(uno).
La conversación de Klaus estaba teñida de frustración y suicidio, pero dejaba entrever hilachas de nostalgia y cariño por su pueblo y amigos: el Pantera, Huevoduro, el Derro y la familia Serebrosky in totum. El viejo Serebrosky era la máxima autoridad carmelitana, un furioso cristiano convertido en diputado radical e incorruptible. También era médico, como el padre de Klaus. Al parecer yo asistía, o resistía, a una invasión de patólogos, semiólogos, ginecólogos y otorrinolaringólogos. Serebrosky era médico general y cirujano y tal confianza se tenía que operaba a sus propias criaturas. La madre Serebrosky vivía en un mundo menos terrenal. Aun criando a sus vástagos, la Serebroskaya tenía una parte considerable de su alma bien situada en una especie de cielo mirífico poblado de ángeles rubios, que entonaban loas reclinados en nubes naranjas y rosas. Los Serebrosky habían sido criados en esa suerte de prensa conformada, por un lado, por un padre que los operaba al tiempo que los adoctrinaba en el amor al Señor y la humanidad, y por el otro, por aquella madre etérea de perspectivas inusuales sobre las cosas. El resultado fue una manada de salvajes salpimentada con dosis de humanitarismo cristiano de las comunidades primitivas al estilo de San Agustín De Hipona. Por ello, todo integrante del pueblo de Carmelo prefería galopar un día entero por un paisaje desolado y bajo un cielo cargado de nubes para luego pernoctar en la Casa Usher, antes que cometer la imprudencia de pasar frente a la Casa Serebrosky un martes de Carnaval.
De los siete hijos había tres que eran los preferidos de Klaus. El alto y delgado José, con sus livianos lentes oscilando en la punta de su larga y tortuosa nariz, un estudiante de medicina dotado de un humor mordaz y una capacidad inusual para destruir en términos filosóficos a su interlocutor sin que éste se diera cuenta. Casi siempre el recurso era un elogio que bien mirado era una afrenta que hubiera derivado en un duelo. Por otra parte, esta destreza era equilibrada por una rara capacidad para justificar cualquier macana, sea una obra de arte penosa o una investigación histórica petulante.
A Octavio, el Aliosha de la familia, al nacer, un pinchazo de una enfermera le había generado un problema en un hueso de la pierna que le hizo acreedor al apodo de Rengo. Eso lo había catapultado a un deseo impetuoso por la perfección de su cuerpo. Estudiaba educación física, se entrenaba y se aplicaba a una dieta rigurosa que, en el caso de compartir un campamento, era insoportable para todos aquellos que no fueran Octavio. Participó en una triatlón internacional y hubiera triunfado si la mala fortuna no rompiera la cadena de la bicicleta. Mas su fuerza de voluntad era nada al lado de su pureza y Octavio empuñaba la guitarra para regalar baladas maravillosas al estilo de C’est la vie. Su manera de estudiar era la siguiente: ponía un disco, levantaba la púa, reproducía a la perfección las notas y volvía a bajar la púa. Estaba dotado de un humor desbordante y una capacidad única para imitar a quienes lo rodearan, incluyendo a Popeye, el Pato Donald y la Mona Chita.
El tercero era Leonardo, apodado El Pintor, quien ya en su tierna adolescencia se había convertido en el maldito del pueblo. La madre de Klaus rechazaba la amistad de su hijo con este sujeto, sentimiento homologado por el resto de las madres carmelitanas. La fama del Pintor me llegaba como si allá afuera, a las orillas del río Uruguay, durmiera el Conde Dracúl en un féretro guardado en el día por miríadas de ratas de dientes afilados. En las grandes ciudades los malditos alcanzan proporciones raquíticas, pero en un pueblo donde nada hay para hacer y todos, desde el cura a la prostituta, están atentos a los demás y se arrancan los ojos a uñazos, y los pezones y penes a dentelladas, en un sitio de esta naturaleza, apenas se destaca un díscolo se deposita en él toda la frustración. El Pintor, según la mitología de aquel lugar, había sido encontrado acariciando las ubres de una yegua; aprovecharía la ocasión en que dos perros masticaron a un anciano para hacer rápidos bocetos; mantuvo una relación sexual inaudita con una adolescente preciosa; fue expulsado del liceo por grabar con el compás en el pupitre mujeres desnudas; atropelló a un hombre en la ruta y no se detuvo; y se declaró a una muchacha honorable en el cementerio del pueblo. Siempre, y he aquí un motivo de sospechas, salía bien librado, como aquella vez en que sentado en el muelle compuesto por una hilera de tablas separadas diez centímetros, se le habían caído, al levantarse, monedas, llaves, cédula, billetes, libreta y lápiz de tal manera que cada cosa rebotó de una tabla a la otra sin caer por las rendijas.
