Varios pasajes de «La gaya ciencia» de Friedrich Nietzsche (parte I)


“La gaya ciencia” (1882) es quizás la mejor puerta de entrada a la obra del poeta/filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Acá me propongo seleccionar algunos de los pasajes del libro más representativos de su pensamiento, además de aquellos que mejor predicen nuestra era. Por si no están enterados, en «La gaya ciencia» es donde Nietzsche da inicio a su famosa “transvaloración de valores”, la cual culminaría en su novela filosófica “Así habló Zaratustra” (1885), obra de la que llegó a sentirse particularmente orgulloso.

* LIBRO PRIMERO:

* Sección- XII:

Del fin de la ciencia. — ¿Es posible que el último fin de la ciencia sea suministrar al hombre todo el placer posible y ahorrarle todas las molestias que pueden evitarse? ¿Y cómo, si el placer y el dolor están tan fuertemente atados uno al otro, que quien quiera gozar del primero hasta donde quepa, tendrá por fuerza que gustar también del último en proporción semejante, y el que aspire a elevarse en su júbilo al cielo, ha de prepararse también a estar triste a par de la muerte? Y así es, tal vez. Al menos así lo entendían los estoicos, y eran consecuentes cuando pedían el menor placer posible para que la vida les causara pocas molestias. (Cuando enunciaban la sentencia “el hombre virtuoso el más feliz, presentaban a las masas la divisa de la escuela y ofrecían a la par una sutil casuística a los más sagaces.) Hoy todavía cabe elegir; o bien la menor molestia posible, es decir, la ausencia del dolor, y los socialistas y los políticos de todos los partidos no deberían, honradamente, ofrecer más a sus partidarios, o bien las mayores molestias posibles, como precio del aumento de una multitud de deleites y placeres refinados y rara vez catados hasta ahora. Si os decidís por lo primero, si queréis disminuir los padecimientos de los hombres, sabedlo bien, tendréis que disminuir también su capacidad para el deleite. Cierto es que con la ciencia se puede ayudar a uno y otro fin. Tal vez lo que se conoce ahora mejor de la ciencia es su facultad de privar a los hombres del placer y de tornarlos más fríos, más insensibles, más estoicos. Pero también podrían descubrirse en ella facultades dispensadoras de grandes dolores. Y entonces se descubriría a la vez su fuerza contraria, su facultad inmensa de ofrecer al placer un nuevo cielo estrellado.

* Sección- XVI:

El paso. — En las relaciones con las personas que tienen pudor de sus sentimientos hay que saber disimular, pues experimentan un odio repentino hacia quien sorprende en ellos un sentimiento tierno, entusiástico o elevado, cual si se hubieran visto sus más secretos pensamientos. El que quiera hacerles un bien en tales momentos debe de hacerles reír o deslizar bromeando alguna fría malicia; así su sentimiento se hiela y vuelven a ser dueños de sí mismos. Pero estoy dando la moraleja antes que la historia.

Estuvimos una vez tan cerca el uno del otro en la vida, que parecía que nada podía estorbar nuestra amistad y nuestra fraternidad y que no había entre nosotros más que un breve paso. En el instante en que ibas a darlo te pregunté: “¿Vas a atravesar el puente para venir conmigo?” Entonces cambiaste de parecer y, aunque te rogué que pasaras, no me contestaste. Desde entonces montañas, ríos, todo lo que puede separar e incomunicar se ha precipitado entre nosotros, y aunque quisiéramos reunirnos, no podríamos. Y cuando piensas ahora en aquel paso tan breve, no encuentras palabras, sino sollozo y pasmo.

* Sección-XX:

Dignidad de la locura. — Algunos miles de años más por el camino que siguió el último siglo, y en todos los actos del hombre será visible la más consumada prudencia, mas por lo mismo la prudencia perderá su dignidad. Sí, entonces será necesario ser prudente, pero será también tan vulgar y ordinario que una inteligencia hastiada podrá considerar aquella necesidad como una grosería. Y así como la tiranía de la verdad y de la ciencia puede llegar a producir un alza en el valor de la mentira, la tiranía de la prudencia puede hacer germinar una nueva especie de nobleza del alma. Ser noble, será, tal vez entonces, tener la cabeza llena de pájaros.

