«Escritos de un viejo verde» de Charles Bukowski #1


March 1981, Los Angeles, California, USA — American Writer Charles Bukowski — Image by ?? Fabian Cevallos/CORBIS SYGMA

En todas partes nos aferramos a las paredes del mundo, y en lo más profundo de la resaca, pienso en dos amigos que me aconsejaron varios métodos de suicidio. ¿Qué mejor prueba de amorosa camaradería? Uno de mis amigos tiene cicatrices de hojas de afeitar en todo el brazo izquierdo. El otro se mete píldoras a montones en una masa de barba negra. Los dos escriben poesía. Hay algo en eso de escribir poesía que lleva a un hombre al borde del abismo. Sin embargo, es probable que los tres vivamos hasta los noventa. ¿Te imaginas el mundo del 2010 d.C? Por supuesto, su aspecto dependerá en gran parte de lo que se haga con la Bomba. Supongo que los hombres seguirán comiendo huevos para desayunar, tendrán problemas sexuales, escribirán poesía. Se suicidarán.

Creo que la última vez que intenté suicidarme fue en 1954. Vivía en la tercera planta de un edificio de apartamentos de la Avenida Mariposa N. cerré todas las ventanas y abrí las espitas del horno y de los fogones, sin encenderlas, por supuesto. Luego me tumbé en la cama. El gas al escapar sin prenderse hace como un silbido muy suave. Me quedé dormido. Habría resultado, de no ser que al inhalar el gas me vino tal dolor de cabeza que me desperté. Me levanté de la cama, riendo, y diciendo, «¡Maldito imbécil, tú no quieres matarte!» Apagué el gas y abrí las ventanas. Y seguí riéndome, me parecía una broma muy divertida. Y en fin, menos mal que no funcionaba el automático del termo, porque si no aquella llamita me hubiese sacado de modo explosivo de mi linda temporada en el infierno.

Unos años antes, desperté de una semana de borrachera decidido a matarme. Estaba cobijado con un bombón por entonces, y no trabajaba. Se me había terminado el dinero, debía el alquiler, y aunque hubiera podido encontrar algún tipo de trabajo esporádico, eso no me habría parecido más que otra forma de muerte. Decidí matarme en cuanto ella se fuese del cuarto. Entretanto, salí a la calle, con cierta curiosidad, no mucha, por saber qué día era. En nuestras borracheras, días y noches se mezclaban. Bebíamos y hacíamos el amor continuamente, sólo era cerca del mediodía y bajé la cuesta a enterarme qué día era en el quiosco de la esquina. Viernes, decía el periódico. Bueno, el viernes era un día tan bueno como cualquier otro. Luego vi el titular. PRIMO DE MILTON BERLE ALCANZADO EN LA CABEZA POR PIEDRA DESPRENDIDA. En fin, ¿Cómo demonios vas a suicidarte cuando escriben titulares como ése? Agarré un diario y volví con él. «¿Sabes lo que pasó?» pregunté. «¿Qué?» dijo ella. «Al primo de Milton Berle le cayó una piedra en la cabeza». «¿Es en serio?» «En serio». «¿Y qué clase de piedra sería?» «Creo que era de esas redondas, lisas y amarillas». «Sí, eso creo yo también», «¿De qué color tiene los ojos el primo de Milton Berle?» «Supongo que una especie de marrón, un marrón, un marrón muy claro», «Ojos marrón claro, piedra amarillo claro». «¡CLUNK!” «Sí, ¡CLUNK!» salí y compré un par de botellas y pasamos un día magnífico, pese a todo. Creo que el periódico de aquel titular de aquel día se llamaba algo así como “The Express” o “The Evening Herald”. No estoy seguro. De todos modos, quiero darle las gracias al periódico que fuese y también al primo de Milton Berle y a aquella piedra redonda, amarilla y lisa.

En fin, dado que el tema parece ser suicidio, recuerdo una vez que estaba trabajando en los muelles, solíamos almorzar en aquellos muelles de San Francisco con los pies colgando del borde. Bueno, un día estaba yo sentado allí y el tipo de al lado se quita los zapatos y las medias, los coloca cuidadosamente al lado. Estaba sentado junto a mí. Luego oí el chapoteo y allá abajo estaba, fue muy extraño, gritó «¡SOCORRO! justo antes de que su cabeza tocara el agua. Luego hubo sólo un breve braceo, nada del otro mundo, y yo no sentía gran cosa, me limitaba a mirar aquellas burbujas de aire que subían, luego se acercó corriendo un hombre y empezó a gritarme , «¡HAY QUE HACER ALGO! ¡QUIERE SUICIDARSE!» «¿Qué mierda quieres que haga?» «¡Conseguir una cuerda, tirarle una cuerda o algo!» me levanté de un salto y corrí a la cabaña donde un viejo envolvía paquetes y cajas de cartón. «¡DAME UNA CUERDA!» él me miró sin decir nada. «¡MALDITA SEA, DAME UNA CUERDA. HAY UN HOMBRE AHOGÁNDOSE. QUIERO ECHARLE UNA CUERDA!»,

El viejo dio la vuelta y cogió algo que me entregó. Lo entregó agarrado con dos dedos. Era un pedacito de cuerda blanca, reseca. «¡MALDITO HIJO DE PUTA!» le grité.

