(uno).
Jean Ñogor tuvo un sueño donde erraba en un monte con espinas agudas como arrepentimientos. Mas el sueño son dados con los huesos del día, que en sus lados contienen letras desconocidas. Jean Ñogor se encontró a la vera de un río, sinuoso y brillante como una serpiente y una voz le hablaba:
“Escucha, debo hablarte de los tres nacimientos.
El primer nacimiento es el día en que los padres elijen tu nombre. En las palabras de tu nombre anidan tus virtudes. Un nombre soñado fue parido, pues primero existes como idea.
El segundo nacimiento es el día en que dos cuerpos forjan un tercero. Uno más uno es tres, el único número verdadero.
El tercer nacimiento es el día que irrumpes a este mundo y una operación quirúrgica sepulta el ritual mágico.
¿Sabías que el latido de la criatura repica al compás del corazón de la madre?
Como un tambor resonaban las palabras de tu madre. El hombre no sabe lo que sabe y es sabio al decir ‘lengua materna‘. En sus brazos bebías de tu madre y sus palabras te abrazaban y abrazaban tu lengua.
Ahora, nombre es destino, pues un nombre es una idea que quiere manifestarse. Afrodita, afro dita, pues viene de África, y Hada y Todo. Tu nombre es lo que quieres que sean tus nombres, pues la palabra, si fuera una piedra, sería una piedra que alguien ha arrojado, si fuera agua, sería agua de lluvia o un río, si fuera fuego, sería un fuego que devora para vivir.
Cuando veas el fuego latir en la madera, conocerás el nombre de las cosas. La mentira son palabras que te alejan de la cosa, mas la verdad y lo que nombra es una misma cosa. No hay un rodear, no hay una puerta para abrir, no hay un sitio donde entrar. Sólo se sabe desde el centro mismo de las cosas.
El río corre por su cauce, sangre en las venas de la tierra ¿Quién eres? ¿Si el monte y el cielo se derraman en tus ojos, cuál es la frontera de tu mente?
Gira el gozne del mundo. La noche arrastra su capa por la tierra. El árbol es nuestro hermano mayor. El ave vuela como un presentimiento.»
(dos).
En un rancho de adobe y techo de paja, tres mujeres se encuentran reunidas frente a un fuego. Una hace un muñeco de trapo, otra teje una red y la tercera revuelve una olla. El fuego de la estufa proyecta las sombras que danzan en la pared.
—¿Y la vez que el maldito denigró públicamente al buen Zoilo? Avanzaba en su carro y entraba al pueblo cuando el cuadrúpedo se desplomó y Zoilo, conociendo las mañas del animal, le pegó cuatro o cinco latigazos y entonces apareció Jean Ñogor, le quitó el látigo y lo dejó a Zoilo hecho una llaga. El hijo de Zoilo bajó del carro, se abrazó a las rodillas de Jean Ñogor y le suplicó que dejara a su papaíto. Ahí soltó el látigo, le dijo algo al oído del Zoilo y se marchó hendiendo la multitud como la proa de un barco que hiende la espuma del mar.
Así habló la que hacía un muñeco de trapo.
—Para mí fue peor cuando los ladrones fueron desfigurados por sus perros y no hizo nada por impedirlo. Habían entrado por una oveja y él les mandó esos lobos que tiene y que no se sabe de dónde sacó. Pero eso no es nada, mientras los masticaban, Jean Ñogor se dedicó a hacer bocetos y luego, esos bocetos sirvieron para su tríptico sobre el Infierno, que expuso con toda impunidad en la Escuela del Pueblo. Uno de los ladrones quedó manco, el otro quedó rengo y el tercero perdió un ojo, pero nadie le dijo nada al Señor Jean Ñogor.
Así habló la que tejía la red.
—El colmo para mí fue cuando se le declaró a la Mariana en el cementerio del pueblo ¿Cómo se le ocurre a alguien llevar a una chiquilina a un cementerio para declararle su amor? Dice la Mariana que nunca le habían dicho cosas tan bonitas y que desde ese día le cambió la visión de las cosas, pero hizo muy bien en rechazarlo, un poco seducida y un poco espantada.
Así habló la que revolvía la olla.
—Es que espanta.
