
Ensayo profetizador, fácilmente extrapolable a la actualidad local (sobre todo hoy, luego de la victoria de Javier Milei y el nefasto manijeo del periodismo uruguayo). Si te molesta la centralización, la burocratización –bah, ellos la llaman “profesionalización” – de la prensa y te parece que figuras como Gabriel Pereyra o Juanchi Hounie son unos lisonjeros del poder y unos pusilánimes, este brillante ensayo de Christopher Lasch te será de utilidad para comprender el sistema de medios actual.

El arte perdido de la discusión:

Llevamos muchos años celebrando las promesas de la era de la información. Se nos dice que entre los efectos sociales de la revolución de las comunicaciones se encontrarán una demanda insaciable de personal cualificado, un aumento de la cualificación exigida para el empleo y un pueblo ilustrado capaz de seguir los acontecimientos de la actualidad y emitir juicios informados sobre los asuntos públicos.
Encontramos, por el contrario, licenciados realizando trabajos muy por debajo de su preparación. La demanda de mano de obra no cualificada es mayor que la de especialistas cualificados. Parece que la economía postindustrial fomenta la intercambiabilidad del personal, el cambio rápido de una clase de trabajo a otra y una creciente concentración de la fuerza de trabajo en sectores económicos técnicamente atrasados, de trabajo mecánico y no sindicado. La experiencia reciente parece no responder a las expectativas de que las innovaciones tecnológicas, especialmente el progreso de las comunicaciones, crearían abundantes empleos cualificados, acabarían con los trabajos desagradables y harían que la vida fuera más fácil para todos. Su efecto más importante, por el contrario, ha consistido en la ampliación de la distancia entre la clase poseedora del saber y el resto de la población, entre los que se encuentran en casa en la nueva economía global y «saborean la idea de que el flujo de información que reciben pueda crecen» cada vez más -en palabras de Amo Penzias, de los laboratorios AT&T Bell- y los que, teniendo poco que ver con los teléfonos móviles, los aparatos de fax o los servicios de información en línea, siguen viviendo en lo que Penzias llama despectivamente la «edad del trabajo con papel».
Respecto a la afirmación de que la revolución de la información elevaría el nivel de la inteligencia pública, no es un secreto que la gente sabe menos que antes sobre los asuntos públicos. Hay millones de americanos que no sabrían decir nada sobre los contenidos de la declaración de derechos, para qué sirve el Congreso, qué dice la Constitución sobre los poderes del presidente, cómo nació el sistema de partidos o cómo funciona. Según una encuesta reciente, la mayoría de los americanos creen que Israel es una nación árabe. En lugar de echar la culpa a las escuelas de esta descorazonadora ignorancia sobre los asuntos públicos, como solemos hacer, debemos buscar una explicación más completa en otro lugar, recordando que la gente está deseando adquirir los conocimientos que va a poder utilizar. Como el pueblo ya no participa en debates sobre asuntos nacionales, no tiene motivo alguno para informarse sobre los temas cívicos. Lo que hace que la gente esté poco informada no es el sistema escolar -por malo que sea- sino la decadencia de la discusión pública, a pesar de las maravillas de la era de la información.
Cuando la discusión se convierte en un arte perdido, la información, aunque esté plenamente disponible, no causa impresión alguna. Lo que requiere la democracia no es información sino un debate público vigoroso. Por supuesto, también requiere información, pero la clase de información que necesita sólo puede generarse mediante la discusión. No sabemos qué es lo que necesitamos saber hasta que hacemos las preguntas correctas, y sólo podemos identificar las preguntas correctas sometiendo nuestras ideas sobre el mundo al test de la controversia pública. La información, que suele considerarse la condición previa necesaria de la discusión, se entiende mejor como su resultado. Cuando participamos en discusiones que enfocan y atraen completamente nuestra atención, nos convertimos en ávidos buscadores de la información pertinente. De lo contrario recibimos la información pasivamente, si es que en realidad la recibimos. El debate político empezó a decaer alrededor del cambio de siglo, curiosamente cuando la prensa se estaba volviendo más «responsable», más profesional, más consciente de sus obligaciones cívicas. A principios de siglo XIX la prensa era ferozmente partidista. Hasta mediados de siglo los periódicos frecuentemente estaban financiados por los partidos políticos. Ni siquiera adoptaron el ideal de objetividad o neutralidad al independizarse más de los partidos. En 1841, Horace Greeley lanzó su New York Tribune anunciando que sería un «diario alejado tanto del partidismo servil como de la neutralidad amordazada y melindrosa».