* Sección-XXV:

No estar predestinado al conocimiento. — Hay una humildad sencilla, bastante frecuente, que hace al que la posee inepto para ser discípulo del conocimiento. Y es porque en el instante en que un hombre de esta condición ve alguna cosa que le asombra, vuelve sobre sí y se dice: “¡Te has engañado! ¿Dónde tenías los sentidos? Eso no puede ser verdad”. Y en vez de volver a mirar otra vez vez y más de cerca, en vez de aguzar el oído, huye intimidado y procura no volver a tropezar con aquella cosa chocante, que quiere expulsar de su cabeza cuanto antes. Su regla interior es ésta: “No quiero ver nada que esté en contradicción con la opinión común acerca de las cosas. ¿Soy yo capaz de descubrir verdades nuevas? Demasiadas hay antiguas”.

* Sección-XXXII:

Discípulos que no se deseaban. — ¿Qué haré con estos dos muchachos? –se preguntó, malhumorado, un filósofo que corrompía a la juventud, como Sócrates la corrompió antaño. –Éste no sabe decir que no, y aquél a todo contesta con el término medio. Concediendo que comprendieran mi doctrina, el primero padecería demasiado, pues mis ideas requieren un alma guerrera, deseo de hacer mal, el placer de la negación, una coraza dura, y él sucumbiría a sus heridas abiertas y a sus heridas interiores. Y el otro en todas las causas que defienda se conformará con una transacción que le permita hacer algo mediano; discípulo tal se lo deseo a mi enemigo.

* Sección-XXXVIII:

Los explosivos. — Si se considera cuán contenida se halla en los jóvenes la fuerza que está deseando estallar, no nos sorprenderá observar que carecen de delicadeza y de tacto para decidirse en favor de esta o de otra causa. Lo que les atrae es el espectáculo del ardor que rodea a una causa, en cierto sentido el espectáculo de la mecha encendida, y no la causa en sí misma. Por eso los seductores más sagaces se ingenian en hacerles esperar la explosión, mejor que en convencerles con razones: con argumentos no se conquista a esos barriles de pólvora.

* Sección-XL:

De la falta de formas nobles. — Los soldados y sus jefes mantienen todavía relaciones de orden superior a las que median entre patronos y obreros. Provisionalmente, al menos, toda civilización de base militar resulta muy superior a lo que se llama civilización industrial. Esta última, en su forma actual, es la forma de vida más baja que se ha conocido hasta ahora. Las leyes de la necesidad únicamente la rigen; es forzoso venderse para vivir, mas se desprecia al que explota esta necesidad y al que es comprado, al trabajador. Es singular que la sumisión a los poderosos, que inspiran miedo y hasta terror, como los tiranos y los jefes de los ejércitos, produzca una impresión mucho menos vejatoria que la sumisión a personas desconocidas y sin importancia, como son las ilustraciones de la industria. El obrero no ve en el patrono más que un explotador astuto, un perro que especula con la miseria y cuyo nombre, modales, costumbres y reputación le son indiferentes por completo. Los industriales y los grandes negociantes del comercio han carecido probablemente, hasta ahora, de todas esas formas y señales distintivas de la raza superior que son indispensables para hacer interesantes a las personas. Si hubiesen tenido en la mirada y en el gesto la distinción de la nobleza hereditaria, no existiría tal vez el socialismo de las masas, pues, en el fondo, las masas están dispuestas a admitir la esclavitud bajo todas sus formas con tal de quien esté por encima de ellas muestre continuamente su superioridad y la legitime por el derecho de haber nacido para mandar, revelado en la nobleza de sus modales. El más vulgar de los hombres comprende que la nobleza no se improvisa y que hay que honrar en ella el fruto de largos períodos; pero la falta de formas distinguidas y la famosa vulgaridad de los fabricantes, con sus manos encarnadas y sucias, despierta en el hombre del pueblo la idea de que el azar y la suerte son los que han puesto al uno encima del otro, y en su interior piensa: “pues bien, tentemos también nosotros alguna vez al azar y la fortuna”, y así el socialismo comienza.