—Es que seduce.
—Es que es flor de hijo de puta.
—Que se le seque la tierra.
—Que su lengua sea como el mármol.
—Que pierda los ojos y palpe el desierto en la oscuridad.
—Que se le quemen sus cuadros.
—Que no pueda olvidar.
—Que la gente se encierre en sus casas al verlo.
—Que nadie más lo nombre.
—Que arrojen cenizas y escupan en su cena.
—Que el agua que beba se convierta en sangre.
Cuando el fuego consumió la madera, las tres mujeres se perdieron en la bruma.
Jean Ñogor se revolvía inquieto entre las sábanas sin poder conciliar el sueño.
(tres).
Jean Ñogor tomó el pincel para ejecutar el retrato conjetural de Mark Planey y apenas enarcó la primera pincelada, sonó ¡el puto teléfono!:
—¿Quién carajos habla? —¡Soy yo, boludo! —Con haber escrito un poema alcanzaba. Hiciste sonar ese timbre ¡La puta carretera al infierno! —¿Vas a venir o no? —¿Hay caballos? —Sí. —¿Llevo carne? —Traé. —Hay un problema.
—Todo vos es un problema.
—¿En qué anda Saturno?
—En lucha con Scorpio, pero Sagitario tensa el arco y Leo ruge e incendia la alborada.
—Vamos.
—Traelo.
Jean Ñogor bajó las escaleras. Jean Ñogor encendió el auto. Jean Ñogor cruzó la ciudad en lo que lleva atarse un zapato y Jean Ñogor aporreó la puerta de Juan Camino y Juan Camino se apareció por el largo pasillo ataviado con una sábana.
La luna se proyectó sobre su pierna desnuda.
—¿Qué estás haciendo?
—¡No me toques! ¡Estoy muy excitado!
—Mark Planey nos llamó.
—Es que estoy con una chiquilina y…
—Mentile. Igual no te va a creer.
Juan Camino se perdió por el largo pasillo. Su sábana parecían alas.
Volvió corriendo, con un horrible par de botas puestas y un sombrero con una pluma luminosa. Un puñal se clavó en la puerta entre Jean Ñogor y Juan Camino. Juan Camino sonrió para mostrar su diente de plata.
—Esto nos viene fenómeno– dijo Jean Ñogor, y con gran esfuerzo extirpó el puñal de la puerta y se zambulleron al auto.
—¿Dónde queda?
—Ya veremos ¡Huyamos!
—¿Tenés hierbajo loco?
—Poné este disco ahí… ¡Ahí no! ¡Me vas a hacer chocar como la otra vez!
Entonces se escuchó al viejo Ray que vino a decir que Dios existe y es Negro. «Unchain My Heart» fue Montevideo. «I’ve got a Woman» fue Canelones. Ave María fue Maldonado.
—¿Y ahora?
—Al norte.
—¡Qué lindo lugar! ¿Cómo se llama? ¡Ahhhhhhhhhhhggggg! ¡¡¡Pueblo Edén!!!
—¿No se puede hablar en serio?
Tumbos. Hombros con hombros. Cabezas contra el techo. Más tumbos. Un zorro cruzó y se detuvo a mirarlos pasar.
—Es por allá.
Llegaron a una tranquera sospechosamente blanca.
—Demasiado prolijo para nosotros ¡Ñogor! ¡Nos volvemos!
—No prejuzgues. Mark Planey te va a gustar.
Caballos ceremoniosos abrieron las tranqueras y los condujeron a una casa sobre la roca.
Una puerta se abrió.
Una puerta se cerró.
Imperios, cayeron.
Selvas negras, florecieron.
Mark Planey se acercó cubriendo las estrellas.
—Ésta es mi morada, con tilde en la É.
—La palabra hiende la vida.
—La vida es una proa en un mar sombrío.
—El mar es nuestros sueños y esta noche y Patria.
—Comencemos.
—Sea el fuego– y el fuego sonrió.
—Sea el metal– y el metal centelleó como la piedra bajo el casco.
—Sea la saeta– y Mark Planey entrelazó sus dedos en la guitarra y su canción fluía como la sangre de una vena herida que corrió por las quebradas, saltó por las espinas, y como serpiente llegó a tu cama cuando soñabas despierta.
