Louis-Ferdinand Céline se enamora de una prostituta


Luego de fracturarse el cráneo durante una escaramuza en la Primera Guerra mundial, y tras haber visitado el continente africano, Ferdinad (álter ego literario de Louis-Ferdinand Céline) desembarca en Nueva York y se termina enamorando de una prostituta. Uno de los pasajes más bellos de una de las mejores novelas del siglo XX.

Yo no conocía a nadie en aquella ciudad, y menos aún mujeres. Venciendo muchas dificultades acabé por conocer cierta dirección, un poco incierta, de una «casa», de un lupanar clandestino que se encontraba en el barrio norte de la ciudad. Iba pues, a pasear por allí, varias tardes seguidas, después de mi trabajo, a manera de «reconocimiento». Aquella calle se parecía bastante a las otras, pero más limpia quizás que la de mi alojamiento.

El lugar de mis búsquedas era un pequeño chalet que se encontraba entre jardines. Había que arreglarse para entrar lo más rápidamente posible a fin de que el uniformado, que hacía guardia por allí, no pudiera darse cuenta de nada. Aquél fue el primer lugar de América donde me recibieron sin brutalidad, hasta amablemente, por mis cinco dólares. Y aquellas mujeres jóvenes y lindas, encarnadas, apetitosas de salud y de fuerza graciosa, eran, después de todo, casi tan atrayentes como las del «Laugh Calvin».

Además, a éstas podía uno tocarlas francamente. Yo no tuve fuerzas para luchar contra mi anhelo, y resulté haciéndome un habitué de aquel lugar. Todo mi salario iba a parar allí. Una vez que llegaba la noche me era indispensable ir en busca de las promiscuidades eróticas de aquellas espléndidas acogedoras, para rehacerme un poco de espíritu. El cine no me bastaba ya; me hacía el efecto de un antidoto benigno, sin fuerza real contra la atrocidad material de la fábrica. Para seguir durando todavía me era indispensable recurrir a los grandes tónicos secretos, a los drásticos vitales. A cambio de aquello no se me exigía más que pequeñas contribuciones, tratos de amigos, teniendo en cuenta que yo traía de Francia mis pequeños trucos y combinaciones para aquellas damiselas. Sólo el sábado, eso sí, había que dejar de lado los pequeños trucos, para atender el gran trabajo, porque el negocio marcaba su pleno y yo tenía que dejar todo el campo libre a los equipos de béisbol y otros equipos de temporada, a aquellos deportistas magnificamente vigorosos, bien plantados, para quienes la felicidad parecía ser tan natural como la respiración.

Mientras los equipos buscaban su deleite, yo, al margen de todo aquello, en la cocina, me ponía a redactar, en vena de inspiración, algunas notas para mí mismo. El entusiasmo de aquellos atletas contemporáneos por las criaturas del lugar no igualaba ciertamente al fervor un poco impotente del mío. Aquellos gigantes autónomos no tenían mayor fuerza al tratarse de la perfección física. La belleza corporal es como el alcohol o la comodidad; uno se habitúa a ella y pronto no llama ya la atención.

Ellos venían al lupanar sobre todo para divertirse. Y lo más corriente era que pelearan hasta cansarse, entre ellos, para terminar. En tales casos llegaba la policía y se los llevaba a todos en masa, dentro de pequeñas camionetas.

Yo empecé a experimentar muy pronto un sentimiento excepcional de confianza hacia una de las muchachas de allí. Se llamaba Molly. Se trataba de un sentimiento que en los seres tímidos es el verdadero amor. Recuerdo como si fuera ayer sus delicadezas, sus piernas alargadas, rubias, magnificamente delineadas y tensas: piernas nobles. Digase lo que se quiera, la verdadera aristocracia humana está en las piernas; ellas la confieren, sin lugar a duda.

Nos hicimos íntimos por el cuerpo y por el espíritu. De esta manera solíamos ir juntos de paseo, algunas horas cada semana. Ella tenia amplios recursos, puesto que allí podía ganarse a veces sus cien dólares por día, mientras que yo, en las maquinarias de Ford, no ganaba más que seis. Y el simulacro de amor que ella ejecutaba no podía producirle gran fatiga. Los americanos hacen aquello como verdaderos pájaros.

