Esta mina la huele la droga. Yo estaba al remango, en la fiesta del diario, otro invento del Jefe que, una vez por año, entrega premios a los mejores de la televisión, y la tipa se me acerca y me dice «qué bien me vendría un saque ahora». Es la frase que me podés decir para seducirme. Saqué un paquetito del bolsillo y le dije «dame la mano como si estuviéramos enamorados». Después de dudar un poco, la mina me la dio y se fue a pegar al ñoba. En el paquete, no te miento, había más de un mogra, pero la mina me lo devolvió vacío, con decirte que cuando quisimos seguirla en un boliche con la banda y fuimos a servirnos no dio para nada. Y bueno, la mina me dio el fono, que la llamara, que estaba siempre, que quería verme. Ni lerdo, la llamé al otro día. Ella no estaba, me atendió el drepa, me tomó el nombre, todo bien el veterano. La mina me llamó al otro día, pero yo nada, dejé que el contestador hiciera lo suyo. Una frase poética me dejó, no sé si de Idea Vilariño o de Juana de América, pero yo ni pelota, la llamé a los dos días. La tipa cayó por casa con una botella de kewis y empezó a chupar.
Yo justo andaba con algunos mogras que me habían dado los Dalton para festejar la llegada del verano y presenté como si fuera el último héroe de acción. La mina sabía lo que hacía. Agarró unos saques, me desprendió la camisa y los puso contra los pelos de mi pecho, y empezó a decirme «me gusta tu olor» y a la vez que me olía jalaba la mercadería. Y se mandaba otra frase que demostraba que era una mina delicatessen. «Quiero tener algo físico contigo», me zampó, como si ya no estuviera en eso. «Pero tengo un problema.» «¡Zas!», pensé, «Barbarroja». Pero no, falsa alarma. «La bombacha y el soutien no tienen el mismo color.» Es crac la tipa, no se puede negar. Algo descuidada, pero crac. Encima me pregunta «¿te molesta?» la hija de puta, como si yo no tuviera puesto un slip rojo, espantoso y demodé. No le contesté, pero le abrí la camisa y le puse una línea entre las tetas rompiéndole el soutien negro. Me pasaba algo raro con la mina, algo más bien químico: sabía que si le sacaba la chabomba -era blanca- se me iba a bajar enseguida.
No sé qué era, seguro que era algo vinculado al olor. Por eso cogimos pero sin sacarle la bombacha, corriéndosela un poquito, entrando por ahí. Después de coger, me habló de un francés, creo, que había escrito una novela donde el protagonista era el perfume. Apareció a los dos días por casa. No te digo que la huele la droga, yo estaba con unas recetas para comprar anfetas y sin un mango, así que ella puso la guita y nos dedicamos a recorrer farmacias, como la Drew Barrymore y el Christian Slater. Nos la dimos toda la noche y nos pasamos hablando y diciéndole al otro dejame hablar a mí dejame hablar a mí, pero a mí no me la paraba ni Dios con una grúa. No sé qué me pasaba con esta mina, había una especie de desconfianza. Eran las 11 de la mañana del sábado y yo tenía que irme al casamiento de la hija del ministro, que había sido novia mía y a quien le había dedicado una canción. La mina me preguntó si podía quedarse en casa y se ofendió un poco porque le contesté «las tres pelotas de Mahoma desnudo». Cuatro años antes, la idea de tener una perfecta desconocida esperándome en mi casa me hubiera hecho saltar. Ahora tuve que hacer fuerza para no bostezar. El mismo día me dejó un mensaje en el contestador, que me invitaba a ver a B. B. King, que venía a Uruguay, en su decadencia, una vez por año a tocar para los artesanos, y esta vez tocaba en el cine Plaza. Yo no le contesté, no tenía ganas de oficializar la relación. Aparte, la mina ya se estaba poniendo en madre y como bien dice el poema madre hay una sola y alcanza y sobra y a veces jode demasiado. Antes de que me fuera al casamiento me entró a hablar de lo que significa la droga a nivel de insatisfacción y angustia vital. Parecía la psicóloga del Musto, parecía. «Dejate de joder», le dije. «Yo tomo porque me gusta, ¿vos no curtiste conmigo acaso?» «Sí, claro, pero es distinto…», me dijo haciéndose la maestra ciruela, «yo en un momento le daba mucho, pero ahora, por suerte, lo puedo dominar».