* Sección-XLII:

Trabajo y aburrimiento. — En los países civilizados casi todos los hombres trabajan para ganar un salario. Para ellos el trabajo es un medio, no un fin, y por eso no se muestran delicados en la elección de trabajo, con tal de que les proporcione buena retribución. Hay algunos hombres excepcionales que prefieren perecer a trabajar en cosas que no deleitan; son minuciosos y difíciles de contentar y no les basta con ganar mucho si el trabajo no es por sí mismo la ganancia de las ganancias. A esta especie de hombres raros pertenecen los artistas y los contemplativos de todas clases, pero también los ociosos que se pasan la vida cazando aventuras e intrigas amorosas. Todos ellos buscan el trabajo y el esfuerzo cuando va mezclado con algún placer y no les asusta entonces la más dura y difícil de las faenas. Pero, de no ser así, su pereza es grande hasta cuando puede traer consigo la pobreza, el deshonor o peligros para su salud y la vida. Temen menos que el aburrimiento al trabajo sin gusto, y hasta necesitan de una gran dosis de aburrimiento para que su trabajo pueda salirles bien. Para el pensador y el espíritu inventivo el aburrimiento es la calma chicha del alma que precede a los alegres vientos y a la feliz carrera; hay que soportarlo y esperar su efecto, y esto es lo que las inteligencias inferiores no pueden conseguir de sí mismas. Disipar el aburrimiento de cualquier manera es lo vulgar, tan vulgar como el trabajo sin gusto. En esto se distinguen los asiáticos de los europeos: es que aquéllos son capaces de reposo más prolongado y profundo que éstos. Hasta sus narcóticos obran lentamente y requieren paciencia, al revés de lo que sucede con la insoportable rapidez de ese veneno europeo que llamamos alcohol.

* Sección-XLV:

Epicuro. —Sí, me enorgullezco de entender el carácter de Epicuro de un modo diferente tal vez a como lo entiende todo el mundo, y de gozar de la antigüedad como de una deleitosa tarde cada vez que leo u oigo algo de él. Veo su mirada vagar sobre anchos mares blanquecinos, sobre los peñascos de la costa en que descansa el sol, en tanto que los animales, chicos y grandes, se regocijan bajo sus rayos, tan tranquilos y seguros de sí como aquella claridad y aquellos ojos. Esta dicha sólo pudo ser inventada por alguien que padeciera sin cesar; es la dicha de unos ojos que han visto apaciguarse bajo su mirada el mar de la existencia, que no se hartan de contemplar la superficie de ese mar, su epidermis multicolor, suave y agitada. Jamás hubo hasta entonces semejante modestia y voluptuosidad.

* Sección-XLVIII:

El conocimiento de las miserias. —Tal vez los hombres, como las épocas, en nada se distinguen tanto unos de otros cual en el grado diferente de su conocimiento de las miserias que padecen: miserias del alma y miserias del cuerpo. Por lo que toca a las últimas, los hombres de hoy día, a pesar de nuestra flaqueza y nuestras enfermedades, acaso nos hemos vuelto todos ignorantes y caprichosos por falta de experiencia, en comparación con la época del miedo –la época más larga de la humanidad–, en la que el individuo tenía que protegerse contra la violencia ajena y se veía obligado por lo mismo a ser él violento también. Pasaba entonces el hombre por una dura escuela de dolores físicos y de privaciones y era para él indispensable medio de conservación cierta crueldad para consigo mismo, un voluntario ejercicio de dolor. Entonces enseñaba cada cual a sus allegados a soportar el dolor, entonces se gustaba de provocar el dolor, y al ver a otro afligido por lo más terrible que pueda haber en este género, no se oía otra voz que la de la propia seguridad.

Pero en lo tocante a las miserias del alma, estudio yo ahora atentamente a cada hombre para darme cuenta de si las conoce por experiencia o por descripción; si juzga necesario aparentar semejante conocimiento para dar una muestra de buena crianza, por ejemplo, o bien si en el fondo de su alma no cree mucho en esos grandes dolores del espíritu o si cuando los nombran en su presencia pasa por él algo semejante a lo que sucede cuando oye hablar de padecimientos físicos, es decir, que piensa enseguida en sus dolores de muelas o estómago. De esta falta universal de ejercicio en ambas clases de dolor y de ser poco frecuente el espectáculo de los padecimientos del hombre emana una consecuencia importante: se detesta el dolor mucho más que lo detestaron los antiguos; se habla de él peor que nunca y hasta la mera existencia del dolor como idea parece insoportable y da pie para dirigir a la vida una reconvención o plantear un caso de conciencia. El nacimiento de filosofías pesimistas no es señal de grandes y terribles males; pero esas dudas sobre el valor de la vida surgen en tiempos en que el refinamiento y holgura de la existencia hacen que hasta la picaduras de las moscas del alma y del cuerpo parezcan sobrado crueles y malignas y en que, a falta de verdaderos experimentos prácticos de dolor, se quiere hacer pasar la figuración de los tormentos en la fantasía como un dolor de superior especie. Un buen remedio hay contra las filosofías pesimistas y la excesiva sensibilidad que, a mi parecer, son los verdaderas males de hoy; pero tal remedio parecería demasiado cruel y sería contado entre los indicios por los cuales se asegura que la vida es un mal; pero en fin, el remedio de las miserias imaginarias son las miserias verdaderas.