Mas, para una persona ecuánime, todo lo dicho sobre él, salvo la sonada expulsión del liceo, eran habladurías; sin embargo su pintura era una prueba palmaria y evidente de una fuerza siniestra que guiaba su mano, no sólo por la temática sino por la inusual manera de realizarla.
Éste era el personaje del que tanto nos habían hablado. Klaus partió a Carmelo y allí nos esperaría el fin de semana. Ahora, para describiros ese sábado en que con Juan Morgan descendimos de la ONDA en el pueblo de las hazañas tantas veces escuchadas, debemos levantar primero el vuelo para, en el tiempo que nos lleva dar vuelta una página, cruzar mares y continentes hasta llegar a Tailandia.
(dos).
ANTECEDENTES DE UN FIN DE SEMANA INUSUAL:

Numerosos hombrecitos con sombreros de tallo de arroz se agitan en una vasta plantación de marihuana de una variedad tal, que de sólo caminar por esos campos, las sustancias volátiles del tetrahidrocannabinol te llevan a un pegue poderoso del que también disfrutan los demás mamíferos que por allí transitan, y las aves que sobrevuelan y los topos que deambulan bajo tierra. Es la marihuana más radical que esa extensión racional de la naturaleza llamada hombre haya podido crear. El campesino destruye la planta macho apenas la detecta, cosecha la punta florecida de la hembra y luego, con un cuchillo muy sutil, se afeita el sudor mezclado a la resina, lo unta a la yerba prensada y la mete en latas herméticas. El calor hará un buen caldo de tal forma que crecerán hongos, como si naciera un nuevo ser, un fungo que será una mandanga a la enésima potencia. Luego cargan la droga a un barco de nombre Solana Star, que iniciará un alegre viaje a Miami. Mas el destino determinó que a través de sus oscuras formas de investigación, el FBI descubriera que miles de latas con aquella sustancia prodigiosa se dirigían hacia los Estados Unidos y entonces advierte a la prefectura brasileña que el Solana Star se encuentra en sus mares. A través de sus propios medios de información, los narcotraficantes se enteran que sufrirán un abordaje prefecturesco y entonces arrojan al mar la carga y atracan en el puerto más cercano. Llegada a tierra, la tripulación se da a la fuga y cuando la prefectura allana el barco, sólo encuentra al cocinero que había cometido el error de abrir una lata, por lo que, todo, incluyendo un interrogatorio muy exigente, le importó un rábano. Mientras esto sucedía, los pescadores comienzan a levantar con sus redes pulpos y latas a montones y tras ellos van los surfistas y amigos del buceo, lo que genera que la policía sólo pueda capturar un porcentaje ínfimo de aquella mercancía y el resto sea consumido por los alegres habitantes de la costa paulista quienes, además, se dedican a hacer dinero vendiéndola a los habitantes de su país y los limítrofes por lo que, en una de esas avionetas que valientemente transportan drogas a nuestra República, llegan unos cuantos kilos. La vasta red de distribución incluyó al Pollo, un dealer de Klaus, que sin probar la mercancía llevó una dosis a Carmelo para disfrutar de una linda semana de vacaciones con sus amigos. Klaus fue a visitar al Pintor en la casa que oficiaba de consulta de Papá Serebrosky. Lo halló junto a su amigo Huevoduro. Abrió el paquete para mostrar aquel producto negro y aceitoso y acto seguido armó un buen petardo, absorbió una primera dosis de aquel veneno, abrió los ojos como si se le presentara Dios Todopoderoso y se lo pasó a quien tenía al lado sin saber quién era, pues ya estaba emprendiendo un viaje sideral. Así, sin saber lo que hacían, aunque precisamente eso buscaban, se intoxicaron de una manera que es imposible describir, hasta que Huevoduro sufrió un violento ataque y recriminó a sus amigos con palabras tales como “¡Loco, qué me dieron! ¡Loco, SACAME DE ESTE ESTADO!”, algo que en la jerga se conoce como mal viaje. Huevoduro salió corriendo a la calle, lo que asustó a Klaus que aunque drogado, sabía que algo malo podía suceder. El Pintor, confiando en su buena estrella y recostado en la cama, le dijo con voz soñadora: “No pasa naaaaaadaaaaaa”, y acto seguido echó a rodar un disco y mientras las alegres notas salían de aquellos parlantes dirigidas a cuatro oídos alterados, Huevoduro llegaba al hospital del pueblo clamando socorro. Al tiempo que cargaban una jeringa con un matacaballos, hicieron el debido parte policial. El digno reposo de Klaus y el Pintor fue interrumpido por una brigada del orden que al fin podía penetrar en el caserón Serebrosky, de donde salió con dos sujetos esposados y con el resto de la dosis del cáñamo violento.