A partir de ese momento, como dice Julia Möller, una duda cruel empezó a aquejar mi afiebrada imaginación: ¿esta mina no será narco, no? A los tres días, después de no haberle dejado un puto mensaje en el contestador, después de más de cuatro de ella en el mío, salgo al balcón a fumarme un porro y ocho pisos más abajo la veo a ella, tomando una Tecate, mirando para arriba y preguntándome «¿puedo subir?». Qué le iba a decir, ¿viste? La huele la droga, no te estoy diciendo. Bueno, la mina sube y entra a largarme todo el rollo moralista de que tengo que dejar eso. Además oh, no empieza a hablar de lo que ella entiende por literatura. «Leí tu libro», me dice y se queda unos segundos callada para que yo me abalance desesperadamente sobre ella para preguntarle «qué te pareció, qué te pareció, decime por favor qué te pareció». Como no digo nada y pasan más de diez segundos, ella se siente en la obligación de seguir. «Y no me gustó nada.» Me sonrío, pero estoy profundamente herido. «¿Por qué escribís estas cosas? ¿Qué querés provocar en la gente?» Me estiro hacia atrás. Me rasco la barriga. Ella sigue. «Es profundamente desagradable.» Bostezo. Empieza a leerme, con evidente asco, un pedazo: «… que en el Pereira se había muerto una niña de sida. Que en la cárcel de Miguelete los guardias se habían violado a un sopre. Que en el Iname habían hecho un motín porque no les daban comida. Yo no tenía que salir de la redacción: solamente escribirlo en un tono denuncia. Y lo que más me sorprendía era que, a eso de las siete de la tarde, siempre venía un fotógrafo, un pibe con acné y seguramente virgen, con las fotos…». «Conozco», le digo. «¿No tenés otra forma de decir las cosas? ¿Tenés que reírte de todo? ¿Tenés que ser tan crudo?», me tripregunta. «Sí, de repente puedo encontrar otra forma de decir las cosas. Reírme de todo es la única manera que tengo de disimular la angustia que todo me provoca. Soy tan crudo como algunos aspectos de la realidad. En ese sentido, aunque te parezca mentira, aunque no lo puedas entender, soy un moralista… un fundamentalista, casi. Sí, señora, si me trata de escritor, considéreme realista.» No me escucha, por supuesto, y me muestra el brazo derecho erizado. «Me repugna, me repugna», dice. Ahí me acuerdo: en sus ratos de ocio, la mina trabaja en publicidad, el reino del mundo idealizado. «¿Por qué viniste?», le pregunto. «Quería verte.» «Bueno, ya me viste. Bye.» Le abro la puerta. Se va. Por las dudas, por un tiempo, no tomé más nada, no fuera cosa que la mina oliera y se apareciera de nuevo. Un tiempo después la vi en un boliche, hablando con uno de los Dalton, pretendiendo comprarle merca. Of course, el Dalton la afanó, le agarró los cien mangos, le dijo esperame acá y nunca más pintó con la falopa. Espero que no marche preso pronto, porque si no, me va a venir una paranoia de la concha de la madre. Además, debe ser medio bruja la mina: desde que no la veo tengo un olor a zorro impresionante. Seguro que me echó una maldición.
Gustavo Escanlar.
Una respuesta a “«Peligro» de Gustavo Escanlar”
Brillante Escanlar. Se lo extraña. Dios se llevo al equivocado.-