Varios pasajes de «Rameras y esposas» de Antonio Escohotado


Filósofo, jurista, ícono libertario, Antonio Escohotado es POR LEJOS uno de los pensadores españoles más importantes de los últimos tiempos. Entre sus obras más destacables se cuentan:Los enemigos del comercio (tomos uno, dos y tres)”, “Historia general de las drogas”, “Sesenta semanas en el trópico”, etc.. “Rameras y Esposas”, libro editado en el año 1993, es su undécima obra y en ella, a través de cuatro famosísimos mitos, el autor traza una especie de historia de las relaciones entre hombres y mujeres en clave ensayística. Acá van algunos de los pasajes que más subrayé:

* La carne frágil, antes del cobijo familiar:

|Sobre el nacimiento de Venus Afrodita|:

La diosa más venerada en origen no es una madre, sino quien promueve y funda el ayuntamiento, un símbolo de voluptuosidad. Hay deidades de tipo materno, ciertamente, pero son diosas menores, que no suscitan tanta devoción popular. También hay deidades femeninas de senectud, como Hécate, con escasos fieles igualmente.

En su versión griega, esa diosa nace de un Cielo castrado por el Tiempo, cuyos genitales se mezclan con el mar océano. Llevados a la deriva, los restos forman una blanca espuma, cada vez más densa, de la cual acabaría brotando una doncella que fue llamada por eso Afrodita. (…) Por donde iba pasando [Afrodita] surgía la hierba, y el orden cósmico atribuyó a su persona el cuidado de los susurros, la risa y las chanzas. (…) Pero la diosa del amor no se repartió por igual a lo largo de las eras. Primero se derramó generosamente en la ciudad de Uruk, hace unos cincuenta siglos. Allí, celebrada con el nombre de Ishtar, impuso una sociedad que el cronista describe con trazos vivos:

«Donde la gente bulle en atavíos de fiesta
y todos los días son feriados;
donde muchachos y mujeres de placer pasean su desnudez
llena de perfume. ¡Gobiernan los grandes desde sus lechos!»

* Una familia de dioses:

|Sobre Hera y su primera vez con Zeus|:

Zeus no ignoraba que su hermana tenía caminos sucesivos y recurrentes, que nada ni nadie lograría alterar. Ciertamente, le faltaban el encanto de Afrodita, las capacidades de Atenea, la física realidad de Hestia y Démeter, la viveza de cualquier ninfa y tantas humanas. Paris no la eligió como símbolo de hermosura, y aunque su belleza fuese impecable, había en ella algo ajeno a la belleza, más próximo al poder y al deber. Dicen otros que su hermosura era implícita, visible solo para seres de muy alto rango, y que si Paris hubiese osado mirarla –tan solo mirarla como mujer– no habría habido guerra de Troya.

Ahora estaba en Cnossos, esperando con disimulada impaciencia en un bosquecillo. (…) Hera pensaba que Zeus era tan manejable como cualquier otro varón. Sin embargo, él se había convertido ya en un gran pavo real, adornado por el abanico de su cola multicolor, y la metamorfosis prometía un abordaje más directo, que ocurrió al situarse tras ella. Retransformándose en un abrir y cerrar de ojos, Hera notó que un brazo la ceñía por el pecho y otro por el vientre, mientras el cuerpo tembloroso del dios se pegaba al suyo. Pero Hera no estaba dispuesta a ser como las otras. Se quedó mirando con desprecio, hierática, mientras él tocaba la carne ofrecida a sus manos como el músico se prende de un instrumento perfecto. Por más que tocase, la redonda suavidad era frío mármol; en el cuerpo no resonaba eco alguno de placer. Priápico, jadeante, acabó levantando los ojos hacia los suyos, donde una mezcla de odio y burla heló sus ímpetus de ingenuo violador.

III

|Sobre Hera y sus peleas con Zeus|:

Un día la crueldad de Hera para con cierta mujer y su hijo colmó la paciencia de Zeus. Estaban solos, y dieron rienda suelta a su amargura.

— Tú tomaste mi inocencia de doncella –dijo Hera–. Puedes decir que soy tuya, que cuidaré una casa y calentaré en invierno la cama fría de mi dueño. No por ello te llamaré hermano, porque viniste como el furtivo que acecha a una presa. Tu astucia me deshonró, pero yo soy la que era antes de tu advenimiento; sobreviviré a este reino, y será siendo infiel a aquello que entiendes como la compañera.

— Me acerqué a ti con deseo –repuso el esposo–. Y en vez de simular una huida o asentir me ofreciste una carne muerta, una mirada de menosprecio. Pero para enseñarte al mismo tiempo mi ingenio y tu degeneración me disfracé de flaqueza e infortunio. Me amarías si fuese inerme y llorase para obtener. (…) Óyelo bien: nunca le robarás el hombre a la moza de la posada, nunca te verás radiante en las pupilas de quien te goce. Protegerás a niños y ancianos, cuidarás de adultos enfermos, gobernarás con mano firme un hogar, te relacionarás con los dependientes de ti, solo con ellos…

— ¿Y qué sabes tú de mí, dios ridículo? –interrumpió Hera–. Yo no necesito hacer para ser. No necesito desterrar el tiempo. No necesito encontrar razones. Estoy en lo eterno. Sin mí tu Olimpo sería arrastrado por el viento, como un pergamino manchado con garabatos de algún geómetra demente.

