Las confesiones del Señor Schmidt


Hay escritores y guionistas que suelen utilizar el concepto de arquetipo para agrupar en categorías predeterminadas a personajes propios y ajenos. Esta categorización, se da en función de su personalidad y comportamientos. Son rasgos que todos conocemos, que podemos ver en nosotros o en alguien que se nos haya cruzado alguna vez. Por eso, se suelen decir que son universales, porque son reconocibles por cualquiera en cualquier lugar. Y claro, son efectivos, porque es fácil ponerse en el lugar de alguien a quien podemos sacarle la ficha rápido. Como es común decir en estos días: es más fácil lograr la empatía.

A menudo, no hay problemas en crear personajes así. El problema es que solo con esto no es suficiente. La virtud del autor se debe medir en encontrar un detalle, un conflicto único que sobre salga de lo normal y haga del personaje algo más que un tipo común y corriente. De lo contrario, morirá en el mar del cliché o peor aún, en el olvido. El desafío está en saber contar las penas propias y únicas en un personaje que podríamos ser cualquiera de nosotros.

El señor Schmidt, resume a la perfección esto. En pocas pinceladas se los presento: un hombre en sus sesentas, casado hace cuarenta y dos años y recién jubilado. Su trabajo fue administrar una aseguradora de vida local medianamente exitosa. Su retiro es la chispa que enciende este cóctel molotov existencial que estalla en su rutina vacía y aburrida. En la fiesta de su retiro todo es camaradería y protocolo. Chistes de salón, decoración de colores opacos en una sala multiusos de un hotel. Lo más alocado en esta fiesta con tintes de velorio es el discurso de su mejor amigo que toma la palabra para proponer un brindis. El discurso termina así: “si un hombre puede mirar atrás y ver que ha hecho bien su trabajo, entonces podrá jubilarse tranquilo y disfrutar de ciertas riquezas más allá de lo económico. A las nuevas generaciones les digo: aquí tienen a un hombre rico.” Todos aplauden. Warren sonríe y comienza a intuir que lo peor está por llegar.

Lo peor está por llegar, pero no llega. Lo malo parece ser inminente pero no hay nada malo. La seguridad social y las comodidades de la clase media blindan a Warren de todo peligro. El estado de bienestar funciona y es entonces que lo cotidiano se vuelve ominoso y la tranquilidad algo desesperante. A Raymond Carver, le gustaba decir siempre que para que un relato funcionase en serio debía haber en él un «leve aire de amenaza, una sensación de que algo inminente está por ocurrir en cualquier momento…». Debo confesar que ver a Jack Nicholson en este papel me hacía pensar que algo sorprendente (en el sentido más hollywoodense de la palabra) sucedería. Pero no. Nada extraordinario pasa y esa es la mayor tragedia. Y bien sabemos que la comedia es igual a la tragedia, pero extendida en el tiempo. Este filme, es una comedia de esas existenciales, que raya en la comedia negra y que sabe mantener su tono y esto es algo que se agradece.

Warren hace zapping desde la comodidad de su sillón reclinable y con el control en la mano. Canal que va, canal que viene y en el medio hay una publicidad que muestra a niños en África pasándola mal… muy mal. Primeros planos de lágrimas corriendo por mejillas sucias y una voz que golpea bajo en la moral del espectador. El anuncio pide por la ayuda del televidente. La suplica. Ofrece apadrinar a un niño africano por la módica suma de veintidós dólares mensuales. Esto cala en Warren como una epifanía, así que agarra su teléfono y llama.

La vida sigue, los días pasan y por el correo llega un sobre de una organización de caridad. Dentro, hay muchos folletos, pero lo más importante es una carta de agradecimiento y presentación de Ndugu Umbo, el niño apadrinado por el sr. Schmidt. Además, se le pide que más allá del aporte mensual, que permite que Ndugu vaya a la escuela y se alimente, escriba una carta con información personal para que el pobre niño sepa quién es el generoso señor detrás de las donaciones. Warren empieza a escribir. La carta comienza con generalidades: nombre, edad, profesión, dónde vive y termina con confesiones que hasta entonces estaban guardadas; cada vez conoce menos a su mujer, odia al nuevo jovencito que lo reemplazó en su trabajo, le teme al paso del tiempo y el envejecimiento y un largo etcétera de quejas y disconformidades. Las cartas son una buena herramienta para estructurar la historia, acompañan durante toda la película y es un formato narrativo que funciona. Hay que reconocer que no se cayó en la tentación de usar este recurso para contar lo que no se pudo de otra forma.

Todo va de mal en peor. Culebrones familiares, problemas con su hija, actitudes infantiles y patéticos por parte de Warren… todo queda escrito, todo viaja mes a mes a Tanzania junto con el cheque. Las cartas a Ndugu Umbo son sesiones terapéuticas. No importa tanto el receptor, sino el escribir sus confesiones. Las cartas siguen hasta que Warren toca fondo. Su vida es un desastre. En este momento llega la carta inesperada y el remitente es nada más y nada menos que de una monja misionera que escribe por ella y por Ndugu. Ambos le agradecen y lo acompañan en el sentimiento. Han seguido en detalle las desgracias de este pobre hombre. Pero adjunta a la carta hay algo más (que me reservo para no caer en el spoiler) que logra redimir al personaje, que nos despierta preguntas y que nos hace ver al desdichado en su clímax. Las lágrimas estallan y parecen ser una cura para las cicatrices del tiempo.

La película es del año 2002 y fue adquirida recientemente por Amazon Prime. Una comedia para aquellos que le gusta lo incómodo, el absurdo y Jack Nicholson.

Dirigida por Alexander Payne. Guion de Jim Taylor y Alexander Payne. Basado en el libro About Schmidt de Louis Begley. Con Jack Nicholson, Kathy Bates, Hope Davis, Dermot Mulroney.

Rodríguez Luterotti.


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