* Sección-LI:

Veracidad. — Alabo todo linaje de escepticismo, al cual puede contestarse: ¡experimentemos! Mas no quiero oír hablar de cosas ni cuestiones que no admiten experiencias. Estos son los límites de mi veracidad, pues en ese punto pierde el valor de sus derechos.

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LIBRO SEGUNDO:

* Sección- LIX:

Nosotros los artistas. — Cuando amamos a una mujer nos acontece, en ocasiones, que odiamos a la naturaleza al pensar en las repugnantes funciones naturales a que toda mujer se halla sujeta. De buen grado pensaríamos en otra cosa, pero si acaso nos pasa por la mente tal representación, hacemos un movimiento de disgusto y echamos una ojeada de desprecio a la naturaleza, sintiéndonos ofendidos al ver cómo invade, de manera harto profana, nuestros derechos de propiedad. Cerramos los oídos a toda psicología, fallamos y queremos ignorar que el hombre es algo más que alma y forma. Para los enamorados el organismo que hay debajo de la piel es una abominación, una monstruosidad, una blasfemia contra Dios y el amor. Pues bien, este sentir de los enamorados, respecto de la naturaleza y de las funciones naturales, era el que experimentaban antaño los adoradores de Dios y de su omnipotencia. En todo lo que dicen los astrónomos, los geólogos, los fisiólogos y los médicos acerca de la naturaleza, veían aquellos fieles una usurpación de lo más sagrado, un ataque a ello y una demostración de la imprudencia de los que así lo atacaban. Las leyes de la naturaleza les parecían una calumnia contra Dios, y en el fondo les habría parecido maravilloso ver reducida toda mecánica a actos de voluntad y albedrío moral; pero como nadie podrá prestarles este servicio, preferían ocultarse a sí mismos todo lo posible la naturaleza y la mecánica y vivir en el ensueño. ¡Oh, esos hombres del pasado sabían soñar sin necesidad de echarse a dormir! ¡Y todavía nosotros, los hombres de hoy, sabemos hacerlo muy bien, a pesar de nuestro deseo de vivir despiertos a la luz del día! Nos basta amar, odiar, desear, nos basta sencillamente sentir para que enseguida el espíritu y la fuerza del ensueño desciendan a nosotros, y con los ojos abiertos, indiferentes ante el peligro, trepemos por el más peligroso camino que conduce a las cumbres y a las torres de la imaginación; el vértigo no se apodera de nosotros, que nacimos para trepar, que somos en pleno día sonámbulos; no nos domina a nosotros los artistas, a nosotros que, lunáticos y ebrios de lo divino, escondemos lo natural. Viajeros infatigables, silenciosos cual la muerte, pasamos por las alturas sin advertirlo, creyendo hallarnos en plena seguridad.

* Sección- LXV:

Donación de sí mismo. — Hay mujeres de nobles sentimientos, pero de cierta pobreza de espíritu, que no saben expresar la completa entrega de sí más que ofreciendo su pudor y su virtud, porque es lo más precioso que tienen. Y muchas veces se acepta este regalo, sin considerarse tan seriamente obligado como la donante espera; y es un caso harto melancólico.

* Sección- LXVI:

La fuerza de los débiles. — Todas las mujeres son habilidosas cuando quieren exagerar su debilidad y hasta se ingenian admirablemente para inventar debilidades que les den aspecto de frágiles adornos a quienes un grano de polvo daña. Así se defienden de la fuerza y del derecho del más fuerte.