Directores de mente firme, como Greeley, James Gordon Bennett, E. L. Godkin y Samuel Bowles, rechazaban el modo en que las exigencias de la lealtad partidista quebrantaban la independencia editorial, convirtiendo al director en mero portavoz de un partido o bando, pero no intentaron ocultar sus propias opiniones ni imponer una estricta separación entre las noticias y los contenidos editoriales. Sus periódicos eran diarios de opinión en los que el lector esperaba encontrar un punto de vista claro, así como una crítica despiadada de los puntos de vista contrarios. No es casual que esta clase de periodismo floreciera entre 1830 y 1900, cuando la participación popular en la política conocía su momento de mayor intensidad. El 80% del censo electoral solía acudir a votar en las elecciones presidenciales. Después de 1900 el porcentaje descendió bruscamente -al 65% en 1904 y el 59% en 1912- y ha seguido descendiendo más o menos continuamente durante todo el siglo XX. Los desfiles de antorchas, las concentraciones de masas y los contenidos gladiatorios de la oratoria hacían que la política decimonónica fuera objeto de un apasionado interés público, en el que el periodismo constituía una extensión de las asambleas locales.
La prensa decimonónica creó un foro público en el que se discutían acaloradamente los asuntos. Los periódicos no sólo informaban sobre las controversias políticas sino que también participaban en ellas, incitando a sus lectores a hacer lo mismo. La cultura impresa se apoyaba en los restos de una tradición oral. La imprenta no era todavía el único medio de comunicación, ni había roto sus vínculos con el lenguaje hablado. El lenguaje impreso seguía estando configurado por los ritmos y las necesidades de la palabra hablada, especialmente por las convenciones de la argumentación oral. La imprenta servía para producir un foro más amplio para la palabra hablada, todavía no para desplazarla o darle una nueva forma. Los debates entre Lincoln y Douglas ejemplificaban lo mejor de la tradición oral. Lincoln y Douglas rompieron todas las reglas actualmente vigentes del discurso político. Sometían a su público -que llegó a ser de quince mil personas en una ocasión- a un concienzudo análisis de complicados temas. Hablaban en un estilo corrosivo, coloquial, chispeante en ocasiones, con un candor mucho más considerable del que los políticos actuales consideran prudente. Adoptaban posiciones claras de las que era difícil retirarse. Se conducían como si el liderazgo político conllevase la obligación de aclarar los temas en lugar de simplemente resultar elegido.
El contraste entre estos debates justamente célebres y los debates presidenciales actuales, en los que los medios definen los temas a tratar y establecen las reglas básicas, es inconfundible y muy poco halagador para nosotros. El interrogatorio periodístico de los candidatos políticos -que es lo que ha acabado siendo el debate- tiende a magnificar la importancia de los periodistas en detrimento de la de los candidatos. Los periodistas hacen preguntas -prosaicas y previsibles casi siempre- y presionan a los candidatos para que respondan rápida y concretamente, reservándose el derecho de cortarlos en cuanto parezca que se apartan del tema prescrito. Los candidatos se preparan para esta ordalía contando con sus consejeros para que les llenen la cabeza de hechos y cifras, eslóganes citables y cualquier otra cosa que pueda dar la impresión de una amplia e imbatible competencia. Los políticos, enfrentados no sólo a una batería de periodistas dispuestos a lanzarse sobre ellos al menor patinazo sino también al examen frío e implacable de la cámara, saben que todo depende de la administración de las impresiones visuales. Deben irradiar confianza y determinación y aparentar que nunca les faltan las palabras. La naturaleza de la ocasión les obliga a exagerar la importancia y la eficacia de la política pública, a crear la impresión de que el programa y el liderazgo correctos pueden afrontar cualquier reto. El formato exige que todos los candidatos tengan la misma apariencia: confiados, tranquilos y, por tanto, irreales. Pero también les obliga a explicar qué es lo que los diferencia de los demás. Cuando tiene que plantearse la pregunta, ésta se contesta sola. La pregunta es, de hecho, intrínsecamente humillante y degradante, un buen ejemplo del efecto que produce la televisión de rebajar el objeto estimado, de descubrir todos los disfraces y desinflar todo lo que se quiera aparentar. La pregunta, pronunciada claramente con el necesario matiz de escepticismo universal que es parte ineludible del lenguaje televisivo, resulta enormemente retórica. ¿Qué es lo que le hace a usted tan especial? Nada.
