«Nuevos síntomas» de José Ortega y Gasset


El descubrimiento de los valores inmanentes a la vida fue en Goethe y en Nietzsche, no obstante su vocabulario demasiado zoológico, una intuición genial que anticipaba un hecho futuro de la mayor trascendencia: el descubrimiento de esos valores por la sensibilidad común a toda una época. Esta época prevista, anunciada por aquellos geniales augurios, ha llegado: es la nuestra.

Vano será el empeño que algunos ponen en desconocer la grave crisis que hoy atraviesa la historia occidental. Los síntomas son demasiado evidentes, y el que más se obstina en negarlos no deja de sentirlos en su propio corazón. Poco a poco, se va extendiendo por áreas cada vez más amplias de la sociedad europea un extraño fenómeno que pudiera llamarse «desorientación vital».

Estamos orientados cuando no existe para nosotros la menor duda sobre dónde cae el Norte y dónde el Sur, metas últimas que sirven de ideales puntos de mira para enderezar nuestra acción y movimientos. Por ser la vida tan esencialmente esto, acción y movimiento, el sistema de metas hacia las cuales se disparan nuestros actos y avanzan nuestros movimientos es una parte integrante del organismo viviente. Las cosas a que se aspira, las cosas en que se cree, las cosas que se respeta y adora, han sido creadas en torno de nuestra individualidad por nuestra misma potencia orgánica y constituyen como una envoltura biológica indisolublemente unida a nuestro cuerpo y a nuestra alma. Vivimos en función de nuestro contorno, el cual, a su vez, depende de nuestra sensibilidad. No es el mismo el «mundo» de la araña que el del tigre o el del hombre. No es el mismo el «mundo» del asiático que el del griego socrático o el de un contemporáneo.

Esto quiere decir que conforme evoluciona el ser vivo, se modifica también su contorno y, sobre todo, varía la perspectiva de las cosas en él. Imagínese un momento de transición durante el cual las grandes metas que ayer daban una clara arquitectura a nuestro paisaje han perdido su brillo, su poder atractivo, su autoridad sobre nosotros, sin que todavía hayan alcanzado completa evidencia y vigor suficiente las que van a sustituirlas. En tal sazón parece el paisaje desarticularse, vacilar, estremecerse en torno al sujeto; los pasos de éste serán también vacilantes, puesto que oscilan y se borran los puntos cardinales y las rutas mismas se esquivan ondulantes, como huyendo de la planta.

Esta es la situación en que hoy se halla la existencia europea. El sistema de valores que disciplinaba su actividad treinta años hace, ha perdido evidencia, fuerza de atracción, vigor imperativo. El hombre de Occidente padece una radical desorientación, porque no sabe hacia qué estrellas vivir.

Precisemos: aún hace treinta años, la inmensa mayoría de la humanidad europea vivía para la cultura. Ciencia, arte, justicia, eran cosas que parecían bastarse a sí mismas; una vida que se vertiese íntegramente en ellas quedaba ante su propio fuero satisfecha. No se dudaba de la suficiencia de esos últimos prestigios. Podía, ciertamente, el individuo desentenderse de ellos y vacar a otros intereses menos firmes; pero al hacerlo se daba cuenta de que obedecía un capricho libérrimo bajo el cual continuaba inconmovible la justificación cultural de la existencia. Sentía la posibilidad de tornar en todo momento a la forma canónica y segura de la vida. Del mismo modo, en la edad cristiana de Europa veía el pecador su propia vida pecadora flotando sobre el fondo de viva fe en la ley de Dios que ocupaba las cuencas de su alma.

Ello es que en los confines del siglo XIX con el nuestro, el político que en una asamblea evocase la «justicia social», las «libertades públicas», la «soberanía popular» hallaba en la íntima sensibilidad del auditorio sinceras, eficaces resonancias. Lo mismo el hombre que con sacerdotal gesto se amparase en la dignidad humana del arte. Hoy no acontece esto. ¿Por qué? ¿Es que hemos dejado de creer en esas grandes cosas? ¿Es que no nos interesa la justicia, ni la ciencia, ni el arte?