(cuatro).
Jean Ñogor subió el bendito último escalón de su maldito apartamento y se tiró sobre el sofá a llorar desconsoladamente.
Todo era una puta mierda, pero recordó que en la alacena tenía una botella de whisky que le había escondido a sus hijos, esos malditos, y agarró y sin hielo ni mariconadas, se mandó un largo y homérico trago que lo centró nuevamente en la vida.
¡Ya van a ver! ¡Hijos de puta! Se dijo el héroe de la literatura nacional.
Luego de esta bravuconada que rebotó en las paredes de su bóveda craneal, quiero decir, de su cuarto, fue y se sentó como todos los otros primates del planeta ante su computadora.
¡Qué gustos más complejos e idiotas tenía Jean Ñogor!
Primero escuchó el segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven, y hubiera querido gritarle al mundo que nada más noble que Beethoven pudo haber existido jamás. Luego pasó a escuchar «Paisaje«, de Gilda, y olvidando lo que había afirmado previamente, juró que nada podía haber más auténtico en el mundo que Gilda. Luego, Youtube lo derivó a una canción de Ricky Martin, llamada «Pégate«, y pensó que era La Revolución, y aunque Ricky Martin estuviera vendido al Diablo, de seguro igual era un gran tipo por esa canción maravillosa.
Youtube le rompió el Feng Shui con un puto mensaje del Coronavirus.
¡Se calentó!
Primero que nada, otra viaraza de whisky.
¿Por qué diablos no estaba con Juan Camino y Mark Planey escuchando las maravillosas canciones de Mark Planey en medio de aquellas sierras?
En fin, lo que no fue, no fue y chau pinela ¡Qué tanto llorar la milonga! ¡Qué Gardel ni ocho cuartos!
Jean Ñogor no tenía el menor reparo en reconocer su más profundo fracaso. Se apoyaba en la pared y poco a poco, como una especie de ameba, se iba deslizando al piso hasta convertirse en una cucaracha.
Recordó un poema que hablaba de eso ¿Cómo carajo se llamaba aquel poeta? ¡Con lo que le hubiera gustado leerlo de nuevo, ese poeta tan valiente, cien mil veces más valiente que Jean Ñogor, pues le importaba un rábano reconocer su más profunda derrota! ¡Ese era un macho de verdad!
Bueno, no había cómo acordarse. No Importa ¿En qué andábamos?
Contesta el Gran Espíritu:
—Estabas hablando de las andanzas de tu estúpido héroe que, sin embargo, inaugurará un nuevo tiempo, siempre y cuando no te enchalequen primero.
—¿Tan importante son Las Singulares Aventuras de Jean Ñogor?
—Sí, Hijo de una gran puta, el Gran Espíritu dice que sigas con tu cuento, pues tu cuento, en tanto se cuenta, hace funcionar al mundo de mierda.
—Pero yo estoy en contra del mundo de mierda.
—Hijo de una gran puta ¿Vas a seguir tu cuento o no?
—Bueno, pero voy a escribir lo que se me dé la putísima gana.
—Sí, Jean Ñogor, el Gran Espíritu espera tu mensaje.
Bien, te venía contando que aquí andaba abrazado a una botella de whisky en vez de estar escribiendo la historia de la literatura nacional con Julio Inverso, Javier Barranguet y Javier Gil, pues todos murieron de sobredosis, aunque no, ahora que recuerdo, Javier Gil está vivito y coleando y viviendo de arriba en flor de estancia.
—¿Y qué hacés acá en vez de ir a la estancia de Javier Gil a pasar un maravilloso fin de semana?
—Los designios de los dioses son inescrutables a los hombres, como siempre dije y justo me recordó Juan Camino el día que fuimos a visitar a Mark Planey a su sierra, algo que los dos habíamos aprendido de Nippur de Lagash. Ese día, a la noche, Mark Planey te mostró la maldita constelación de Scorpión, que justo es tu signo zodiacal, y que toda la vida habías visto en el cielo y nunca habías advertido ¡Pedazo de bestia!
—¿Te estás hablando a vos mismo?