* Sección- LXVII:

Fingir su propio carácter. —Ella le ama ya y mira delante de sí con tan serena confianza que recuerda la de las vacas. ¡Pobre de ella! Su hechizo consistía precisamente en aparecer variable e inasequible por naturaleza. Él tiene ya de suyo sobrada ecuanimidad, sobrada serenidad de tiempo invariable. ¿No habría sido mejor que ella siguiera fingiendo su antiguo carácter, que aparentase indiferencia? Su mismo amor ¿No le aconseja proceder así? ¡Vivat comedia!

* Sección- LXVIII:

Voluntad y sumisión. —Llevaron a un mancebo a presencia de un sabio, a quien dijeron: “Mira, éste está en camino de dejarse pervertir por las mujeres”. El sabio meneó la cabeza y se echó a reír: “Los hombres –dijo– son los que pervierten a las mujeres, y todo aquello en que falten las mujeres deben pagarlo los hombres y ser corregido en ellos, pues es el hombre quien ha creado la imagen de la mujer, y la mujer se ha hecho con arreglo a esa imagen”.

“Eres demasiado benévolo con las mujeres –dijo uno de los presentes–, no las conoces.” El sabio contestó: “El carácter distintivo del hombre es la voluntad, el de la mujer la sumisión; tal es la ley de los sexos, ¡Dura ley para la mujer! Todos los seres humanos son inocentes de su existencia, pero la mujer lo es el doble; toda dulzura y toda suavidad para con ellas es poca.

“Qué dulzura ni qué suavidad –dijo uno entre el público– ¡Lo que falta es educar a la mujer!”. “Mejor es educar a los hombres” –contestó el sabio, e hizo seña de que le siguiera el mancebo. Mas el joven no le siguió.

* Sección- LXXVI:

El mayor de los peligros. —Si no hubiese habido en todas las épocas muchos hombres que cifraran su orgullo en la disciplina del espíritu, en la razón, y la mirasen como deber y virtud, hombres a quienes ofendía y humillaba todo lo que fuera fantasía y exceso de imaginación, como decididos partidarios que eran del sentido común, haría ya mucho tiempo que habría desaparecido la humanidad. Por encima de ella se cierne de continuo, y es el mayor de los peligros que la amenazan, la locura, dispuesta siempre a manifestarse y que significa precisamente la irrupción del capricho en los sentidos, en la vista, en el oído, el deleite en las orgías del espíritu, el goce que produce la sinrazón humana. No son la verdad y la certeza lo más opuesto a la locura, sino la unidad en las creencias y la obligación de discurrir todos de la misma manera o, lo que es igual, la exclusión del capricho y los juicios. El mayor de los trabajos realizados por la humanidad ha consistido en irse poniendo de acuerdo sobre muchas cosas y promulgar una ley de conformidades, sean verdaderas o falsas las cosas sobre las cuales versa. En esto consiste la educación del cerebro humano; mas los instintos opuestos son todavía tan poderosos que no se puede hablar del porvenir de la humanidad con mucha confianza. Las imágenes de las cosas retroceden y cambian de lugar continuamente, y es de presumir que en lo sucesivo ocurrirá esto con mayor rapidez y mayor frecuencia todavía; las inteligencias más sobresalientes se rebelan contra esa regla de unidad impuesta a todos, y los que más se resisten a ella son los exploradores de la verdad. Esa creencia común, por lo mismo que es la creencia de todo el mundo, engendra en los espíritus refinados cierta repugnancia y una nueva concupiscencia. La lenta marcha que tal creencia exige en los procesos intelectuales, ese andar de tortuga impuesto por vías de autoridad ha bastado por sí solo para hacer desear a los artistas y a los poetas, en cuyos espíritus impacientes produce verdadero júbilo la locura: ¡Tiene un aire tan alegre! Se necesitan, pues, inteligencias virtuosas –quiero emplear la palabra que menos se preste al equívoco–; es menester la tontería virtuosa; hace falta gente que no se canse de llevar el compás y la batuta y que tenga tardo el espíritu para que los fieles de la gran creencia general no se disgreguen y sigan ejecutando su danza. Una necesidad de primer orden lo exige así. Nosotros somos la excepción y el peligro; nosotros tenemos necesidad de defendernos constantemente. Pero, con todo, se puede abogar en favor de la excepción, con tal de que no pretenda convertirse en regla.