La respuesta no ofrece duda. Sí, seguimos creyendo, sólo que de otra manera y como a otra distancia. Tal vez el ejemplo que aclara mejor el módulo de la nueva sensibilidad se encuentra en el arte joven. Con una sorprendente coincidencia, la generación más reciente de todos los países occidentales produce un arte —música, pintura, poesía— que pone fuera de sí a los hombres de las generaciones anteriores. Aun las personas maduras más resueltas a emplear la mejor voluntad, no logran aceptar el arte nuevo por la sencilla razón de que no llegan a entenderlo. No es que les parezca mejor o peor; es que no les parece arte, y, consecuentemente, creen de buena fe que se trata de una farsa gigantesca que ha extendido sus retículas de connivencia por toda Europa y América.

No es difícil de explicar esta irreductible separación de viejos y jóvenes ante el arte de la hora presente. En los estadios anteriores de la evolución artística, las variaciones de estilo, a veces profundas (recuérdese la mutación del romanticismo frente a los gustos neoclásicos), se limitaron siempre a un cambio y sustitución de los objetos estéticos. Las formas de belleza que en cada momento fueron preferidas eran distintas. Mas al través de estas variaciones en el objeto artístico permanecían invariables la actitud y la distancia del sujeto ante el arte. En el caso de la generación que ahora comienza su vida, la transformación es mucho más radical. El arte joven no se diferencia del tradicional tanto en sus objetos como en el cambio radical de actitud subjetiva ante el arte. El síntoma general del nuevo estilo que transparece en todas sus multiformes manifestaciones, consiste en que el arte ha sido desalojado de la zona «seria» de la vida, ha dejado de ser un centro de gravitación vital. El carácter semi-religioso, de elevado patetismo, que desde hace dos siglos había adquirido el goce estético, ha sido extirpado íntegramente. El arte, en el sentir de la gente nueva, se convierte en filisteísmo, en no-arte, tan pronto como se le toman en serio. Serio es aquello por donde pasa el eje de nuestra existencia. Ahora bien, el arte es incapaz de soportar el peso de nuestra vida. Cuando lo intenta, fracasa, perdiendo su gracia esencial. Si, por el contrario, desplazamos la ocupación estética y del centro de nuestra vida la transferimos a la periferia; si en vez de tomar en serio al arte lo tomamos como lo que es, como un entretenimiento, un juego, una diversión, la obra artística cobrará toda su encantadora reverberación.

La mala inteligencia que en el orden estético reina entre viejos y jóvenes es, pues, demasiado radical para que sea posible corregirla. Para los viejos, la falta de seriedad del nuevo arte es un defecto que basta para anularle, en tanto que para los jóvenes esa falta de seriedad es el valor sumo del arte, y, consecuentemente, procuran cometerla de la manera más decidida y premeditada.

Este viraje en la actitud frente al arte anuncia uno de los rasgos más generales en el nuevo modo de sentir la existencia: lo que he llamado tiempo hace el sentido deportivo y festival de la vida. El progresismo cultural, que ha sido la religión de las dos últimas centurias, no podía estimar las actividades del hombre sino en vista de sus resultados. La necesidad y el deber de cultura imponen a la humanidad la ejecución de ciertas obras. El esfuerzo que se emplea para darles cima es, pues, obligado. Este esfuerzo obligado,

impuesto por determinadas finalidades, es el trabajo. El siglo XIX, consecuentemente, ha divinizado el trabajo. Nótese que éste consiste en un esfuerzo no cualificado, sin prestigios propios, que recibe toda su dignidad de la necesidad a que sirve. Por esta razón tiene un carácter homogéneo y meramente cuantitativo que permite medirlo por horas y remunerarlo matemáticamente.

Al trabajo se contrapone otro tipo de esfuerzo que no nace de una imposición, sino que es impulso libérrimo y generoso de la potencia vital: es el deporte.