—Sí, Gran Espíritu, estoy solo y sin otro remedio que hablarme a mí mismo, putearme y elogiarme, aunque me gusta un poco más elogiarme…
—¿Y si tomás otro trago de whisky?
—¡Me lo terminé!
—¡Bajá al súper y comprá otra botella!
—¿Y ponerme ese tapabocas? ¡Antes, muerto!
—Contanos qué pasó esa noche en que Mark Planey te mostró la constelación de Scorpión.
—Me dijo, como si fuera mi hermano mayor: “Allá tenés a Scorpión”.
—¿Todo eso? ¿Y llega hasta allá?
—No. Eso es la vía láctea. Scorpión da la vuelta ahí.
—¿Y justo lo tenemos encima nuestro?
—Sí, los escorpianos son unos ególatras insoportables.
—¿Y qué más pasó?– dijo El Gran Espíritu.
—Nos tiramos en el pasto a mirar las estrellas, entonces Mark Planey me dijo que tal y cual le había avisado que yo era un real hijo de puta.
—¡Me odian! –le dije– me la tienen recontrajurada.
—Y tal otro y tal otro me advirtieron que eras el propio Satanás.
—Sí, me odian y me tirarían a un pozo infestado de tiburones y cocodrilos.
(A todo esto, Juan Camino no decía nada pero sacaba sus propias cuentas, pues si Juan Camino hubiera escrito el uno por ciento de lo que pensaba, hacía rato que estaba mirando las lechugas desde abajo)
—Bueno, tengo frío, dijo Juan Camino.
Se levantaron y cometieron el error de dejar atrás ese precioso cielo y se metieron en la terrible cabaña que el aristocrático Mark Planey había construido justo en lo alto de un risco impresionante. Frente al ventanal, aunque como era de noche no se veía nada, estaba la Patria.
—¡Qué lindo haber nacido acá! –dijo Juan Camino.
—¿Dónde hacemos el asado?
—En esta estufita.
—¿En esta estufita de mierda?
—¿Para qué preguntaste?
—Era una puta pregunta retórica, como esa puta de Julia Roberts que se la encasquetó medio Hollywood ¿No te gustaba Platón? ¿Qué jodés ahora?
—¿Querés un poco de whisky?
—Dale… ¿pero que whisky tenés?
—Caballito.
—Sin hielo, que lo arruina.
—¿Vos, Juan Camino?
—Sigo con el mate, gracias, además, me sigue pegando el ácido.
—¿Entonces hacemos el asado afuera?
—¿Es una puta pregunta retórica?
—¡Sí! ¡No! Es imposible hacer un asado en esa estufita.
—Ta. Lo hacés vos y te encargás de todo.
—¿Dónde está el fogón?
—Acá.
—Dame papel, algún cartón, algo.
—Tomá.
—¿Y la leña?
—Agarrala de allá.
—¿Pero no ves que está todo oscuro?
—¡Andá! ¡Garca!
—¿No te das cuenta que estoy drogado? ¿Cómo voy a ir a perderme allá en ese silencio cósmico y con todos esos caballos que andan en la vuelta?
—Yo voy, dijo Juan Camino, drogado como el que más, pero famélico.
Se escucharon algunas ramas quebradas, un par de aullidos, un hondo alarido, un dudoso ajetreo medio erótico, hasta que de las expectantes sombras emergió Juan Camino como el tipo aquel de la tapa del disco de Jethro Tull, cargando leña como para quemar a todos los putos herejes.
—Ta. Pero eso no te da el privilegio de hacer el fuego. Del fuego y del asado me encargo yo, y acordate que la otra vez nos comimos un pollo crudo por tu culpa.
—¿En qué estábamos?
—Juan Camino, antes de su dudosa experiencia bucólica nocturna, nos decía que amaba haber nacido acá.
—A ver, Juan Camino, decí lo que quieras que lo que digas quedará para la posteridad.
—Amo despertarme y que todavía sea de noche. Entonces, ya que fui tan idiota como para desconfiar de las mujeres que me amaron y que ahora vaya a saber uno dónde están, pero no quiero ni verlas ni saber nada de ellas pues prefiero quedarme con el aroma de aquellos días que no volverán, voy solito y triste y me preparo un mate. Pongo la Clarín y escucho al Mago, no sé si porque me gusta el Mago o porque a mi padre le gustaba el Mago y yo lo escuchaba con él, pero en fin, escucho al Mago y luego, poco a poco, amanece, y escucho a los horneros y los teruteros, y no cambiaría nada del mundo, nada del puto mundo, por escuchar a los horneros y los teruteros cuando se levanta el sol de la Patria.