Por entonces, ya un joven se había quitado todo menos los calzoncillos y se había tirado al agua y había sacado a nuestro suicida. Al chico le dieron el resto del día libre sin descontarle nada. Nuestro suicida pretendía haberse caído por accidente. Pero no podía explicar lo de quitarse los zapatos y las medias. Nunca volví a verlo. Puede que completara su turno aquella noche. Nunca puedes saber lo que atribula a un hombre. Incluso cosas triviales pueden resultar terribles si entras en un determinado estado mental. Y el peor cansancio de pesar/miedo/penuria de todos es el no poder explicar ni entender ni aclarar siquiera. Simplemente pesa sobre uno como una losa de metal laminado y no hay modo de quitársela de encima. Ni siquiera por veinticinco dólares la hora. Lo sé. ¿Suicidio? El suicidio parece incomprensible a menos que uno mismo esté pensando en ello. No hay que pertenecer al Sindicato de Poetas para unirse al club.

Vivía yo de joven en aquel hotelucho barato y mi amigo era un hombre mayor, un ex presidiario, cuyo trabajo consistía en hurgar en las tripas de las máquinas de hacer caramelos. No parece mucho para vivir de ello, ¿Verdad? El caso es que bebíamos juntos algunas noches y él parecía un buen tipo, una especie de gran muchacho de cuarenta y cinco años, tranquilo y despreocupado, sin ninguna malicia. Lou se llamaba. Había trabajado en las minas de diamantes. Nariz de halcón. Grandes manos deformes, zapatos en chancleta, despeinado, no tan bueno como yo con las señoras… Por entonces. En fin, lo cierto es que perdió un día de trabajo por el trago y los peces gordos del caramelo le echaron. Vino y me lo explicó. Le dije que no se preocupase: en realidad, el trabajo lo único que hace es robarle a un hombre magníficas horas. No pareció impresionarle mucho mi material casero y se fue. Bajé hasta su puerta unas dos horas después a sacarle un par de cigarros. No contestó a la llamada, así que supuse que estaría allí dentro borracho. Empujé la puerta y se abrió. Allí estaba en la cama, con las hornallas de gas abiertas. Estoy seguro de que la Compañía de Gas del Sur de California sencillamente no sabe a cuánta gente sirve. En fin, abrí las ventanas y apagué el horno de gas y el calentador. No tenía cocina, era sólo un ex presidiario que había perdido el trabajo de hurgar en las entrañas de máquinas de caramelos por haber faltado un día. El jefe me dice que soy el mejor obrero que ha tenido. Lo malo es que falto demasiado… Dos días el mes pasado. Me dijo que si faltaba otro día, se terminó.

¡Tu puta madre!

¿Qué?

¡Tu puta madre, cómo vuelvas a hacer esto, te corro a patadas en el culo por toda la ciudad!

―¡Oh, Ski, ME SALVASTE LA VIDA! ¡TE DEBO LA VIDA! ¡ME SALVASTE LA VIDA!

Siguió con su cantico de «Me salvaste la vida!» durante unas dos semanas de borrachera. Se lanzaba sobre mi novia con aquella nariz ganchuda, ponía su gran mano deforme sobre la mano de ella, o peor aún, en la rodilla, y decía, «Sí, este jodido hijoputa me salvó la VIDA SABÍAS?»

Me lo contaste varias veces, Lou.

¡SÍ, ÉL ME SALVÓ LA VIDA!

Dos días después, se fue. Dejando a deber dos semanas de alquiler.  Nunca volví a verlo.

Esto ha sido una especie de resaca, pero hablar de suicidio evita cometerlo. ¿O no? Estoy terminando mi última cerveza y mi radio en el suelo toca música de Japón. Acaba de sonar el teléfono. Algún borracho. Conferencia. De Nueva York. «Escucha, amigo, mientras saquen a relucir un Bukowski cada cincuenta años, lo conseguiré». Me permitió complicarme a mí mismo en esto, manipularlo a mi favor, porque tengo los cielos tristes azul oscuro, la melancólica fiebre azulada. «¿Recuerdas qué borracheras nos poníamos, amigo?” pregunta, «Sí, recuerdo», «¿Qué haces ahora, aún escribes?» «Sí, en este momento estoy escribiendo sobre el suicidio». «¿Suicidio?» «Sí, es para una columna, bueno, ya sabes, una nueva revista que está empezando, A CONTRAPELO”. «¿Publicarán lo del suicidio?» «No sé». Hablamos un rato y luego colgó. Una resaca. Una columna, recuerdo aquella canción que cantaban cuando era niño, LUNES TRISTE. Era en Hungría, creo, y siempre que tocaban LUNES TRISTE alguien decidía suicidarse. Por fin prohibieron que se tocara la canción. Pero están tocando algo ahí en el suelo en mi radio que suena igual de mal. Si no ves esta columna la próxima semana puede que no sea por causa del tema. Entretanto, no sé si liquidar a Coates o Weinstock.

Charles Bukowski.


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