Klaus se sentía morir, no por la perspectiva carcelaria, sino por el sufrimiento que le generaría a sus padres. El Pintor, que ante la mayoría de la población era un hijo de puta, mintió que él era el propietario de aquella mandanga diabólica. Tomadas la declaraciones, fueron liberados a la espera de la resolución judicial. Caminaron varias cuadras en las que Klaus agradeció infinito el sacrificio de su amigo. Luego se fue cada uno a su casa. Papá Serebrosky, ante los infinitos problemas que debía enfrentar a diario, le restó importancia al asunto, pero los padres de Klaus lo sometieron a un interrogatorio en toda regla. Confesó que sólo por esa vez justo había dado una pitada para ver qué era eso del fumo, pero nunca más tocaría un porro ni volvería a dirigirle la palabra al Pintor. Ahora bien, les recordaba que ya había librado invitaciones a sus amigos montevideanos y precisamente en ese momento, ignorantes de la tormenta que se gestaba sobre el apacible pueblo de Carmelo, Juan Morgan y Kápatax daban enérgicos aldabonazos en la puerta.
(tres).
UN FIN DE SEMANA INUSUAL:
Klaus salió a recibirnos cerrando delicadamente la puerta detrás suyo. Nos dijo que algo jodido había pasado y era imposible darnos alojamiento, aunque deberíamos presentarnos y luego partir a la casa Serebrosky. Entramos, sus padres nos miraron de arriba abajo como si fuéramos asesinos. Intentamos saludar y emprender una conversación como unos pibes normales. En mi caso pude simular algo; para Juan Morgan fue imposible. Quedaron alarmados y se tomaban de la mano como una pareja de ancianos ante una catástrofe inminente. Klaus les dijo que nos llevaría a lo del Pantera, un buen botija al que no le caía bien el Pintor. Eso los tranquilizó y pudimos zafar. Caminamos por el pueblo en tanto Klaus, moviendo los brazos como aspas de molino, nos ponía al tanto de los últimos acontecimientos. Llegamos a la casa Serebrosky. En el garaje, el Pintor preparaba en el piso un lienzo cubriéndolo con yeso. Se irguió para mirarnos a los ojos descubriendo una sonrisa donde se mezclaban calidez y picardía. Tenía la nariz menos simétrica de toda la raza humana, una protuberancia maravillosa que te dejaba hipnotizado.
—Al fin conozco a Juan Morgan y a Kápatax— a lo que contestamos algo de tenor parecido y luego nos mostraron lo que serían nuestros aposentos.
Poblaban la casa esculturas, cuadros, libros y gente. José preparaba un examen con dos compañeros de facultad. Octavio tocaba la guitarra en un living lleno de luz. La desenvuelta hermana menor preparaba un baile y pretendía transformar el garaje en boite. El viejo Serebrosky, el único que trabajaba, atendía a sus pacientes. Un amigo montevideano del Pintor yacía en el sofá disfrutando la guitarra octaviesca, en tanto su novia, una modelo profesional, le acariciaba el cabello. La comunidad se dividió en el acto. El primer grupo estaba conformado por los amigos de José, que aborrecían a los vagos drogadictos que observaban con temor; el otro estaba liderado por el Pintor y seguido de cerca por su amigo Maurice Goldstein, por Octavio, Klaus, la hermana menor, José, Juan Morgan y Kápatax. Por fuera de esos grupos se hallaba el viejo Serebrosky, muy interesado en el debate filosófico con el grupo de los herejes, aunque pretendía imponerles el modelo del primer grupo, que en rigor no le interesaba en absoluto, pero al menos no eran el lado oscuro de la fuerza. Junto al viejo Serebrosky se hallaba la modelo que no se supo qué opinaba sobre todo lo que debatiríamos. Era una mina astuta, pues había que saber muy bien lo que se decía para intervenir ante aquellas gentes que al menor descuido te masacraban. El ambiente era similar al de las asambleas gremiales, salvo que los temas eran más elevados y los participantes más originales, y en suma, no sólo la verdad, sino también el humor estaban colocados en los sitiales de privilegio. Pero saltaba a la vista una diferencia destacable con la gente de izquierda: además de hablar, a los amiguitos del pintor les gustaba hacer y así fue como decidimos una excursión a la Isla Sola.