Si en el trabajo es la vitalidad de la obra quien da sentido y valor al esfuerzo, en el deporte es el esfuerzo espontáneo quien dignifica el resultado. Se trata de un esfuerzo lujoso, que se entrega a manos llenas sin esperanzas de recompensa, como un rebose de íntimas energías. De aquí que la calidad del esfuerzo deportivo sea siempre egregia, exquisita. No es posible someterla a la unidad de peso y medida que rige la usual remuneración del trabajo. A las obras verdaderamente valiosas sólo se llega por mediación de este antieconómico esfuerzo: la creación científica y artística, el heroísmo político y moral, la santidad religiosa son los sublimes resultados del deporte. Pero adviértase que a ellos no se va de una manera preconcebida. Nadie ha descubierto una ley física simplemente por habérselo propuesto; más bien la ha hallado como un regalo imprevisto que se desprendía de su ocupación gozosa y desinteresada con los fenómenos de la naturaleza.

Pues bien: una vida que encuentra más interesante y valioso su propio ejercicio que esas finalidades antaño ceñidas de simpar prestigio, dará a su esfuerzo el aire jovial, generoso y algo burlón que es propio al deporte. Disminuirá en lo posible el gesto triste del trabajo que pretende justificarse con patéticas consideraciones sobre los deberes humanos y la sagrada labor de la cultura. Hará sus espléndidas creaciones como en broma y sin darles grande importancia. El poeta tratará su propio arte con la punta del pie, como un buen futbolista. El siglo XIX tiene de extremo a extremo un amargo gesto de día laborioso. Hoy, la gente joven parece dispuesta a dar a la vida un aspecto imperturbable de día feriado.

No sería difícil mostrar en el orden político indicios de una variación parecida. La nota más evidente de la política europea en estos años es su depresión. Se hace menos política que en 1900; se hace con menos denuedo y urgencia. Nadie espera de ella la felicidad, y comienza a juzgarse un poco pueril que nuestros abuelos se dejasen matar en las barricadas por esta o la otra fórmula de derecho constitucional. Mejor dicho, lo que hoy parece estimable de aquellas frenéticas escenas es sólo el generoso impulso que los llevaba a buscar la muerte. El motivo, en cambio, se nos antoja liviano. La «libertad» es una cosa muy problemática y de valor sumamente equívoco; en cambio, el heroísmo, ese sublime ademán deportivo con que el hombre arroja su propia vida fuera de sí, tiene una gracia vital inmarcesible. La historia pública de los últimos ciento cincuenta años nació en el juramento del Juego de Pelota. Recuérdense los cuadros que reprodujeron el ilustre espectáculo; recuérdense los gestos de alta patética con que aquellos diputados realizaron su acción gloriosa. El acto mismo —un juramento— revela que se daba a la política una importancia religiosa. ¿Quién no advierte la distancia a que nos hallamos de tal manera de sentir? Pero, repito, no se trata de que los principios políticos hayan perdido valor y significación. La libertad sigue pareciéndonos una cosa excelente; pero no es más que un esquema, una fórmula, un instrumento para la vida. Supeditar ésta a aquélla, divinizar la idea política, es idolatría.

Los valores de la cultura no han muerto, pero sí han variado de rango. En toda perspectiva, cuando se introduce un nuevo término, cambia la jerarquía de los demás. Del mismo modo, en el sistema espontáneo de valoraciones que el hombre nuevo trae consigo, que el hombre nuevo es, ha aparecido un nuevo valor —lo vital—, que por su simple presencia deprime los restantes. La época anterior a la nuestra se entregaba de una manera exclusiva y unilateral a la estimación de la cultura, olvidando la vida. En el momento en que ésta es sentida como un valor independiente y aparte de sus contenidos, aunque sigan valiendo lo mismo la ciencia, el arte y la política, valdrán menos en la perspectiva total de nuestro corazón.

José Ortega y Gasset

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