Ya hacia el anochecer, después de haber arrastrado mi carretilla de repartos, me esforzaba por parecer hombre optimista y encontrarme con ella después de la cena. Con las mujeres hay que ser alegre, por lo menos en los comienzos. Un gran deseo de proponerle no sé que cosa me laceraba el alma; pero yo no tenía fuerzas para hacerlo. Ella comprendia bien esa especie de invalidez industrial, porque trataba frecuentemente a los obreros.

Una noche, sin más ni más, ella me puso cincuenta dólares en el bolsillo. Yo la miraba sin decir nada. Me era difícil aceptarlos. Pensaba lo que mi madre hubiera dicho al saber un caso parecido. Pero luego reflexioné que mi madre, la pobre, no había podido hacerme nunca un obsequio tan subido. Para complacer a Molly, me dirigi aquella misma tarde, inmediatamente, a comprarme un traje color beige encendido, como era la moda de aquella primavera. Jamás me habían visto llegar como esa vez tan elegante y ágil a la reunión. La patrona hizo marchar su gran fonógrafo nada más que para enseñarme a bailar.

Después de aquello nos marchamos al cine, Molly y yo, para lucir mi traje nuevo. Ella me preguntaba en el trayecto si estaba celoso, porque el traje me daba un aire triste y también el deseo de no volver a la fábrica. Es que un traje nuevo le alborota a uno las ideas. Ella no hacía más que acariciarme, besando el traje nuevo delicadamente, cuando las gentes no nos veían. Yo trataba de pensar en otra cosa.

¡Qué mujer noble era, después de todo, aquella Molly! ¡Cuánta generosidad había en ella! ¡Y qué aspecto tenía! ¡Qué juventud perfecta! Todo un festín de deseos. Y yo me ponía inquieto. ¿Rufián acaso?… Me decía a mí mismo.

—Mejor será que no vuelvas a la fábrica —me alentó ella, además—.
Busca otro empleo que esté más de acuerdo con lo que sabes; en una oficina, por ejemplo. Hay sitios donde hacen traducciones… Y a ti te gustan tanto los libros…

Ella me aconsejaba así, amablemente, porque anhelaba con toda su alma que yo fuera feliz. Por primera vez en mi vida, un ser humano se interesaba de esta manera, desde dentro, si puedo decirlo, por mi egoismo, poniéndose en mi lugar y no solamente juzgándome desde el suyo, como todos los otros.

¡Ah si yo hubiera encontrado a Molly un poco antes, cuando todavía era tiempo de tomar un camino seguro, antes de haber perdido mi entusiasmo en aquella zorra de Musyne y en esa pícara de Lola! Ya en aquel momento resultaba imposible volver a hacerse una juventud. Yo no creía ya en nada de nada. Uno se vuelve rápidamente viejo, y de manera irremediable, además. Y uno se da cuenta de la manera como aprendió a amar su desgracia a pesar de uno mismo. En realidad, la naturaleza es más fuerte que uno. Eso es todo. Ella nos clasifica en un género, y nadie puede salir de alli, haga lo que haga. A mí me había lanzado en una dirección de inquietud. Uno empieza suavemente a cumplir su papel y su destino con toda seriedad. Y lo peor es que no nos damos cuenta de ello. Después, cuando uno vuelve la mirada hacia atrás, resulta demasiado tarde para poder cambiar. Ya nos ponemos inquietos, y así continuaremos hasta el final.
Molly trataba de retenerme a su lado de la manera más delicada.
Trataba de disuadirme de mis ideas…

—La vida es igual aquí que en Europa, después de todo, Ferdinand. Yo creo que viviendo juntos no seremos nunca desdichados—. Y tenía razón en cierta forma —. Reuniremos nuestros ahorros y compraremos luego un negocio cualquiera… Entonces seremos como todos los demás.

Ella decía aquello por calmar mis escrúpulos. Proyectos. Yo no hacía más que darle la razón, sintiendo hasta vergüenza por el afán que ponía en conservarme a su lado. Yo la amaba, claro está, pero amaba más aún mi vicio, este deseo de evadirme de todas partes, evadirme en busca de yo no sé qué, por estúpido orgullo sin duda, por convicción de una especie de superioridad.