Arribamos a un monte en medio del río que tenía una particularidad, mucho tiempo atrás alguien que ahora miraba las lechugas desde abajo había construido una fuente adornada con mosaicos. Eso no tenía nada de extraño, pero encontrarse con una piscina majestuosa venida del Magreb en plena selva tenía todas las trazas de una ruina romántica. Era el lugar ideal para fumarse un cohete tailandés, que para nada era sedante, sino mas bien alucinógeno para los seres humanos. Ahora bien, el efecto sobre las otras bestias era impredecible pero fácilmente comprobable. La pura verdad es que el nombre de Isla Sola era un horrendo tributo al egocentrismo del Homo Sapiens, pues aquella porción de tierra estaba poblada por mosquitos asesinos que habían desarrollado una fortaleza inusitada, resultado de traspasar, en búsqueda de sangre, la dura coraza de mulitas, lagartos y viejas del agua. La existencia de aquella rara especie mosquital era razón suficiente para que ningún yogui masoquista pretendiera habitar lo que, exceptuando esa presencia, hubiera constituido un paraíso. Mas el problema no era sólo que nos encontrábamos frente a un enjambre despiadado de insectos hambrientos y asesinos del tamaño de picaflores, sino que el tailandés había operado siniestros efectos en un animalejo de cerebro disminuido. No sufrieron una sobredosis, sufrieron una paliza de drogas y al igual que Huevoduro, preguntaron ¿Qué me dieron? y luego, exclamaron recto y claro en su lenguaje emitido a través de sus odiosas trompetitas ¡SACAME DE ESTE ESTADO! y como no teníamos ningún antídoto, y como no podían apelar a médicos ni comisarios, se dedicaron a castigarnos, es decir, a violarnos como nunca antes alguien violó a nadie, así que nuestro romántico viaje a las ruinas isleñas se convirtió, primero, en una alarma ante el zumbido de esos odiosos aeroplanos que se abalanzaban sobre nosotros, y luego, en un despiadado auto castigo propinado con sonoras bofetadas que nos dábamos para intentar masacrar a un enemigo que nos superaba en número. Volvimos gritando, con los rostros y las camisas ensangrentadas y pegoteadas con los cadáveres de insectos. De forma atropellada agarramos las canoas y remamos como deben hacerlo los oligofrénicos, sin ritmo ni compás, pues debíamos acudir a salvar nuestro propio pellejo a bofetadas en tanto los demás gritaban ¡¡¡REMÁÁREMÁÁ!!!
Toda cosa horrible tiene su fin, inclusive una violación horrenda y sistemática, así que con un pegue a medio camino entre el tailandés y las dosis de veneno que nos inocularon aquellos avechuchos, pasamos a una fase más bucólica de nuestra aventura, hasta que chocamos con una boya que indicaba que allí había un palangre. Nos detuvimos para determinar nuestro grado de impunidad y ante mínimas voces de protesta que fueron acalladas, decidimos alzar la línea para apoderarnos de un surubí considerable. Se objetó el carácter moral de nuestra acción, pero el Pintor argumentó que agarrar un pescado ajeno para comer no era robo, mas desembarcamos como criminales que escondían su derecho inobjetable. El sol describió una parábola en el horizonte hasta hundirse más allá del río como una inmensa medalla naranja que lanzaba sus rayos pintando las nubes, antes de ser cubiertas por la noche que como un manto negro descendió sobre Sudamérica. En la casa Serebrosky, esto fue interpretado como una orden natural para cocinar el surubí raptado. La cena transcurrió como todo en aquel grupo, de forma caótica. En vez de dedicarnos a disfrutar como Epicuro el manjar que teníamos ante nosotros, lo agriamos, o mejor dicho, lo agrié, desafiando al viejo Serebrosky, que afirmaba las virtudes obvias del cristianismo, por lo que entablamos una discusión acerca del nefasto rol de la Iglesia en su persecución a los científicos. Aquí mi contradictor puso en juego toda su elocuencia y agresividad para negar este mito. La realidad no era esa sino precisamente la contraria: la Iglesia había inspirado a los grandes científicos. Intentamos refutarlo, pero se tornaba