— ¡No temo tu ira! –bramó Zeus–. Aunque huyeses y conspirases allí con Cronos y los titanes ¡No temo tu ira! Tienes el alma esquiva, tu palabra no vale nada. Hiciste de nuestras nupcias una guerra, donde el amor es debilidad y la indiferencia es fuerza. (…) Tu pretensión de respeto oculta ansias de acaparar poderío. Si te otorgara el gobierno del mundo subordinarías todo a la fecundidad. A mí y a mis semejantes nos darías el trato que reciben los zánganos tras ceder su simiente, y castrarías ya de entrada a todos los mansos para hacer esclavos sin nostalgia.

(…)

Pero la tortura fue breve. Las rendidas lamentaciones de la diosa conmovieron al dios, que no vaciló en excusarse mientras veía de remediar las cosas tumbando a la descoyuntada Hera sobre su tálamo. Fueron convocados Orfeo y Pan, para que con su lira y su flauta restañasen las heridas de tan áspero combate. Se cuenta también que el posterior encuentro carnal no resultó tan desastroso; con su voz entrecortada, Hera dejaba escapar de tarde en tarde un «¡mi dueño!», a lo cual Zeus murmuraba «¡Esposa mía, esposa mía».

* Una familia sagrada:

|Sobre cómo José el “padre en la carne” de Jesús–, llegó a casarse con María|:

Abrumado por la sabiduría de la muchacha, aunque urgido por la inminente llegada de la menstruación, el clero del templo hizo un llamamiento a los varones. El Protoevangelio afirma que fueron convocados viudos solamente, la Historia de José dice que llamaron a doce ancianos de la tribu de Judá, y el De Nativitate Mariae menciona a «todos los varones de la casa de David hábiles para el matrimonio y sin casar». Pero la descripción más precisa se encuentra en otro evangelista, pues al parecer el pontífice Abiatar fijó la convocatoria en la puertas del templo, con las siguientes palabras:

— Vengan mañana todos los que no tengan mujer, y traigan cada cual la verga en su mano.

Esperaban con esa especie de concurso que en el extremo de alguna de las vergas surgiera «una paloma blanca», pues el prodigio indicaría quien iba a ser el esposo de la virgen. Pero antes de llegar los solteros al templo un ángel dijo a Abiatar:

— Hay entre todas las vergas una pequeñísima, a la que tendrás en poco; pues bien, verás cómo aparece sobre ella la señal.

Así fue, y de este modo se conocieron José y María.

* Prosaicos reflejos:

|Sobre la prostitución en Babilonia|:

Toda mujer babilonia debe sentarse una vez en su vida en el templo de la diosa, y entregarse a un desconocido. Muchas hay orgullosas de su riqueza, que desdeñan mezclarse con el rango inferior, pero acuden al templo en carruaje cubierto, escoltadas por multitud de sirvientes. Con todo, la mayoría actúa como sigue: se sientan en el recinto sagrado, ceñida su cabeza por una cinta; un gran número hay allí, entrando unas y saliendo otras. Dejan entre ellas pasillos rectos, que los hombres recorren antes de elegir. Una vez que la mujer está allí, no regresa a su casa antes de que un desconocido haya lanzado sobre su regazo una moneda y copulado con ella. Al lanzar esa moneda debe decir: «Invoco para ti a la diosa Mylita». Es el nombre que los asirios dan a Afrodita. Por mediocre que sea su obsequio, la mujer no debe rechazarlo, pues ese dinero es sagrado. Sigue al primero que la solicita; no desdeña a ninguno. (…) Las bellas y de digno porte no tardan en hallar hombre. Las peor hechas esperan largo tiempo hasta poder cumplir la ley. Algunas han llegado a permanecer en el templo tres o cuatro años.

(…)

Varias comunidades de la India siguen manteniendo la tradición de que las doncellas acudan al templo y esperen allí la llegada de un desconocido dispuesto a poseerlas; cuando eso no sucede, sus propias madres buscan a algún extranjero, incluso pagando el servicio, y caso de no haberlo la desfloración se produce con el falo de alguna estatua de Shiva. Lo notable es que solo después de perder el himen merece la muchacha el nombre de virgen, pura y santa, tal como en Uruk y Babilonia solo era virgen, pura y santa la hieródula.