Ésta es la pregunta quintaesencial que plantea la televisión, porque a la naturaleza de ese medio le pertenece el enseñarnos, con insistencia empedernida, que nadie es especial, a pesar de todo lo que se diga en contra. En este momento de nuestra historia la mejor calificación para un alto cargo podría ser la negativa a cooperar con el proyecto de autoengrandecimiento de los medios de comunicación. Un candidato con el valor de no participar en «debates» organizados por los medios se distinguiría automáticamente de los demás y se ganaría una buena cantidad de respeto público. Los candidatos deberían insistir en discutir directamente entre sí en vez de responder las preguntas planteadas por comentaristas y sabihondos. Su pasividad y servilismo los debilita a ojos de los votantes. Necesitan recobrar su dignidad desafiando el papel de árbitros del debate público de los medios de comunicación. La negativa a seguir las reglas de los medios haría que la gente se diera cuenta de la enorme e ilegítima influencia que éstos han llegado a ejercer en la política americana. También sería un signo de personalidad que los votantes podrían reconocer y aplaudir.
¿Qué pasó con la tradición ejemplificada por los debates entre Lincoln y Douglas? Los escándalos de la era Gilded dieron mala fama a la política de partidos. Confirmaron las dudas abrigadas por los «mejores» desde el nacimiento de la democracia jacksoniana. Entre 1870 y 1890, las clases instruidas compartían una mala opinión generalizada sobre la política. Hubo reformadores elegantes -llamados mugwumps por sus enemigos- que pedían la profesionalización de la política, destinada a liberar la administración del control de los partidos y a sustituir los funcionarios políticos por expertos. Hasta los que rechazaron la invitación a declarar su independencia respecto al sistema de partidos, como Theodore Roosevelt -cuya negativa a abandonar el Partido Republicano enfureció a los «independientes»-, compartían el entusiasmo por la reforma de la administración. Según Roosevelt, los «mejores» debían desafiar en su propio terreno a los partidarios del sistema de premiar servicios de partido con cargos públicos en lugar de retirarse a los márgenes de la vida política. La exigencia de limpiar la política ganó fuerza en la era progresista. Los progresistas, bajo el liderazgo de Roosevelt, Woodrow Wilson, Robert La Follette y William Jennings Bryan, predicaron la «eficacia», el «buen gobierno», el «bipartidismo» y la «administración científica» de los asuntos públicos y declararon la guerra al «caudillismo». Atacaron el sistema de antigüedad en el Congreso, limitaron los poderes del presidente de la Cámara, sustituyeron a los alcaldes por directores de la ciudad y delegaron importantes funciones gubernativas en comisiones compuestas por administradores especializados. Los progresistas se dieron cuenta de que las organizaciones políticas eran rudimentarias agencias de bienestar, que proporcionaban empleos y otros beneficios a sus votantes ganándose de ese modo su lealtad, y emprendieron la tarea de crear un Estado del bienestar con la finalidad de competir con las organizaciones. Realizaron amplias investigaciones sobre la delincuencia, el vicio, la pobreza y otros problemas sociales». Asumieron la idea de que el gobierno no era un arte sino una ciencia. Establecieron vínculos entre el gobierno y la universidad para garantizar un continuo suministro de expertos y conocimiento especializado. Pero la discusión pública no les parecía demasiado útil. La mayor parte de las cuestiones políticas eran demasiado complejas, en su opinión, para someterlas al juicio popular. Les gustaba oponer el experto científico al orador, inútil charlatán cuyas peroratas sólo servían para confundir la mente pública.
La profesionalización de la política significaba la profesionalización del periodismo. Walter Lippmann demostró la relación entre ambos en una notable serie de libros: Liberty and the News («La libertad y las noticias», 1920), Public Opinion («La opinión pública», 1922) y The Phantom Public («El público fantasma», 1925). Estas obras constituyeron la carta fundacional del periodismo moderno, la fundamentación más elaborada de un periodismo guiado por el nuevo ideal de la objetividad profesional. Lippmann estableció los patrones desde los que se sigue juzgando el periodismo en la actualidad; con el resultado de que en general éste no da la talla.
