
“Y si vas hacia la izquierda
Y cambiás a la derecha, ¡adelante!
Es mejor que estarse quieto
Es mejor que ser un vigilante”.
1. Al principio me pareció un tipo raro. Un tipo plano de adjetivos y de énfasis.
Un tipo seco, en definitiva. Trato de acordarme ahora de cuándo fue la primera vez que me lo crucé. Fue hace años. Hace décadas. Cuando éramos jóvenes. En la filial local de una de esas empresas trasnacionales que se supone nos iba a abrir las puertas al fabuloso mundo del trabajo.
El único requisito era saber inglés, me acuerdo.
En esa época yo tenía dieciocho años y estaba lleno de ilusiones. Iba a la universidad tres o cuatro veces por semana. Soñaba con un futuro perfecto; en el fondo tenía –ahora a la distancia soy plenamente consciente de ello–, aspiraciones harto convencionales. Retrospectivamente hablando, era lo que se dice un pelotudo. Y la verdad es que lo sigo siendo.
El tipo este era un poco mayor, aunque ahora mismo no estoy seguro de su edad. Nunca me dijo la fecha de su cumpleaños (tampoco sé si alguien dentro de su reducido círculo de amigos la conocía; porque él nunca fue una persona fácil, de eso estoy seguro…).
Sí, sí, en el trato podía llegar a ser alguien amistoso, pero jamás directo.
Era uno de esos tipos que desprenden un ligero halo de inquietud. Si me preguntan diría que personas así –raras, grises– las hay a patadas. Pero en el caso de él había algo distinto. Su encanto –si es que se lo puede llamar así– funcionaba en base a la fascinación, y con el paso del tiempo logré entender que esas personalidades tienden a ser bastante difíciles. Por no decir peligrosas.
Creo que a diferencia de mí él había comprendido en aquel entonces que la vida se trata simplemente de una serie de equívocos y de concesiones y que al final del día las cosas en general carecen de mucho sentido. Esto estoy seguro que él me lo explicó una vez, de manera quizás un poco más entreverada, dando vueltas y vueltas hasta llegar a la palabra exacta, pero lo hizo; esto estoy seguro que lo dotó de cierto encanto dominante, esto estoy seguro que a mis dieciocho años lo hizo para mí por lo menos diez centímetros más alto de lo que en realidad era.
2. Entonces, como les venía diciendo, antes de que uno de los mayores escándalos financieros del siglo obligara a la compañía en la que trabajaba a cerrar todos sus proyectos en Latinoamérica, yo era otro más de esos jóvenes que laburaban cuarentaincinco horas semanales en un edificio enorme de vidrio y acero.
Ahora que lo pienso aquello se trató de una cuestión netamente generacional; trabajar en una zona franca, digo. Durante esa época era como hacerse corredor de bolsa antes del crac del 29. Algo así…
Mi tarea allí consistía básicamente en atender y devolver llamadas sin parar, tecleando información crediticia lo más rápido posible, con la vista pegada a mi laptop HP, sosteniendo con la mano libre una lata de energizante Monster y a veces aguantándome como sea las ganas de ir al baño.
Cuándo y por qué fue que se me empezó a sentar al lado es un misterio. Capaz que lo hizo por estar cerca de la ventana. Capaz que para estar lejos de su supervisor.
De nuevo: no lo sé, no me acuerdo.
La cosa es que al principio el tipo este daba la impresión de ser como uno de esos yuyos que crecen huérfanos al costado de la ruta (algo así…).
Pero sólo al principio, porque después había veces que se ponía seco y distante y tranquilamente podía dejar de hablarte durante días. No era de trato fácil, no, no. Ni siquiera con los clientes a los que se supone uno debía agradar. A él básicamente le chupaban un huevo. Y no tenía ningún problema en hacérselos saber. Me consta que su actitud displicente fue motivo de reprensión más de una vez. Pero se ve que que lo retaran también lo traía sin cuidado.
Vamos, que al principio el tipo éste me pareció un personaje de aquellos.
3. Un día, me acuerdo, tuve una especie de querella con uno de los supervisores, un pibe gordo e insufrible a quien creo nunca olvidaré dado lo singular de su nombre: Schubert.
Sí, sí, exactamente igual al apellido de aquel famoso compositor austríaco, aunque dudo mucho que su nombre haya sido inspirado por él: Schubert no daba la impresión de venir de una buena familia; a decir verdad, pese a saber inglés y haber terminado el bachillerato, ninguno de nosotros daba la impresión de venir de una buena familia.
