«Los perdidos» de Roberto Bolaño


Es difícil hablar de una figura emblemática, una figura que nos sirva de símbolo o de puente entre el siglo XX y el siglo XXI. Sobre todo en Latinoamérica, en donde por una parte han abundado las figuras emblemáticas de efectos nefastos y las figuras emblemáticas trágicas y las figuras emblemáticas caricaturescas, los padres de la patria tanto de derechas como de izquierdas que han sumido al continente en algo que podría ser una mezcla de pantano de arenas movedizas y Las Vegas. Pero se me ocurre ahora que esa figura podría ser Rodrigo Lira y que si Rodrigo Lira leyera esto se pondría a reír. Su vida fue sin duda un alarde de discreción, sólo que la discreción, en Rodrigo, no poseía las connotaciones que suelen tener en el resto del planeta o al menos en Latinoamérica, en donde es sinónimo de silencio y también de castración. La discreción, para Rodrigo Lira era una mezcla peligrosa de elegancia y tristeza. Una elegancia y una tristeza que podían ser extremas, que acostumbraban a ser extremas, y que en público (y supongo que también en la privacidad, que en este caso es decir: en la soledad irrestricta) aparecía armada de pies a cabeza con el humor más cáustico, como si Rodrigo fuera un caballero medieval perdido en un sueño que pronto se transformó en pesadilla. Era poeta, por supuesto. A veces uno está tentado a creer que fue el último poeta de Chile, uno de los últimos poetas de Latinoamérica.

Nació en 1949, es decir tenía veinticuatro años cuando ocurrió el golpe militar. Por sus textos el lector tiene a veces la impresión de que su mundo, la geografía por la que se movía, estaba circunscrito a algunas facultades universitarias y a unas pocas bibliotecas santiaguinas, ciudad de la que era originario. Muchos de sus poemas son comentarios marginales a la obra de algunos poetas chilenos mayores, a los que frecuentó y a los que agotó la paciencia: a simple vista parecen bromas, lecturas frívolas, insultos proferidos por un tipo relativamente joven que no quiere crecer, que no quiere entrar en el mundo adulto. Detrás de las invectivas, detrás de las risas que provoca en el poeta el carnaval inmóvil de la literatura, es posible encontrar otras cosas, entre ellas el horror y una mirada profética que anuncia el fin de la dictadura pero no el fin de la estupidez, el fin de la presencia militar pero no el fin de las arenas movedizas y del silencio que la presencia militar ha instalado, todo hace pensar que para siempre o para un tiempo tan prolongado que es, a efectos de una vida humana, semejante a la eternidad, en la vida civil chilena.

Profético, visionario, a Rodrigo Lira, sin embargo, son otras cosas las que de verdad le interesan. Le interesan algunas mujeres que indefectiblemente lo dejan o ni siquiera le hablan. Le interesa su pelo, que va perdiendo, y a medida que la calvicie crece sus patillas, antes diminutas, van creciendo también, hasta conformar unas patillas voluminosas, patillas de prócer de la Independencia. Le interesan las camisas floreadas. Le interesan algunos libros que son como agujeros negros, o que simulan serlo. Le interesa la sociabilidad: podemos imaginar a un tipo simpático, atento, culto, sensible, que es un buen hijo y un buen amigo, un joven siempre dispuesto a escuchar, un joven siempre dispuesto a ayudar, aunque en el fondo ese joven es una bomba de tiempo, ese joven escucha con otro oído, ese joven nos ayuda con otro tipo de solidaridad. Le interesa el habla popular, el argot, el slang chileno que es nuestra pobreza, pero que también es una de las pocas riquezas que nos quedan (el argot, el sexo, la desmesura automática), aunque tras su argot se esconde, como un terrorista acorralado, el panorama último de lo que los dueños de la patria llaman patria: un territorio antes arrebatado a la muerte y que ahora la muerte reconquista con pasos de gigante. Y escribe y a veces, raramente, publica, pero lee sus poemas, y en esto Rodrigo Lira es similar a tantos poetas latinoamericanos que en las décadas del setenta y del ochenta vagan y leen sus poemas, sólo que Rodrigo Lira, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, no es un habitante involuntario de un sueño incomprensible, sino un habitante voluntario, alguien que tiene los ojos abiertos en medio de la pesadilla.