Pero lo que nos interesa ahora no es si la prensa ha satisfecho las exigencias de Lippmann sino, ante todo, cómo llegó a establecer esos patrones. En 1920 Lippmann y Charles Merz publicaron un largo ensayo en el New Republic analizando cómo había tratado la prensa la Revolución rusa. Este estudio, ahora olvidado, demostró que los periódicos americanos dieron a sus lectores una versión de la Revolución deformada por los prejuicios antibolcheviques, por lo que les gustaría que sucediese y por la más completa ignorancia. El hundimiento de la objetividad periodística durante la guerra fue uno de los motivos de la publicación de Liberty and the News, ya que los periódicos se atribuyeron el papel de «defensores de la fe». El resultado fue, según Lippmann, un «derrumbamiento de los medios de conocimiento público». La dificultad no se limitó a la guerra y la revolución, «destructores supremos del pensamiento realista». El tráfico de sexo, violencia e «interés humano» -asuntos principales tratados por el moderno periodismo de masas- planteó graves dudas sobre el futuro de la democracia. «Todo lo que han dicho los críticos más incisivos de la democracia es cierto si no hay un suministro constante de noticias fiables y relevantes.»
En Public Opinion y The Phantom Public, Lippmann respondió a los críticos redefiniendo la democracia. La democracia no significaba que el pueblo se gobernase literalmente a sí mismo. La participación del pueblo en el gobierno era estrictamente procedimental. El interés público no llegaba hasta la sustancia de la toma de decisiones: «El público está interesado en la ley, no en las leyes; en el método de la ley, no en la sustancia». Los asuntos sustanciales deberían ser decididos por administradores preparados cuyo acceso a la información fiable los inmunizaría contra los «símbolos» y «estereotipos» emocionales que dominaban el debate público. El pueblo no era competente para gobernarse a sí mismo y, en opinión de Lippmann, ni siquiera le preocupaba hacerlo. Pero mientras estuvieran vigentes las reglas del juego limpio, la gente estaría contenta de dejar el gobierno a los expertos; suponiendo, por supuesto, que los expertos facilitaran los bienes, la creciente abundancia de comodidades y recursos tan estrechamente identificada con el modo de vida americano.
Lippmann reconoció el conflicto entre sus recomendaciones y la teoría recibida de la democracia, según la cual los ciudadanos deberían participar en la discusión de la política pública e intervenir, aunque sólo fuera indirectamente, en la toma de decisiones. Argumentaba que las raíces de la teoría democrática se hallaban en circunstancias sociales que ya no existían. Presuponía un «ciudadano omnicompetente», un «sabelotodo» que sólo podría encontrarse en una «comunidad simple y completa». En el «entorno amplio e imprevisible» del mundo moderno, el antiguo ideal de la ciudadanía estaba obsoleto. Una sociedad industrial compleja requería un gobierno por funcionarios que, como ya no era posible ninguna forma de democracia directa, deberían guiarse necesariamente o por la opinión pública o por el conocimiento de los expertos. La opinión pública no era fiable porque sólo podía unirse en torno a eslóganes e «imágenes simbólicas». La desconfianza de Lippmann respecto a la opinión pública se basaba en la distinción epistemológica entre la verdad y la mera opinión. La verdad, tal como él la concebía, nacía de la investigación científica desinteresada. Todo lo demás era ideología. Por eso había que restringir rigurosamente el alcance del debate público. Éste era, a lo sumo, una desagradable necesidad. No era la esencia de la democracia sino su «principal defecto», que sólo se producía porque, desgraciadamente, el «conocimiento exacto» disponible era limitado. Lo ideal sería que no hubiera debate público en absoluto. Las decisiones sólo se basarían en «patrones de medida» científicos. La ciencia se abriría paso entre los «Confusos estereotipos y eslóganes», entre los «hilos de la memoria y la emoción» que mantenían atado al «administrador responsable».
El papel de la prensa, para Lippmann, consistía en transmitir información, no en fomentar la discusión. La relación entre la información y la discusión era de antagonismo, no de complementariedad. No opinaba que la información fiable fuera una condición necesaria de la discusión, sino que, por el contrario, la excluía, hacía que la discusión no fuera necesaria. Había discusiones cuando faltaba información fiable. Lippmann había olvidado lo que había aprendido -o debería haber aprendido- de William James y John Dewey: que nuestra búsqueda de información fiable se guía precisamente por las preguntas que surgen en las discusiones sobre un curso de acción dado. Sólo llegamos a ser conscientes de lo que sabemos y lo que nos queda por aprender sometiendo nuestras preferencias y proyectos a la prueba del debate. Mientras no tenemos que defender nuestras opiniones en público siguen siendo opiniones en el sentido peyorativo de Lippmann: convicciones a medio formar basadas en impresiones fortuitas y suposiciones acríticas. Lo que hace que nuestros puntos de vista trasciendan la categoría de «opiniones» es la acción de expresarlas y defenderlas, es lo que les da forma y definición y permite a otros reconocerlas también como una descripción de su propia experiencia. En resumen: sólo conocemos nuestra mente cuando nos explicamos ante los demás.