Todos éramos un desastre.
Aunque, para ser franco, Schubert lo era aún más, pues si mi memoria no me falla tendía a vestirse con un desaliño grosero, el cual incluso por momentos rozaba lo zarrapastroso.
Vamos, que he conocido indigentes que en una semana se cambiaban el calzoncillo más veces que aquel gordo jeropa...
Pero el tema es que por entonces yo sufría de ataques de pánico casi constantes, y cualquier situación más o menos inesperada podía gatillarme un episodio de angustia. Y, por supuesto, llegó el día en el que habré hecho algo demasiado mal o no sé qué pero la cosa es que Schubert decidió acercarse hasta mi cubículo a pedirme que lo acompañara a su puesto de supervisor. Dicho puesto, si mal no recuerdo, estaba ubicado en uno de los extremos de la oficina –un semipiso inmenso, con vistas a la bahía y al puerto–, junto a las filas de cubículos en las que diariamente atendíamos entre cincuenta y sesenta llamadas.
Entonces, hasta allí tuve que acompañarlo y luego bancarme durante unos minutos que me retara por un motivo más bien tonto.
Bah, ahora digo que fue algo tonto, pero en ese momento lo cierto es que me afectó bastante.
Como todo en aquel entonces.
Creo que incluso llegó a quitarme el bono de rendimiento (la única forma que teníamos de escaparle por un par de miles de pesos al salario mínimo) o por lo menos me amenazó con llegar a hacerlo…
De pronto, en medio de aquella amonestación, aparece el flaco éste con una sonrisa abierta en el rostro, una de esas sonrisas propias de tipo que se está por comer al mundo, una de esas sonrisas yo diría para nada habituales en alguien como él, y entonces se acerca a nosotros y se para al lado del banquete que en ese momento están asfixiando las elefantiásicas nalgas de Schubert y de manera totalmente amistosa le extiende la mano:
«¿Qué hacés, querido?», le pregunta.
El gordo interrumpe su reprimenda, estira la mano para poder estrechársela a su vez y, justo cuando está a punto de hacerlo, el tipo se arrepiente y la retira veloz en medio del aire, esbozándole de costado una de esas despreciativas medias sonrisas capaces de humillar al más campeón de los campeones; acto seguido me mira y me pregunta (o mejor dicho me ordena; a la distancia no puedo recordar si el tono fue imperativo o interrogativo):
«¿Vamos a almorzar, que ya es la hora?»
En ese instante cualquier atisbo de autoridad que pudiera haber tenido Schubert sobre mí quedó totalmente desarticulado. Aquello fue una provocación pura y dura. De esas que perfectamente podían ameritar una suspensión o al menos un llamado de atención.
Pero, sin embargo, por razones que aún no logro explicar, el gordo bajó la cabeza e hizo de cuenta que no pasó nada. ¡Se ve que no se la esperaba, qué sé yo…! Lo cierto es que aquella desfachatez lo desarmó por completo, y hasta lo dejó asustado, en un estado medio paranoico, mirando alternadamente hacia atrás y hacia adelante, tratando en vano de que nadie se enterara de lo que había ocurrido.
Juro que la siguiente vez que lo vi tuve que hacer fuerzas para no cagármele de risa en la cara.
4. Durante esa media hora de descanso que disponíamos para almorzar, lo entendí todo, o al menos eso llegué a creer… El tipo se trataba sin dudas de uno de esos adolescentes tardíos e indolentes, que recién alcanzan su umbral de madurez al cumplir los treinta años.
Era, entonces, por definición el mentor ideal para un chiquilín como yo, inhibido, inseguro e hipersensible, que no paraba de subestimarse a cada rato. Le conté que iba a la facultad (por entonces el solo hecho de ser estudiante universitario me generaba una suerte de orgullo; un orgullo pueril, lo reconozco, pero un orgullo al fin y al cabo…)
Sin embargo, me acuerdo que a él esto no lo impresionó en lo más mínimo, y, sin dar demasiadas vueltas, así me lo hizo saber. Claro –me enteré después–, él también había ido a la universidad, y a esas alturas ya sabía que aquello se trataba simplemente de una prorroga inútil o, como lo definió más tarde, «otro modo de boyar un poco a la deriva». Me sorprendió que hubiera abandonado la carrera estando a punto de recibirse y, para colmo, ¡la misma carrera que en ese momento había empezado yo y que más adelante también habría de abandonar!
¡Lo que son las cosas…!
