Alejandra, o la ecuación de stock


A quién le gusta un nenito llorón y sabiondo, más que a los maestros y las solteronas. A las personas y los niños les gustan las personas y los niños fuertes, decididos, con mandíbulas prominentes aunque sin llegar al prognatismo. Un maxilar inferior robusto denota energía, carácter, independencia de criterio, don de mando, arrojo, decisión. Un mentón prognato, empero, indica estupidez, terquedad, riesgo de morir ahogado cuando llueve. Un ejemplo más de lo importante que es el grado.

Y se quejan. Los abogados, los sociólogos, se quejan de nuestro afán cuantificador, de nuestra devoción a la aritmética. Me permito decir, con total humildad y sin pretender imponerlo, de ninguna manera, faltaba más, que hay que ser bien imbécil para no notar que todo se traduce en sumas y restas. Lo que había, más lo que entró, menos lo que salió, es lo que queda. O lo que había, más lo que entró, menos lo que queda, es lo que salió. Y de la misma forma se pueden despejar las otras 2 incógnitas (perdonen el lenguaje técnico).

La ciencia económica de occidente se reduce a la cuenta de la vieja. En lo micro y en lo macro, así en la Tierra como en el Cielo, como es abajo es arriba (¡Es lo mismo, mi negra! ¡Después cambiamos, igual!). No podemos desperdiciar esta ganga. Nos rompe los ojos, y sin embargo. Lo que gano, menos lo que gasto, es lo que me queda, o lo que me falta si hablamos de patrimonios cuya evolución no afecta al que los administra.

En fin, para qué agrupar lugares comunes. Nada les aporta, y no vienen al caso. Partimos de las acostumbradas disculpas y proseguimos con mi interesantísima circunstancia, en la acepción de Ortega y Gasset. Nos hacemos un lugarcito a codazos a través del telón de miedo, y retomo mi racconto barbarista, neologista, fatalista, americanista y ambientalista. Espero que hayan quedado todos contemplados porque necesito buena prensa. Es imperioso un plan de marketing serio y costoso para llegar a los 346.728 ejemplares que me propongo colocar en la plaza de habla hispana, en el primer año. Luego, claro, vendrán las traducciones, y con esta eclosión capitalista que asola al planeta es posible que sea imposible contar las unidades. El mercado es uno solo, vivimos la postglobalización. Imagínense, gente aprendiendo a vivir leyendo estas líneas en lituano o en bable. Sin televisión, accedo al gran público. Gente de todos los colores y con todos los antecedentes políticos y culturales digiriendo el Nuevo Credo. ¡Ma qué Jimmi Schwaggartz! El libro volverá a ser el vehículo de penetración masiva. Las bibliotecas estarán abarrotadas. Habrá cola en la puerta, como cuando regalan chucherías.

Pero no estoy aquí para hacer profecías, por divertidas y halagüeñas que sean. Lo que ustedes se mueren por oír es mi pasado lineal. Mis vivencias, mis emociones, mis riquísimas apreciaciones. Es perfectamente comprensible que estén ansiosos(as) por empezar a conocer mi exuberante interior, deseosas(os) hasta el vicio de que les muestre lo que tengo. Pero primero, niñas y niños, tendremos que correr juntos el miedo. Toma mi mano hermana, siente qué tengo aquí. Solo no soy capaz de sortear este universo fantasmagórico que me encarcela. Sin ti no logro dejar esta mazmorra maloliente. Me duele decirlo, y lo sabes. Pero te necesito. Mi suficiencia es una máscara, mi autarquía es un vano intento de pescar alguna distraída que me sustraiga del abuso que ya se me ha hecho costumbre. Lo sé, sé que hay muchos que recomiendan la excitación individual. Incluso hay quienes la veneran. Pero mienten, son sólo clubes de feos, de tímidos, de sucios. Aún aceptando que el acto en sí es placentero (y más satisfactorio que muchas relaciones bilaterales), es indudable que carece de la contraparte física, que no da ese calor, ese cariñito manso del después. Molesta que hablen, es verdad, pero no hay por qué pasarse a Onán: con conseguirse una muda basta. Patean, no cabe duda: pero siempre hay alguna paralítica en la vuelta. “¡Movete, sorda de mierda!” “Yo también te quiero, mi amor”.

