ágil y rápido crucé el peristilo que llevaba a la vivienda principal, salté la empedrada tapia y trepé a brincos hasta el balcón de la segunda planta.
Arwa al-Bim reposaba distraída en un recamado mueble cubierto de preciosos cojines. La abordé sin preámbulos, amordazándola con la palma de la mano y apretándole el cuello con la hoja de mi daga.
Luego, llevándome un dedo a los labios, la conminé a que guardase silencio.
Me hinqué de rodillas y declamé en fluida lengua árabe:
—¡Oídme bien, doncella! Soy Sir Bleoberis, príncipe trovador, heredero de macedónica fortuna. He atravesado cientos de leguas con el solo propósito de veros. He arriesgado gloria, fortuna y libertad únicamente para confirmar si los rumores acerca de vuestra belleza y delicado porte eran ciertos. Y lo son. Ya desde el primer momento que os crucé, el celestial arrobo de vuestra presencia fue suficiente para trastornarme la razón. ¡Echadle la culpa de este sacrilegio a las circunstancias, al diablo o quizás a la mismísima Providencia, no lo sé! Pero, lo cierto es que desde entonces no he podido quitarme de la cabeza el deseo de haceros mi esposa. ¡Oh, Arwa! Sin ti no soy más que un árbol marchito, sin hojas e incapaz de dar fruto; soy sólo un cuerpo sin alma, una cáscara vacía…
Apenas oyó esta sarta de disparates, la chiquilina mordió un sollozo y me tomó de las manos.
Emocionada, enseguida se levantó el velo hasta la nariz y, para mi sorpresa, mis ojos se clavaron en los suyos con un ardor del que no me creía capaz.
Durante un instante, empecé a sentir los golpes del corazón en todo el cuerpo.
Poseído por el influjo de su belleza y los encantos de la noche, debo reconocer que por un momento dudé sobre mis intenciones…
La gurisa, sin embargo, se creyó al pie de la letra todo lo que dije. Y me sonrío bajando un poco la mirada. Luego, inspiró hondo y arrebatadoramente nos dispensamos lúbricas caricias encima del recamado mueble.
Momentos después procuré ir al meollo del tema:
—Entiendo que vuestro padre ha planeado un futuro en el que yo, joven príncipe y de hiperbórea alcurnia, no soy vuestro esposo, sino que al parecer él os ha prometido a un mercader rico y vulgar. Un simple tunecino. Casi peor que un judío. Por eso, Arwa, os pido que esta noche seáis valiente y escapéis conmigo. Dios no creó nuestros corazones para que estuviesen separados el uno del otro, y esto tú lo sabes bien… Huelga decir que os os prometo riquezas y territorios vastamente superiores a los de él, así como una sucesión infinita de momentos iguales a éste… –volví a declamar, tomándola de la mano y colocándole una flor de jazmín entre los dedos.
—Nazareno, mi Profeta una vez dijo: «La fe tiene más de setenta tallos, el más excelso de ellos es admitir que no hay más dios que Allah, y, el más humilde, el del recato femenino». Y yo, hoy, influida por los encantos de la noche, he profanado este último. Y eso es harâm. ¡Pido perdón a Allah por vuestros pecados y también por los míos! ¡Pido perdón por no haber podido seguir el ejemplo de Fâtimah! Ahora, por favor, partid y no me exijáis más que esta prueba de amor que acabo de concederos…
—¡Ah, doncella, creo que si me amaseis de verdad no hablaríais de esa manera!…
—¡Os amo! ¡Os amo! ¡Os juro que os amo!… Pero mi corazón también está lleno de amor y temor a Allah. ¡Entendedme! Temo volverme perjura ante mi padre; romper los sagrados lazos que me atan a mi tierra y sangre, y caer para siempre en un abismo de infamia…
—Creo que ya es demasiado tarde para eso, Arwa. Ahora no hay mucho que podamos hacer, salvo resignarnos a ser ciegos peones en el tablero de la Providencia –dije, incorporándome y yendo hasta la barandilla del balcón. Luego me di la vuelta y la miré directamente a los ojos–. Venid conmigo, Arwa. Abrazad mi religión. ¡Prometo hacer de ti una reina!… Vamos…, Os espero dentro de una hora en el patio. Nuestros caballos estarán ensillados y embridados… Como parte de vuestra dote, también, os imploro traer en un morral cuantas joyas y dinero podáis. ¡Recordad que os amo, muchacha! –Dije, y antes de desaparecer la besé apretadamente.