Era obvio que como había visto hacía apenas un par de minutos el flaco era capaz de decir y hacer lo que se le cantara. Su sentido del humor era por momentos bastante áspero y pinchudo, aunque como contrapartida se veía imbuido siempre de algo que ahora mismo sólo puedo definir como una «verdad profunda».
Y durante un tiempo ese sentido de libertad y autenticidad tan radical que desprendía él llegó a entusiasmarme a niveles insólitos.
Sé que a la distancia esto podrá sonarle a algunos un tanto exagerado pero, en el caso de ser así, por favor recuerden aquel clima de época en el que todo joven de mi generación debió desenvolverse durante al menos un decenio; háganme el favor de hacerlo; háganme el favor de rebobinar en el tiempo hasta zambullirse en las aguas estancas de ese optimismo impostado, en esa naftalinosa corrección política que parecía impregnarlo todo, en esos años de desánimo en los que lo más “subversivo” y” antisistema” que podías hacer era fumarte un porro y tener una relación abierta…
Hace ya varios párrafos hablé de los corredores de bolsa antes de la crisis del veintinueve. La comparación entre lo que hacían ellos y lo que hacíamos nosotros cien años después no es tan superficial como parece.
De hecho, la década del dosmilveinte fue el reverso perfecto de ese periodo de tiempo que más adelante habría de conocerse como la «era del Jazz». El mismo desgano, desencanto y falta de sentido operaba de fondo tras el monótono telón de nuestras vidas. La única diferencia era que en lugar de entregarnos al hedonismo y a aquel estado de excitación nerviosa propia de hombres recién llegados de un conflicto bélico, nosotros decidimos replegarnos en nuestros cuartuchos a manosear apáticos ese amplio catálogo de juguetitos tecnológicos que cual hipnóticos sedantes nos brindaban un momento de evasión tras un maratónico día en la oficina.
Sí, sin dudas, aquello se trataba de una cuestión netamente generacional, y por supuesto que los mejores entre nosotros llegaron a aspirar a algo más; eran pocos, claro, pero me consta que algunos había y que no estaban nada contentos con aquel estado de cosas.
El flaco este que les venía diciendo se contaba entre estos últimos, y sin dudas de haber podido elegir hubiera nacido durante ese periodo de tiempo que el genial F. Scott Fitzgerald definió en su libro «El crack-up» como «la mayor y más brillante borrachera de la historia«.
Pero lamentablemente uno no elige cuándo y dónde nacer.
5. Sí, aquel gesto de desfachatez me quedó grabado para siempre en la memoria…
El lunes siguiente me acuerdo que lo suspendieron durante un par de días, acto disciplinario que por otra parte él se tomó con aplomo y naturalidad, encogiéndose de hombros ante las verborreicas reprimendas de su supervisor, bajando luego, sin el menor apuro y muy seguro de sí mismo, las escaleras del edificio hasta finalmente empujar la puerta giratoria que había junto a recepción.
A partir de ese momento me dije que tenía que encontrar la forma de convertirme en su amigo, volverme su secuaz, y así poder secundarlo en aquel caprichoso boicot al orden establecido.
Una tarde, durante otra de esas medias horas de descanso que disponíamos para almorzar, lo abordé en el comedor. Con no disimulado atropello le tendí la mano; por suerte, él no me la corrió. Si bien no recuerdo de qué fue que hablamos (probablemente algo relacionado a su sanción), sí conservo la sensación de estar viviendo un gran acontecimiento: para mí se trataba poco menos que un privilegio estar enfrente de él. Varios compañeros que trabajaban allí comentaban despectivamente que era un caso perdido, que no hacía nada y que para peor afectaba una postura de desfachatez; pero, en mi opinión, en él no había nada de provocación o de simple ironía, sino una peculiaridad secreta y elusiva más propia de un elegante dandy del siglo XIX que de un mísero agente de atención al cliente.
Con el paso de los meses el tipo empezó a contarme detalles de su vida que me fueron atrayendo aún más.
Intimamos rápido.
Pronto entendí que se trataba de uno de esos jóvenes aspirantes a escritores cuyo plan de vida consiste en bajar a la hoja todo suceso o circunstancia que deje huella en él. No importa cuán pequeña sea ésta.