Su discreción, sin embargo, esa discreción que lo hace ser un pájaro raro, lo lleva también a dulcificar en la medida de lo posible la alteridad que las buenas conciencias intentan hacer pasar por normalidad. Le gusta pasear, le gusta leer sus poemas en público, procura vestirse bien, al menos procura aparecer aseado en la medida de lo posible. En 1981 decide suicidarse. Para quitar hierro al asunto, en su misiva final explica que se mata para protestar contra la reciente subida del pan. O del azúcar. No lo recuerdo. Escribo esta nota sin libros de consulta. Enrique Lihn es de los pocos que han escrito algo acerca de Rodrigo Lira, cuando éste ya estaba muerto, y no tengo a mano el texto de Lihn. Creo recordar que se metió en una bañera llena de agua caliente y que se cortó las venas. Siempre me ha parecido ésa una forma muy valiente y reflexiva de morir. La muerte no llega de súbito, sino lentamente, el suicida tiene mucho tiempo para pensar, para recordar los buenos y malos momentos, para despedirse mentalmente de los seres queridos u odiados, para recitar de memoria algún verso, para llorar. En el caso de Rodrigo Lira, no me extrañaría que también hubiera tenido tiempo para reírse.

Lo mejor de Latinoamérica son nuestros suicidas, voluntarios o no. Tenemos los peores políticos del mundo, los peores capitalistas del mundo, los peores escritores del mundo. En Europa somos conocidos por nuestras quejas y por nuestras lágrimas de cocodrilo. Latinoamérica es lo más parecido que hay a la colonia penitenciara de Kafka. Tratamos de engañar a algunos europeos cándidos y a algunos europeos ignorantes con obras pésimas, en donde apelamos a su buena voluntad, a lo políticamente correcto, a las historias del buen salvaje, al exotismo. Nuestros universitarios e intelectuales lo único que quieren es dar clases en alguna universidad perdida del Medio Oeste norteamericano, así como antes la meta era viajar y vivir a cuenta del mecenazgo neoestalinista, lo que para nosotros constituía un logro sin precedentes. Somos expertos en conseguir becas, becas que a veces nos conceden más por lástima que por merecimientos. Nuestro discurso de la riqueza es lo más parecido que hay a un libro barato de autoayuda. Nuestro discurso de la pobreza es un discurso imaginario en donde sólo resuenan voces de locos que hablan de resentimiento y frustración. Odiamos a los argentinos porque los argentinos son lo más parecido que hay en nuestros lares a los europeos. Los argentinos nos odian porque somos el espejo en donde ellos se ven como lo que son, es decir como americanos. Somos racistas en el sentido más puro: es decir somos racistas porque estamos muertos de miedo. Pero tenemos suicidas ejemplares. Pienso en Violeta Parra, que compuso algunas de las mejores canciones de nuestro continente y que se peleó con todos y con todo y que se descerrajó un balazo junto a la carpa en donde cada noche cantaba y aullaba. Pienso en Alfonsina Storni, la mujer más talentosa de Argentina, que se ahogó en el Río de la Plata. Pienso en Jorge Cuesta, escritor mexicano y homosexual, que antes de meter la cabeza en una bosa, se emasculó y clavó sus testículos en la puerta de su dormitorio, como un último regalo no correspondido. Estos suicidas ejemplares y sus hermanos gemelos, los que permanecen bajo la tormenta (entre otras cosas no porque les guste permanecer allí sino porque no tienen otro sitio adonde ir), hacen pensar que no todo está perdido, como la ola del neoliberalismo y el nuevo rebrote clerical pretenden elevar a categoría de dogma.

Somos hijos de la Ilustración, decía Rodrigo Lira mientras paseaba por un Santiago que más que nada parecía un cementerio de otro planeta. Es decir, somos seres humanos razonables (pobres, pero razonables), no entelequias salidas de un manual de realismo mágico, no postales para consumo externo y abyecto disfraz interno. Es decir: somos seres que pueden optar en un momento histórico por la libertad y también, aunque resulte paradójico, por la vida. A los innumerables asesinados por la represión hay que añadir a los suicidados por la razón, a favor de la razón, que es también el lugar donde vive el humor. Eso lo sabía Rodrigo Lira, que como tantos poetas latinoamericanos murió sin publicar nunca. En 1984, en una pequeña editorial, apareció un conjunto de sus poemas titulado Proyecto de Obras Completas. El libro, en 1998, era imposible encontrarlo en ninguna librería. Nadie, sin embargo, se ha tomado la molestia de reeditarlo. En Chile se editan bastantes libros, la gran mayoría muy malos. La elegancia de Rodrigo Lira, su desdén, lo hacen inasequible para los editores. Los cobardes no editan a los valientes.

Roberto Bolaño.


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