El asunto es que no es divertido hacer sumas y restas. Es un juego burdo, barato, vulgar, como la canasta o la conga. Sería preferible, quizá, digo yo, jugar al tute, o al bridge, o al ajedrez. Acostarse a las 4 de la mañana filtrado por la concentración y el tabaco para levantarse a las 9 y media y llamar a los compañeros y comentarles por qué y en qué se equivocaron, y también, por qué no, alguna vez, en qué me equivoqué. Y en el trabajo sentarse frente al escritorio y mirar por la ventana observando el desplazamiento desenvuelto de un alfil desde la base hasta el centro, o la presión potente de un peón bien cubierto. Y cada tanto percibir otra vez la computadora y los colegas, aburridos y responsables en el mejor de los casos. Y volver a bostezar cuando empiezan las rencillas infantiles de todos los días, tan domésticas e intrascendentes como las domésticas.

Me refiero a las trifulcas domésticas. Las domésticas, a secas, son un género femenino clave en el espectro, al que se le debe tántas veces el inicio y el desahogo. Ese que nos brinda el reposo necesario. Que está ahí, a la espera, sin exigir. Siempre agradecido y barato. Y si alguna vez te toca una venérea leve, a la farmacia. Una buena purga y aquí ha pasado nada. Debo aceptar, no sin dolor, claro, que los hay que en esos casos las increpan, las insultan, hasta las abofetean. Esos desgraciados no comprenden su noble función. Estas señoritas se toman la ONDA con un pañuelito lleno de bombachas gastadas y boconas atado a un palo, y arremeten tímidas contra la ciudad, esperando fervientemente no terminar en una esquina con las piernas al aire, cagadas de frío. No sólo ellas. También lo esperan sus madres, y, eventualmente, sus padres, si es que no se las han cogido. E incluso, alguna vez, por qué no, si se las han cogido esperan igualmente de corazón que no vuelva a suceder. Todos envejecemos y nos ennoblecemos día a día, segundo a segundo (peensááá), preparándonospara el pasaporte a la dignidad, al reconocimiento generalizado que es el morir. Y ésos, ésos que por una simple ladilla castigan y vejan a su doméstica o la de su madre o su hermana o su vecina o su vecino (haya o no sido ella, además), ésos son también los que creen que no tienen padres, que vienen de los repollos. Y que, si por casualidad los tienen, sus padres no sufren el transcurso del tiempo, y por tanto estarán siempre esperándolas con la boca abierta, la cara y la única y blanca camisa humedecidas de la baba que se filtra por los huecos de los dientes ausentes. Blanca (la camisa, digo) para que no se note (o al menos se note menos) la saliva abundante y hedionda e inmunda e inmoral: parque saben, vaya si saben, que su morboso incesto se hace evidente en el barniz de fluidos bucales.

Los señoritos (que ya no son jovencitos) deberían estar agradecidos. Deberían acceder a pagar un par de pizzas a estas desafortunadas doncellas, en vez de agarrarlas a patadas a la menor picazón. No hablo de cenas, no me permito siquiera sugerir chivitos. Un par de pizzas, loco, en el Marilú o algún otro de los del Parque Timbó, metido en el auto y bien estiradito para abajo. ¡QUE NO TE VEN, COÑOOO! Te lo digo porque sé. Un par de pizzas, o una pizza y un fainá, (o feiná, si preferís), y un buen vaso de agua después para que pese, no sabés lo que reditúan. Así, llenita, es una víbora. Probá, haceme el favor. No te cambia la vida una a caballo.