El intento de convencer a los demás de nuestros puntos de vista tiene el peligro de que, por el contrario, seamos nosotros los que adoptemos sus opiniones. Tenemos que entrar imaginariamente en los argumentos de nuestros oponentes, aunque sólo sea para refutarlos, y podemos acabar persuadidos por los que queremos persuadir. La discusión es arriesgada e imprevisible, y por ello educativa. La mayoría de nosotros tendemos a concebirla -igual que Lippmann- como un choque de dogmas rivales, un combate a gritos en el que ningún bando cede terreno alguno. Pero las discusiones no se ganan callando a gritos a los oponentes. Se ganan cambiando la opinión de los oponentes, algo que sólo puede suceder si escuchamos respetuosamente los argumentos contrarios y, sin embargo, persuadimos a sus defensores de que en esos argumentos hay algún error. En el curso de esta actividad también podemos llegar a la conclusión de que es en nuestros argumentos en los que hay algún error. Si insistimos en que la discusión es la esencia de la educación, defenderemos la democracia no como la forma de gobierno más eficaz sino como la más educativa, una forma de gobierno que amplía el círculo del debate lo más posible obligando así a todos los ciudadanos a expresar sus opiniones, a poner en riesgo sus puntos de vista y a cultivar las virtudes de la elocuencia, la claridad de pensamiento y expresión y el buen juicio. Como hizo notar Lippmann, las pequeñas comunidades son el lugar clásico de la democracia; pero no porque sean «completas» en sí mismas sino sencillamente porque permiten la participación de todos en los debates públicos. En lugar de despreciar la democracia directa por inaplicable a las circunstancias modernas, tenemos que volver a crearla a una escala más grande. En este sentido la prensa equivale a la asamblea local.
Eso es, en efecto, lo que Dewey defendió-aunque, por desgracia, no muy claramente- en The Public and lts Problems («El público y sus problemas», 1927), libro escrito como réplica a los estudios críticos de Lippmann sobre la opinión pública. La distinción de Lippmann entre la verdad y la información se basaba en una «teoría del conocimiento del espectador», como explica James W. Carey en su Communication as Culture («La comunicación como cultura»). Según Lippmann, el conocimiento es lo que obtenemos cuando un observador, preferiblemente un observador formado científicamente, nos proporciona una copia de la realidad que todos podemos reconocer. Dewey sabía, por el contrario, que hasta los científicos discuten entre ellos. «La investigación sistemática», afirmaba, sólo era el comienzo del conocimiento, no su forma final. El conocimiento requerido por cualquier comunidad -fuera una comunidad de investigadores científicos o una comunidad política- sólo procedía del «diálogo» y del «toma y daca directo».
Como señala Carey, es significativo que el análisis deweyano de la comunicación se centrara más en el oído que en el ojo. «La conversación», escribió Dewey, «tiene un significado vital, ausente en las palabras fijadas y congeladas del lenguaje escrito … Las relaciones del oído con el pensamiento y la emoción vitales y exteriorizados son inmensamente más estrechas y variadas que las del ojo. La vista es un espectador; el oído, un participante.»
La prensa amplía el alcance de la discusión complementando la palabra: hablada con la palabra escrita. Si la prensa debe pedir perdón por algo, no es porque la palabra escrita sustituya deficientemente el lenguaje puro de las matemáticas. Lo importante es que la palabra escrita sustituye deficientemente la palabra hablada. Pero es un sustituto aceptable si el modelo del lenguaje escrito es el lenguaje hablado y no el de las matemáticas. Según Lippmann, la prensa no era fiable porque nunca podría darnos representaciones adecuadas de la realidad, sino sólo «imágenes simbólicas» y estereotipos. El análisis de Dewey seguía una línea crítica más penetrante. Como dice Carey, «la prensa, considerando que su papel es informar al público, abandona su papel de medio impulsor de la conversación en nuestra cultura». La prensa, adoptando el ideal lippmanniano de objetividad, ya no sirve para cultivar «ciertos hábitos esenciales» en la comunidad: «La capacidad de entender un argumento, de captar el punto de vista ajeno, de ampliar los límites de la comprensión y de discutir los distintos objetivos que se podrían perseguir».