* Sección- LXXIX:

Atractivo de la imperfección. Ved aquel poeta que, como tantos hombres, ejerce con sus imperfecciones un atractivo superior al de las cosas acabadas y que salen perfectas de la mano; su gloria y su mérito dependen más de su impotencia final que de su fuerza creadora. Sus obras no expresan jamás por completo lo que en realidad quería él expresar en ellas, lo que quería él haber visto; parece que dan como un presentimiento de la visión, mas no la visión misma; pero en el alma de este poeta queda un vehemente deseo de alcanzar tal visión, y de ese deseo de alcanzar tal visión mana una elocuencia tan grande como la que da el hambre o cualquier violento apetito. Con él se eleva el que le escucha por encima de su obra y de todas las obras; él le da alas para volar más alto de lo que jamás volaron yentes, y transformado así el que le oye en poeta y vidente, experimenta admiración tal hacia el artífice de su dicha, como si le hubiera conducido directamente a la contemplación de lo más sagrado y más oculto, como si el poeta hubiera llegado a la meta, cual si hubiese visto verdaderamente y hubiese comunicado la visión a sus oyentes. La gloria de este poeta gana, pues, con que no haya llegado en realidad al fin que pretendía.

* Sección- XCIII:

¿Y tú por qué escribes entonces?— A.–Yo no soy de esos que piensan con la pluma mojada en la mano, y menos todavía de los que se entregan a sus pasiones con el tintero abierto, sentados en su sillón y mirando el papel. Me enoja y avergüenza todo escrito; para mí escribir es una necesidad; me repugna hablar de ella hasta por símbolos. B. –¿Y por qué escribes entonces? =A.–¡Ay, querido amigo! Te diré, para que quede entre nosotros, que no he descubierto otro medio de desembarazarme de mis pensamientos.=B. –¿Y por qué quieres desembarazarte de ellos?= A. –¿Que por qué quiero? ¿Acaso crees que yo lo quiero? No tengo más remedio.= B. ¡Basta, basta!”.

* Sección- CVII:

Nuestra postrera gratitud al arte.— Si no gustásemos de las artes y no hubiésemos inventado esta manera de rendir culto al error: la comprensión de la universalidad de la mentira y no de lo verdadero, no podríamos soportar ese convencimiento de que la ilusión y el error son condiciones necesarias del mundo intelectual y del mundo sensible. La sinceridad nos conduciría al tedio y al suicidio. Pero hay una potencia contraria que se opone a nuestra sinceridad y nos ayuda a librarnos de consecuencias tales: es el arte como buena voluntad de la ilusión. No impedimos ya a nuestros ojos que redondeen e inventen un desenlace: no es ya la eterna imperfección lo que llevamos flotando por el río del devenir, nos figuramos conducir una diosa y este servicio nos llena de infantil orgullo. La existencia nos parece soportable como fenómeno estético, y el arte nos da ojos y manos, y sobre todo tranquilidad de conciencia para poder engendrar nosotros mismos ese fenómeno. De vez en cuando necesitamos descansar de nosotros mismos, mirarnos desde lo alto, en la lejanía del arte, para reír y llorar por nosotros; necesitamos descubrir al héroe y al loco que oculta nuestra pasión por el conocimiento; es menester que alguna vez nos regocijemos con nuestra locura para que podamos conservarnos alegres en nuestra sabiduría. Precisamente porque somos hombres pesados y graves, pesos antes que hombres, no hay nada que nos haga tanto bien como el cascabelero cetro de la locura; lo necesitamos para distraernos de nosotros mismos; nos hace falta un arte petulante, ondulante, bailarín, burlón, pueril y satisfecho para no perder aquella libertad que nos eleva sobre as cosas que nuestro ideal reclama. Sería para nosotros un retroceso volver a caer en la moral, pues con nuestra escrupulosa lealtad y con las exigencias demasiado severas que tenemos para con nosotros mismos, acabaríamos por convertirnos en monstruos y espantajos de virtud. Debemos aspirar a colocarnos por encima de la moral, y no sólo a colocarnos encima con la medrosa rigidez del que teme a cada instante escurrirse y caer, sino volar y jugar por encima de ella. ¿Cómo podríamos hacerlo sin el arte, sin locos? Mientras os avergoncéis de vosotros mismos, sea por lo que fuere, no podéis ser de los nuestros.

Friedrich Nietzsche.

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