Pero no, es mucho pedir. Es demasiado. Demasiado humano, demasiado comprensivo, demasiado generoso. Nunca entenderán, ni aún si se impartieran cursos intensivos en Pitman. No son seres humanos. Sí, es cierto, los señoritos ancilares son subhumanos, pero me refería a que para ellos las siervas (con perdón) no son humanas. Son otra cosa, parte del mobiliario, y en el sueldito que cobran están incluidos los polvos. Las pobrecitas se ponen a fregar pisos y despalometear calzoncillos con la esperanza de casarse con algún albañil o algún policía, escapando del meretricio que les deparó el destino. Y están ejerciendo, part-time y baratísimo. Difícilmente se darán cuenta por las suyas, pero si aparece el vaguito con la boca llena y campera de cuero y eventualmente rubión que siempre aparece saltan como chinches a ICARO, a integrar el ballet de Rurrú. Si están buenas. Y si no, a Montemaderos.

Qué lamentable, la Alejandra, con las tetas que tenía. Con un poquito de atención pude habérmela quedado toda para mí. Un par de muzzarellas, qué me costaba. En la esquina de Ajenos y Milenario. Corriéndose el pelo con clase, como una señorita, tío caimán. Me dio un respingo en la barriga, te juro. Paré a media cuadra y me acerqué un poco, y cuando había tomado coraje apareció el terrajita de campera de cuero y la agarró a sopapos. Ni chistó. “Acá está, mi amor”, y se metió la mano en el pecho. El tipo no había hablado. Se acercó, le encajó un trompazo padre y esperó a que se recompusiera. En cuanto embolsó la guita le dio un sacudón acercándole la cara y se fue. Se oyó nada, salvo el chasquido del guascazo, que si uno no está pendiente se pierde en el resto de ruiditos secos. Igual de rubiecita, igual de tetuda, mejor vestida. Mirá lo que son las cosas, me daba vueltas en la cabeza por qué habría terminado ahí con lo buena que está, por qué no estaría con Rurrú. Son escalones, ¿ves? También en eso habrá que hacer carrera. El terrajita, como descubridor, se sacará la suya hasta que venga una más grande o más organizado y se la quite. Como los veedores de cuadros chicos, o de las inferiores. Como los big shots de New York, o LA. Como todo, viejo.

Me conmovió. Las siestas que me habré dormido con la Alejandrita en el cuartito del fondo. Y ahí estaba, cargada en una pierna y amortiguándose con cierto ritmo, acercándose al cordón para hablar con los pelados de los beemes. Abrigado hasta los dientes me cagaba de frío, y ella mostrando el culo como un travesti. Se me ocurrió nada peor que parar el Pato a la vuelta de la esquina y mirarla de lejos. Siempre temblando: me lo bancaba como homenaje. ¡Es increíble, che! Parece que hubiera que comprarse un veme para salir a transar locas. Después de 2 o 3, subió a 1. Rojo, claro. Que era rojo, indudablemente, quiero decir: la luz de neón no permite distinguir tonalidades. Le sonrió como me sonrió cuando golpeé el vidrio de la puerta de metal. Más que golpear, acaricié ese vidrio. Y hasta hoy dudo de que mi hermana no haya oído. Importa poco esto también, en realidad. Se comporta como si no lo supiera, y por tanto no lo sabe. Después de un rato largo de caricias y respiración entrecortada, corrió la cortinita y puso cara de sorprendida. Moví los labios deletreando A-B-R-I-M-E, girando una llave imaginaria con mi mano derecha. 3 canales diferentes, aunque todos ellos visuales. 1: presencia. 2: boca. 3: mano. Y, como si fuera poco, la respiración de borracho exaltado. No podía permitirse no entender, por más que no hubiera terminado la escuela. Es así, loco. Hay que asegurarse. No podemos dejar cosas libradas al destino. Por eso la comunicación es tántas veces ineficaz: pretendemos que el interlocutor adivine. Yo quería cogerme a la Alejandra, y estaba decidido, y te aseguro que se enteró.

Julio Vera.


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