El auge simultáneo de las industrias publicitaria y de relaciones públicas ayuda a explicar por qué la prensa abdicó de su función más importante -ampliar el foro público- al mismo tiempo que se volvía más «responsable». La prensa responsable, en cuanto opuesta a la prensa partidista o de opinión, atraía a la clase de lectores a los que querían llegar los anunciantes: lectores adinerados, la mayoría de los cuales probablemente se consideraban a sí mismos votantes independientes. Estos lectores querían estar seguros de estar leyendo todas las noticias dignas de ser imprimidas, no la visión de las cosas particular y, sin duda, sesgada de un director. La responsabilidad llegó a identificarse con la ausencia de controversia porque los anunciantes estaban dispuestos a pagar por ello. Algunos anunciantes también estaban dispuestos a pagar por el sensacionalismo, aunque en conjunto preferían llegar a un público respetable, antes que a una mera gran cantidad de lectores. Lo que claramente no preferían era la «opinión», no porque los argumentos filosóficos de Lippmann les convenciesen sino porque la información con opinión no aseguraba que se fuera a llegar a una audiencia adecuada. Sin duda también esperaban que a los anuncios que rodeaban las cada vez más estrechas columnas de información se les contagiase el aura de objetividad que era la característica esencial del periodismo responsable.
En un curioso giro histórico, los anuncios, la publicidad y las demás formas de persuasión comercial llegaron a presentarse como información. Los anuncios y la publicidad sustituyeron el debate público. Los «persuasores ocultos» -como los llamó Vanee Packard- sustituyeron a los antiguos directores, ensayistas y oradores que no ocultaban su partidismo. La información y la publicidad fueron cada vez más difíciles de distinguir. La mayor parte de las «noticias» de nuestros periódicos -el 40 %, según una estimación conservadora del profesor Scott Cutlip, de la Universidad de Georgia- consisten en materias elaboradas por agencias de prensa y oficinas de relaciones públicas y después regurgitadas intactas por los órganos «objetivos» del periodismo. Nos hemos acostumbrado a la idea de que la mayor parte del espacio de los periódicos se dedique a los anuncios; dos tercios al menos de la mayoría de los periódicos. Pero si consideramos las relaciones públicas como otra forma de publicidad -lo que no está traído por los pelos, pues ambas están alimentadas por empresas privadas de inspiración comercial- tenemos que acostumbrarnos a la idea de que gran parte de las «noticias» también consisten en publicidad.
La decadencia de la prensa partidista y el ascenso de un nuevo tipo de periodismo que pretende niveles rigurosos de objetividad no garantiza un suministro estable de información utilizable. Si la información no procede de un continuo debate público, en su mayor parte será irrelevante en el mejor de los casos; desorientadora y manipuladora en el peor. La información la generan cada vez más los que quieren promocionar algo o a alguien -un producto, una causa, un candidato político o un empleado público sin argumentar sus méritos ni presentarse explícitamente como material publicitario. Gran parte de la prensa se ha convertido, en su afán de informar al público, en un conducto para algo semejante al correo publicitario. Igual que la oficina de Correos -otra institución que antes servía para ampliar el ámbito de la discusión cara a cara y crear «comisiones por correspondencia»-, ahora transmite una abundante información inútil e indigestible que nadie desea, la mayor parte de la cual termina en la basura sin que la hayan leído. El efecto más importante de esta obsesión por la información -además de la destrucción de árboles para fabricar papel y el creciente engorro de la «gestión de la basura»- es que socava el prestigio de la palabra. Cuando las palabras sólo se utilizan como instrumentos de publicidad o propaganda, pierden su poder de persuasión. Pronto dejan de tener significado. La gente pierde la capacidad de emplear el lenguaje precisa y expresivamente e incluso de distinguir una palabra de otra. La palabra hablada se adapta al modelo de la palabra escrita en lugar de suceder lo contrario, y el lenguaje ordinario empieza a sonar como la jerga coagulada que vemos impresa. El lenguaje ordinario empieza a sonar a «información», un desastre del que el inglés quizá nunca se recupere.
Christopher Lasch