Ante esta confesión, nadie dijo nada.
La carne se asaba sobre la parrilla en tanto la grasa caía sobre el fuego haciendo chisporroteos, tal cual vieron y olieron y saborearon los griegos que sitiaron Troya.
El mundo, allá afuera, estaba dominado por magos oscuros.
—¿Puedo ahora largarme a llorar?
—Llorá nomás, querido.
Y sus lágrimas nos enternecieron y nos hicieron pensar que todo era una triste mierda, pero haríamos lo posible porque no viera, al terminar, la realidad, o en todo caso, la cambiaríamos.
(cinco).
Jean Ñogor se revolvió en las sábanas hasta que decidió que no iba a poder conciliar el sueño y que, sobradamente lo había experimentado, lo mejor era levantarse y empezar «el nuevo día«, que se parecía demasiado a un nuevo escombro arrojado a un baldío, un baldío llamado Jean Ñogor.
Jean Ñogor se levantó y acudió a la cocina y descubrió que en el tarro de café sólo quedaba una especie de costra, y metió la cuchara y rascó y extrajo hasta el último átomo de café para disfrutar de un brebaje ferruginoso.
Fue a la heladera y tomó un poco de pan viejo y caminó a la tostadora, y se le ocurrió, en mala hora, prender la radio y fue ahí que lo agarró desprevenido la canción «Lucía«, de Serrat, y Jean Ñogor sintió como una vena rota y luego, la cocina giraba, y luego, ya no vio ni sintió nada.
Uno mira un edificio y sus ventanas iluminadas e ignora, pero sabe, que allí dentro alguien besa, alguien golpea, alguien perjura, alguien confía, alguien sueña, alguien escribe, alguien piensa en cometer un asesinato, alguien llora al leer un mensaje con la cara iluminada por el celular. Así pasa la vida invisible ante nuestros ojos.
En una antigua casa del barrio Buceo en cuyo jardín se erige una palmera, un pintor se debate entre la vida y la muerte mientras la sangre mana de su labio partido.
Jean Ñogor viajó por una oscura región de viento y de escarcha y de nieve antes de volver a la cocina de su casa y a la pata de la mesa de la cocina de su casa donde se había partido el labio. No intentó levantarse, pues cierto placer había en ver las cosas a ras del suelo, pero el frío del piso comenzó a subirle por el cuerpo y eso no estaba bueno.
La radio, ahora, vomitaba un informativo. Sea lo que fuera era mejor que aquello de
«Si alguna vez fui un ave de paso
lo olvidé pa anidar en tus brazos»
que de forma traicionera le habían puesto en el camino.
Jean Ñogor se levantó y fue al baño a meterse un esparadrapo en la herida. El espejo del baño tenía esas telarañas que se forman cuando el nitrato de plata empieza a corromperse y no le devolvió ninguna imagen heroica, pero ahí estaba él en su casa fría, con la boca partida, mirándose en un espejo ruinoso y con un enorme día por delante.
«Si alguna vez fui bello y fui bueno
fue enredado en tu cuello y tus senos»
Jean Ñogor subió a pura fuerza de voluntad los escalones que lo llevaban a su estudio y colocó un nuevo lienzo sobre el viejo bastidor
«Si alguna vez fui sabio en amores
lo aprendí de tus labios cantores»
No hay manera, se dijo Jean Ñogor, una canción es un tatuaje en el cerebro.
Y trazó sobre el lienzo una línea negra como el sendero que lleva al país de los muertos.
(seis).
Jean Ñogor fue a despedirse de un árbol ante el cual de niño había hecho una curiosa promesa “Cuando sea grande vendré a este árbol y recordaré este momento y recordaré cuando mi padre me traía a jugar a este parque”.