6. Durante dos días avanzamos sedientos y sin mayor consuelo que la promesa de nuestro amor por las áridas dunas mesopotámicas.
Pese a no ser hábil para los estribos, Arwa al-Bim procuró ser paciente, tan paciente como una mujer criada en el lujo puede serlo, y por eso le estaré siempre agradecido.
Concluíamos, pues, una jornada entera sin agua hasta que, para nuestra sorpresa, descubrimos enclavado en medio de la arena un fresco palmeral. Munido de una cantimplora, desmonté con el propósito de dar de beber a la gurisa que pronto planeaba vender como esclava en las cercanías de Marruecos.
El sol caía a plomo, vertical, sobre mi frente.
Durante aquel brevísimo intervalo de tiempo, Arwa al-Bim aguardó detrás, con alivio, medio escondida entre las sombras del pequeño palmar.
Juro que de nada tuve consciencia hasta oír los relinchos de su potro.
Luego, apenas me di vuelta, vi al reptil trepando por las anguladas caderas del zaino, clavando sus colmillos en un acto que quizás él percibió como de naturaleza defensiva. Pero se ve que el caballo no tuvo tiempo para verlo de esta manera, pues alzó enseguida sus orejas, sacudió dolorido las crines y disparó al galope.
Tendida en el suelo, en medio del polvo, Arwa al-Bim yacía inconsciente.
De inmediato me dije que donde hay una suelen haber dos y, efectivamente, cercana a los talones de mi potro y al desfallecido cuerpo de la gurisa, reptaba una segunda serpiente, de buen tamaño ésta, que, deslizándose amenazadora, se acercaba por entre la arena y los arbustos.
Desesperado, la rodeé cautelosamente unos instantes, intentando adivinar cuál sería su pretendida víctima –si mi caballo o la chiquilina–, y así poder ajusticiarla conforme iba volando en el aire.
Pero fallé.
El maldito reptil saltó sobre las magulladas costillas de la gurisa, escabulléndosele enseguida dentro de una de las mangas de la túnica.
“¡Ah, Dios mío!”, pensé, “aquella picadura debió haberle llegado a lo más vivo”, pues de inmediato sentí el asqueroso olor del veneno mezclándose con la sangre.
Rápidamente me acerqué y aplasté la cabeza de la víbora.
Luego rajé uno de los extremos de la túnica. Vi que la mordida había sido en el antebrazo. Hice una incisión con forma de cruz sobre ella y traté de chupar la mayor cantidad de veneno posible.
Luego escupí.
Le palmeé las mejillas. La chiquilina seguía inconsciente. La tomé en brazos y la llevé hasta el arroyo. Lavé con cuidado su picadura.
Seguido a nuestra partida, el Éufrates se había secado, y se ve que cantidad de estos bichos perdieron su hábitat natural en medio de los cañaverales.
Se mezclaron, pues, entre los matojos aislados y las tórridas arenas que circundaban las vastedades del desierto. Algunos tuvieron la suerte de encontrar el amparo de uno de estos escasos palmerales.
La subí a grupas de mi potro, delante de mí, recogiendo los estribos hasta los bordes de la silla, y avancé al galope.
Aquel día, más que nunca, Marruecos era mi destino.
Luego, oí un sollozo; primero nervioso e hipante; después, un llanto, bajito, contenido…
Aún sueño con ella. Nunca voy a librarme de ella. Arwa al-Bim. Sueño con ella. Arwa al-Bim. Sueño con ella, muchas veces…

Felipe Villamayor.