III

|Sobre la prostitución actual|:

La ramera actual es un vástago de leyes represivas, que tras haber introyectado alguna variante de ideología puritana se conduce como un ser frígido, llamado a practicar su oficio exclusivamente por necesidad. La hipocresía del derecho vigente hace que deba ser «protegida» por proxenetas –casi siempre personal de la brigadas antivicio, o colaboradores directos suyos–, cuyo oficio es enseñar a la mujer esa disposición y mantenerla en ella, si preciso fuera golpeándola o hasta matándola para dar ejemplo, con lo cual su pupila adopta una actitud más castradora que amistosa hacia el cliente; de hecho, representa a la moral en el seno mismo de su opuesto, pues hace lo prohibido con tal desgana, prisa y avidez monetaria que quienes recurren a ella son premiados con altas dosis de humillación.

|Sobre la vida sexual en la antigua Grecia y lo que se vino después|:

Por lo demás, nada hay tan extraño a la antigüedad griega como el puritanismo y otras modalidades de rigidez sexual. Ninguna cultura escrita ha sido más rotunda a la hora de promover ideales andróginos, basados en potenciar armoniosamente lo femenino y lo masculino de ambos sexos. (…) La bisexualidad no era excepción sino regla, y tanto para el hombre como para la mujer ignorar los placeres homosexuales constituía un signo de insensible barbarie.

Tampoco se observa allí la cesura entre amor caritativo y carnal, porque la carne es espíritu en sí, y pretender lo contrario delata ánimo enfermizo. Para ser exactos, delata impiedad también –negar los derechos inalienables de Dioniso sobre el viviente–, cosa que Atenas y otras polis evitaban estableciendo al menos tres semanas al año de bacanales, donde la virtud exigía sumarse a una confusión (orgía) de todos los papeles.

Sin embargo, este mundo apoyado sobre Apolo y Dioniso no sobrevivió al yugo romano, y lo que cristaliza como mito ejemplar en la era siguiente –en el helenismo– es el principio de la inmaculada Concepción. No es casual que para entonces rija un patriarcalismo bastante menos acentuado que durante la época clásica. En la familia helenística la esposa tiene muchas veces derecho a pedir el divorcio en caso de concubinato o procreación extraconyugal (con devolución de la dote e indemnizaciones pecuniarias adicionales); también puede testar, exigir alimentos al padre para la prole, desplazarse en buena medida sola y tomar decisiones que no casan con el modelo patriarcal previo, cuyo derecho la considera un menor de edad recluido.

* Fantasmas contrapuestos:

Si la soterrada guerra entre varones y hembras se debía a un desigual reparto en los derechos, la guerra debe considerarse concluida –o vigente tan solo en periferias, donde maquis islámicos traten de seguir haciendo valer el avasallamiento. La incapacidad para contratar y votar, la disparidad en adulterio y divorcio, la irresponsabilidad económica del progenitor masculino, la vieja actitud ante violaciones y malos tratos, todos esos agravios se derrumbaron como un castillo de naipes –casi en sordina–, sin que los previos privilegiados lucharan por evitar el cambio. (…) Por supuesto, las mujeres han seguido padeciendo desigualdades graves, incluso en aquellos países donde más solemnemente se derogaron las leyes patriarcales. Pero su emancipación jurídica es un descomunal logro, reciente y consolidado al mismo tiempo. Bien lo prueba que la mera idea de volver al derecho antiguo parezca una amalgama de idiocia y, miseria, alimentada por tullidos mentales.

|Sobre el amor y sus espantosas desigualdades|:

Los griegos se referían a menudo al amor como enthousiasmós, viendo en dicho entusiasmo alguna forma de delirio sagrado, atribuible finalmente a Eros o Afrodita, que para ellos constituían fuerzas temibles, objetos de un culto a caballo entre la gratitud y el terror reverencial. En nuestro tiempo tendemos a ver más bien el lado laico del asunto, aunque ese lado no evite el otro, y simplemente recubra la vieja piedad o impiedad con un esquema sobre transformaciones sucesivas de la libido. Pero concebir el amor como simple deseo –como presencia de una ausencia– pone en marcha una dialéctica que impondrá a título de cordura la ley mercantil: mucha oferta crea abaratamiento, mucha demanda lo opuesto. Quien menos desee será más deseado, y quien mejor sepa velar su deseo tendrá más opciones. Algo semejante pensaba el timorato Hipólito, y Afrodita le castigó haciendo que la esposa de su padre se enamorara perdidamente de él.

(…)

En el ínterin, entre el fin de la infancia y el comienzo de la senectud, el varón suele hacer frente al hechizo venéreo con terca ingenuidad, desde la frágil postura del que apresuradamente suplica dar, atropellándose con sus iguales como la turba de perros que sigue a una perra en celo.

(…)

La debilidad inherente a quien suplica dar –en contraste con la fuerza del que pide recibir, y la del que sabe esperar a ser solicitado– define un superior estadio evolutivo de la mujer. Su fortaleza es enfrentarse al hechizo venéreo con una medida incomparablemente menor de apresuramiento. Quien sabe aguardar merece elegir, mientras la supuesta fortaleza viril tiene ingredientes de pura maldición: impulsa a una debilidad perpetua, que desea antes de desear. Nos explicaríamos entonces la paciencia e impaciencia respectiva suponiendo que el sexo impaciente goza en mayor medida con el comercio carnal, y en la anticipación de ese goce olvida elementales reglas de cordura.

Antonio Escohotado.


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