Yo no quería vejarla de ninguna manera; y ella lo comprendía adelantándose a mi preocupación. Y de tal manera la veía adorable que terminé por confesarle la manía de irme sin fin, que me fustigaba el alma. Ella me escuchaba durante días y días seguidos, cuando yo me exhibía perorando ante ella, debatiéndome asquerosamente entre fantasmas y orgullos. Y Molly no se impacientaba; al contrario, lo único que hacía era esforzarse por ayudarme a vencer esta necia y vana ansiedad. A veces no comprendía ella a dónde quería llegar yo con mis divagaciones, pero siempre me daba razón, a pesar de todo, yendo en contra de los fantasmas o con los fantasmas, según como lo requería la ocasión. A fuerza de dulzura persuasiva, su bondad se me hizo familiar y casi cosa de mí mismo. Pero en un momento dado pensé y vislumbré la sospecha de que yo comenzaba a hacerme trampa, a querer falsear mi famoso destino y mi razón de ser, como yo decía. A partir de este instante cesé de confiarle todo lo que pensaba. Y retorné a la soledad de mí mismo, muy contento de sentirme aún más desgraciado que antes, puesto que traía a esa soledad una nueva manera de fracaso, y algo que se parecía a un verdadero sentimiento.

Todo aquello era trivial. Pero Molly estaba dotada de una paciencia angelical, y creía justamente con la dureza del acero en las vocaciones. Su hermana menor había cultivado, por ejemplo, la manía de fotografiar a los pájaros en sus nidos, y a los conejos en sus madrigueras. Tal era su especialidad en una escuela superior de Arizona. Y para que ella pudiera continuar los estudios de tan extraños cursos, Molly le enviaba regularmente cincuenta dólares mensuales.

Aquella mujer tenía un corazón verdaderamente infinito y con una sublime verdad en su interior; un corazón que puede transformarse en oro, no en bagazo como el mío y los de tantos otros. Al tratarse de mí, Molly no deseaba otra cosa mejor que proporcionarme los medios necesarios para mi aventura insaciable. A pesar de que le parecia un hombre bastante ofuscado a veces, mi convicción resultaba ante ella enteramente real y digna de estímulo. Y me emplazó por eso a presentarle un pequeño presupuesto a fin de que ella pudiera financiarlo. Yo no podía resolverme a aceptar tal donación. Un último destello de delicadeza me impedía aprovechar la ventaja, especular aún más con aquella naturaleza altamente espiritual y generosa. Así fue como, deliberadamente, me puse mal con la providencia.

Avergonzado, en cierto momento hasta quise retornar a la fábrica.
Pequeños heroísmos, sin consistencia por lo demás. Lo único que yo hacía era llegar justamente a la puerta de la fábrica para quedarme plantado en aquel movimiento preliminar. Luego, al contemplar la perspectiva de todas aquellas maquinarias que me esperaban allí dentro, dando vueltas sin fin, se aniquilaba sin remedio dentro de mi toda veleidad trabajadora.

En una de aquellas tentativas llegué a detenerme frente al vidrio de la generadora central, aquella especie de gigante multiforme que rugía soplando y resoplando, yo no sé cómo, yo no sé qué, por mil tubos brillantes, intrigados y viciosos como extrañas serpientes. Entonces fue cuando vino a interrumpir mi babeante contemplación mi amigo ruso, el del famoso taxi.

—¡Oye tú —me dijo de entrada—, especie de idiota, ya no tienes puesto!… Hace tres semanas que faltas al trabajo. Te reemplazaron con una mecánica… Sin embargo, te lo había advertido repetidas veces…
Yo me dije entonces a mí mismo: «De esta manera, por lo menos ya nada tengo que hacer aquí… ¡Hasta la vista!» y regresé rápidamente a la ciudad.

Molly seguía siendo tierna y comprensiva. Y hasta se había puesto más amable que antes desde el momento en que tuvo la certeza de que yo quería irme pronto y definitivamente. Para nada le servía el ser gentil conmigo. Y no hacíamos más que caminar por los alrededores de la ciudad, hacia las horas del crepúsculo, en aquellos días de mi desocupación.