Poco tiempo después de su promesa, el padre de Jean Ñogor se volaba la cabeza. Aquel día de su muerte, en la mañana, sintió lo que llamaba “la voz”. La voz le decía que su padre lo necesitaba. Pidió permiso a la maestra para ir a la biblioteca con el propósito deliberado de viajar en el 113 al negocio de su padre, y en el momento preciso de saltar el muro, recordó que cada vez que había seguido el dictado de “la voz”, había sido tachado de loco, y Jean Ñogor temía que más temprano que tarde su locura lo llevara a una perpetua noche. En cuanto a su madre, en cierto sentido, no la había conocido, pues se había arrojado al río cuando Jean Ñogor cumplía un año. Como ningún tío quisiera adoptar al inquieto Jean Ñogor, pasó su adolescencia en un pseudo internado que oficiaba de simpática cobertura de una realidad más siniestra: un correccional para infantojuveniles donde tomó las primeras lecciones en la dura escuela de la vida. Pensaba Ñogor que el pasado no existía, pues había comprobado que ante un mismo acontecimiento sus protagonistas lo relataban de forma radicalmente diversa y entonces había augurado una loca fantasía: nada es lo que es. Si pudiera concebir de una nueva manera el abandono de sus padres, si encontrara un nuevo sentido a las palizas recibidas en el internado, si el gusano se convirtiera en libélula, ninguno de esos hechos estaría golpeando su memoria como golpean los pájaros el cristal de una ventana. La esperanza, se sabe, es una mujer que enamora al tiempo que te engaña, y la esperanza le había sugerido otra loca fantasía: si aquello que había vivido lo usaba como material de su arte, sería como si aniquilara el hecho único, como si abatiera la dictadura del trauma, y entonces lo vivido sería otra cosa desplegada en un nuevo plano, el de la belleza y sobre todo, de su belleza. Jean Ñogor haría oro del barro de la vida, como si su herida fuera la fuente de su poder, pero al despertar, el mundo se le caía encima y al dormir, los hechos del día lo torturaban. No soportaba ni respirar y en los únicos momentos en que vivir se le hacía tolerable, era cuando se emocionaba, y por eso buscaba emocionarse todo el tiempo.
Más tarde, Jean Ñogor conocería el amor y entonces la esperanza se comportaría como un huracán que entrara a la habitación de su vida. Jean Ñogor veía ahora cómo las cosas latían y brillaban, sin embargo, todo aquello que nace merece perecer, bien lo había experimentado Jean Ñogor, y su amor se iría con otro que no reuniera ninguno de sus talentos, pero con certeza, tampoco ninguno de sus abismos. Toda la tarde había caminado Jean Ñogor desde que se había despedido de su árbol, a quien consideraba un hermano mayor, el pobre huérfano de hermanos. Toda la tarde había caminado Jean Ñogor mientras los colores se apagaban al influjo de un viento sucio y frío. Toda la tarde había caminado Jean Ñogor hasta llegar al río, y mientras caminaba a pura fuerza de voluntad, pensó en una canción tonta a la cual ahora le descubría la belleza, como si la belleza gustara de sorprenderlo en la cosas más banales: “Cambio dolor, felicidad. Que la suerte sea suerte y no algo que yo he de alcanzar”. Sin embargo, al nacer, la mano huesuda del Destino había sacado tres cartas: el guerrero, el loco y el ahorcado, y Jean Ñogor avanzaba hacia el centro del puente y en su delirio, soñaba que escuchando una canción en el silencio, su amada, con otro amado, se acordaría tal vez de él como de una flor única. En un libro de patología externa descubrió que quien quisiera ahogarse no lograría su propósito tirándose al río sin más. O se colgaba una piedra al cuello o simplemente se ataba un brazo a una pierna, pues por más que uno quisiera cerrar el libro para siempre, algo dentro suyo se lo impediría. Jean Ñogor pasó por sobre la baranda del puente, se ató su mano izquierda a su pie izquierdo, echó una última mirada a este triste mundo, y se arrojó a unas aguas negras como su destino. Voló, por un instante voló con libertad aunque estuviera atado, y antes de caer, una bandada de murciélagos venida de no se sabe dónde impidió que tocara las aguas y lo elevaron y lo depositaron al otro lado del río. Jean Ñogor se adentró en el bosque. Ante su paso, los árboles se inclinaban en silencio.
Marcelo Marchese.