cada vez más violento y monopolizaba la palabra y por último, y hete aquí su error, argumentó que la nuestra era una posición nublada por la falta de experiencia: las mejores obras eran resultado del paso del tiempo, la llegada de la madurez. Quien así elogiaba el paso de los años para fundamentar su verdad, era un hombre que cargaba una mochila de años sobre su espalda, reeditando la lógica del filósofo Platón, que abogaba por una República dirigida por filósofos. Que la Iglesia quemara telescopios y gentes, tenían sin cuidado, al parecer, al sector pictórico del grupo, pero cuando se objetó el poder pujante de la juventud, Goldstein argumentó que la mejor obra de Lautréamont, Rimbaud y Baudelaire, e inclusive la única, era resultado de su juventud y que tipos como Picasso jamás superaron la belleza de su primeras obras. El viejo Serebrosky se revolvió en su butaca y con el índice en alto descargó su ira sobre el nuevo hereje. Ahora la discusión se había descarrilado y multitud de diálogos se cruzaban por encima de la mesa y por sobre los restos del cadáver de surubí. Aquello parecía el momento exacto en que Da Vinci había retratado al galileo en el momento que informaba que uno de los suyos lo traicionaría. Cuando la calma retornó y el viejo Serebrosky volvió a aleccionarnos desde el púlpito, a su diestra, el Pintor hacía la mímica de una masturbación. Nada había dicho y con ese gesto dejaba sentado su punto de vista. Al volver a nuestros aposentos le hablé a Morgan del debate signado por insultos jeremíacos y amenazas veladas. Su respuesta fue que El Pintor era un personaje fascinante.
Me levanté temprano. En el patio donde transcurrió el banquete apocalíptico el ser fascinante desplegaba su magia sobre el bastidor. Se movía con velocidad inusitada para que aparecieran primero los cascos de un caballo y al instante el animal entero, creado de abajo hacia arriba, pero luego otra figura comenzaba a cubrirlo hasta que quedaba sólo la cabeza, que luego se perdía definitivamente sepultada por una nueva oleada de lava pictórica. Entonces aparecían tigres y animales mitológicos que miraban al espectador como sorprendidos. Ahora me encontraba frente a un templo donde esculturas vivientes se retorcían. Asistía al ritual de una religión desconocida, donde las sacerdotisas eran mujeres voluptuosas de ojos de jaguar y algo tortuoso y a la vez sagrado se manifestaba. Pero ese paisaje maravilloso, esa religión que hubiese abrazado con toda el alma, fue borrada de igual forma que fueron destruidas las esculturas paganas por el martillo de la Iglesia y otra cosa fantástica, un caos despiadado conjurado por las manos enchastradas que se movían en una danza demente sobre la tela, aparecieron ante nosotros, mas el Pintor, tras evaluar unos segundos, cubrió todo con gruesas pinceladas desganadas, como a una pobre caricatura de su ideal ¿Cuánto tendría yo mismo que sufrir y luchar antes de encontrarme con una obra que no aborreciera? El Pintor y Morgan, que estrujaba papeles arrojándolos al bote de basura, me enseñaban algo que de ninguna otra manera aprendería. ¿No sería aquella una lucha eterna? ¿No tragaba el mundo en un largo bostezo toda la maravilla que creara el artista? Recordé un cuento que Trotsky gustaba hacerle a su mujer en el exilio. En el siglo XVII, un pope declarado hereje fue enviado a Siberia con su esposa. Tropezando en la nieve, exhausta, ella le dice:
—Oh, Patriarca, ¿Cuánto más se prolongará este sufrimiento?
—Hasta el mismo día de nuestra muerte.
—Entonces sigamos el camino.
Mas esta realidad, esta apariencia de la verdad, no me satisfacía, como no había satisfecho al Pintor cuando destruyó lo que yo creía una maravilla. Debíamos levantarnos una y otra vez de la nieve para seguir en la búsqueda de algo tan poderoso, que si el mundo decidiera devorarlo sería corroído por dentro. Sólo era cuestión de dar con el lugar y la fórmula. Recién me ponía a caminar y estaba muy lejos, como si el espacio se confundiera con el tiempo.
Marcelo Marchese.