Entonces veíamos pequeñas terrazas peladas, bosquecitos de pinos raquíticos alrededor de lagos minúsculos, gentes que leían dispersas sus diarios y revistas coloreadas, bajo un cielo casi siempre pesado de nubes plomizas. Evitábamos ya, tanto ella como yo, las confidencias complicadas. Por lo demás, ella sabía a qué atenerse, y como era profundamente sincera, no tenía mucho que decir a propósito de un sufrimiento. Lo que sucedía en su interior solía quedarse en su corazón.

Yo la besaba ciertamente, pero no como hubiera debido hacerlo, de rodillas, en verdad. Yo pensaba siempre en alguna otra cosa simultáneamente; en no perder mi tiempo y mi ternura, con un oscuro afán de guardar todo aquello para yo no sé qué cosa de magnífico, de sublime y por venir; pero no para Molly ni para eso. Hacía todo aquello como si hubiese tenido miedo de que la vida fuera a llevar, para esconderlo de mí, lo que yo quería saber de ella, de la vida, al fondo de la tiniebla mientras yo perdía fervor besando a Molly; como si hubiese tenido miedo de perder al fin de cuentas, por falta de energía, todo aquel misterioso anhelo de no dejarme engañar por la vida, como los demás; por la vida: el maestro auténtico de los verdaderos hombres.

Después volvíamos hacia la muchedumbre, y luego la dejaba frente a su casa, pues durante toda la noche tenía que atender a la clientela hasta la madrugada. En aquellos instantes yo sentía una pena profunda; y aquella pena me hablaba de ella tan maravillosamente que yo la sentía cerca de mí mejor que en la realidad. A veces entraba en un cine para pasar el tiempo. Al salir tomaba un tranvía cualquiera para excursionar en la noche. A partir de las dos de la mañana los pasajeros subían tímidamente, de una manera especial, desconocida a tras horas, y sumamente pálidos, somnolientos, por pequeños grupos, y dóciles iban hasta los suburbios.

Yo podía llegar muy lejos con aquellos pasajeros; mucho más allá de las fábricas, hacia las imprecisas parcelas de terreno, las callejuelas de casas indistintas. El día solía presentarse para relucir en tonos azulados sobre el pavimento mojado con finas lluvias de aurora. Mis compañeros del tranvía desaparecían, al mismo tiempo que sus sombras, cerrando sus ojos ante el día. Aquellos sombríos eran gentes dificiles para el diálogo. Era inútil fatigarse buscándoles conversación. Silenciosos, no se quejaban de nada; eran personas que limpiaban almacenes y almacenes, depósitos y oficinas de toda la ciudad cuando la clientela duerme. Todos ellos parecían menos inquietos que los otros, que las gentes diurnas. Y esto se debía quizá a que ellos habían llegado a lo más bajo en la escala de los hombres y las cosas.

*****

Y luego un buen día terminamos por tirar la basura delante de todos, cansados ya de guardar tanta suciedad. Entonces es cuando el mundo se da cuenta, de pronto, que no somos personas bien educadas.

Molly hacía lo posible por esconderme el sufrimiento que yo le causaba; pero lo veía fácilmente a pesar de todo. Entonces la besaba más a menudo, sólo para darme cuenta de que su sufrimiento era profundo, y más verdadero que el nuestro, el de los franceses, porque nosotros tenemos la costumbre de decir más de lo que sentimos. En cambio, los americanos hacen lo contrario. Es difícil comprender, admitir esa forma de sufrimiento. Aquello resulta un poco humillante para nosotros; pero, a pesar de todo, es un verdadero sufrimiento. No es orgullo, ni tampoco envidia, ni teatro; es, simplemente, pena del corazón. Y es necesario convenir en que todo aquello nos falta a nosotros, por dentro, y que estamos secos para el placer de sentir un gran dolor. Da vergüenza ciertamente el hecho de no ser ya ricos en corazón ni en nada, y también el de haber juzgado a la humanidad más baja de lo que es realmente, en el fondo.

De tiempo en tiempo, Molly se dejaba llevar por su deseo de hacerme algún pequeño reproche, pero siempre en la forma más comedida y amable.

—Eres una persona encantadora, Ferdinand —me decía— y yo sé que haces toda clase de esfuerzos para no llegar a ser tan malo como los otros, sólo que yo no sé todavía a ciencia cierta lo que quieres… Reflexiona bien. Piensa que cuando vuelvas a Francia te harán falta allá muchas cosas… Y no podrás ponerte a caminar soñando noche tras noche como tanto te gusta hacerlo… mientras yo trabaje… Piénsalo bien, Ferdinand.

En cierto aspecto, ella tenía una y cien mil veces razón; pero cada uno tiene su naturaleza. Yo tenía miedo de herirla, sabiendo sobre todo que era muy susceptible.

—Yo sólo se clecirte que te quiero mucho, Molly, y que te querré toda la vida… como yo puedo, a mi modo.

Pero mi modo no era gran cosa. Y, sin embargo, Molly era una belleza tentadora. Me impedía darme enteramente a ella mi fatal inclinación al trato de los fantasmas. Y esto quizá no era del todo culpa mía. La vida nos obliga terriblemente a quedarnos muy a menudo con los fantasmas.

—Tú eres muy afectuoso, Ferdinand —me aseguraba Molly—; pero no llores por mí. Yo sé que vives, enfermo, en cierta forma, por saber más de lo que se debe saber… Eso es todo. En fin, lo cierto es que el viajero solitario es el que va más lejos… Entonces, ¿quieres partir de toda manera?

—Sí, voy a terminar mis estudios en Francia para volver inmediatamente a buscarte – le aseguraba yo, con toda mi desvergüenza.

—No, Ferdinand… Tú no volverás nunca… Además, yo tampoco seguiré viviendo aquí…

Ella no se dejaba engañar.
El momento de mi partida llegó. Los dos fuimos hacia la estación al anochecer, un poco antes de la hora en que ella debía entrar a la casa. Durante el día yo había ido en busca de Robinson para despedirme de él. Mi amigo tampoco estaba alegre al ver que nos separábamos otra vez. Yo no acababa nunca de abandonar a todo el mundo.
Ya en el andén de la estación, cuando Molly y yo esperábamos juntos el tren, pasaron unos señores haciendo como que no la reconocían, pero cuchicheando entre ellos.

—Ya vas a encontrarte lejos, Ferdinand. Ya estás haciendo, ¿No es cierto amigo mío? Lo que más te gusta. Y esto es en realidad lo más importante… Esto es lo único que cuenta en este mundo…

El tren entraba en la estación. Yo no me sentí muy contento con mi nueva aventura cuando vi la locomotora. Molly estaba allí, mirándome. Yo la besé con todo el valor que aún me quedaba en el esqueleto. Tenía pena, pena verdadera, por una sola vez, por todo el mundo, por mí, por ella, por todos los hombres.

Y esto es quizá lo que se busca a través de la vida; nada más que esto: el más grande sufrimiento posible a fin de llegar a ser uno mismo antes de morir.

Muchos años han transcurrido ya desde el día de aquel viaje, años y años… Yo he escrito frecuentemente a Detroit y también a otros sitios, a todas las direcciones que yo podía recordar, a todos los lugares donde podían conocerla, o darme razón de ella. Nunca recibí la anhelada respuesta.

En la actualidad aquella casa está clausurada. Es todo lo que yo he podido saber. ¡Nobilísima, encantadora Molly! Yo quiero que si ella puede leer alguna vez esto que escribo en un lugar cualquiera, desconocido para mí, sepa con toda evidencia que yo no he cambiado para ella; que la amo todavía y para siempre, a mi manera; que ella puede venir hacia mí cuando quiera a participar de mi techo y de mi furtivo destino. Si ella no es ya bonita, como era, pues bien: eso no tiene la menor importancia. Ya nos arreglaremos. Yo he podido guardar tanta belleza de ella en mí mismo, tan vívida, tan cálida, que tengo bastante para los dos y por lo menos para veinte años aún: el tiempo de acabar para siempre…

Tuve que estar del todo loco y poseído de una inmunda frialdad, ciertamente, para haber podido abandonarla. Sin embargo, he defendido mi alma hasta el presente, y si la muerte viniera a tomarme mañana mismo, ya no estaré, lo afirmo con toda seguridad, ni tan frío, ni tan horrible, ni tan pesado como los otros: tanta dulzura y tanta substancia de sueño puso Molly en mi ser durante aquellos contados meses de mi estadía en América.

Louis-Ferdinand Céline.


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