Así fue que durante años firmó relatos y artículos que versaban alrededor de tópicos tan gastados como el alcohol y las drogas o las relaciones en internet. Sin preocuparse demasiado por el qué dirán de sus musas o la gloria literaria, los publicaba en un ignoto blog de WordPress,casiimposible de hallar para los buscadores web convencionales. Me consta que, sin embargo, varias de sus entradas eran entretenidas, interesantes; otras, en cambio, con el paso del tiempo no pueden sino despertar en mí una suerte de vergüenza ajena mezclada con paternal ternura.
El problema del tipo era que aspiraba a vivir una vida literaria y a escribir sobre ella en clave farsesca. Como uno de esos autocompasivos epígonos de Charles Bukowski. Y esto –presentarse por escrito tal cual era, o tal cual se imaginaba a sí mismo– estoy seguro que lo decidió como decidió todo en su vida: en un simple rapto de arbitrariedad; un simple rapto de arbitrariedad que en mi opinión poco menos le cagó la vida.
6. Me impresionó mucho todo aquello. Tanto que quise imitarlo.
Sí, lo admito, intenté ser como él…
Afecté, entonces, durante meses –¡o puede que incluso años!– un interés absorbente en mí mismo y en mi glorioso porvenir. Al principio me costó mucho generar esta impresión de aplomo y naturalidad en terceros, pues, a diferencia de él, hasta el día de hoy padezco los efectos de una grave timidez congénita, a la par de un cierto sentido de vergüenza y rechazo hacia mí mismo…
Vamos, que al principio ni yo me la llegué a creer…, pero lo cierto es que por algún lado había que empezar…
Y así fue como me convertí en un narrador en ciernes. Uno pésimo y exageradamente ridículo, pero un narrador a fin de cuentas.
Durante los fines de semana a su vez, empecé a frecuentar el mugriento monoambiente de mi amigo, ubicado en la calle Joaquín Requena y San Salvador. Pomposamente él acostumbraba a llamarlo su “Torre de los panoramas”, aunque en realidad aquel apartamento era cualquier cosa: el loco tenía todo sucio, desordenado, lleno de puchos y de libros tirados y en el centro de la habitación –como se imaginarán, un sucucho de dos por dos– había un colchón sin sábanas (cuando le preguntaba decía que se estaban lavando; siempre se estaban lavando).
Una noche salí del laburo directo para allí. Subí la curvada escalera hasta el tercer piso y toqué a su puerta. Me abrió a regañadientes, en medias, sin la remera puesta y con el cinturón del vaquero a medio soltar.
Por supuesto, en aquel entonces yo pecaba de una ingenuidad pasmosa…
Apenas di unos pasos allí dentro sentí un fuerte aroma dulzón, como si alguien hubiera encendido un incienso. Se lo comenté al pasar y, enseguida, con una unción cómica, una voz desde el otro extremo de la piecita me contestó:
«Es palo santo».
Luego la oí respirar hondo, y por entre la penumbra y el hilo de humo grisáceo pude distinguir el rostro ancho y cuadrado (casi masculino, ahora que lo pienso) de una chiquilina que en esos años era compañera nuestra de laburo: si no me falla la memoria diría que su nombre era Agustina (aunque lo cierto es que no estoy seguro).
Enseguida la miré de reojo por unos segundos y noté en su mirada un interés que, apenas me reconoció, se apagó de inmediato. Su actitud me resultó rara, pues yo frecuentaba a la gurisa desde hacía varios meses y sabía que en realidad ella era precisamente todo lo contrario a lo que en ese momento estaba intentando proyectar.
Pero no dije nada, y en cambio me senté en un rincón y permanecí en silencio el poco rato que estuve allí.
Lo cierto es que verla ahí dentro me sorprendió mucho.
Hasta entonces yo creía que para mi amigo las mujeres existían en un segundo plano. Y claro, fue sólo verla a ella y por primera vez sentí… Miedo… Miedo de que quizás el tipo no estuviese a la altura… ¡Pues no cabía duda de que mi amigo tenía talento, sensibilidad y que todos sus textos prometían mucho! El problema –pensé en ese momento– era lo que podía llegar a pasarle si perdía esa pulsión creadora, esa pulsión creadora que lo obligaba a flagelarse diaria e inmisericordemente hasta parir un buen relato; recuerdo esa noche haberlo mirado con ojos inocentes entre la ubicua y envolvente penumbra y haberme preguntado qué ocurriría si en lugar de florecer, de golpe esa sensibilidad tan especial se extinguiese; ¿Y si por culpa de la flaca esta se quedara varado para siempre en un islote de sequía creativa?
Lo cierto es que las mujeres cuando no están, faltan; pero cuando sí están, sobran: sí, sí, acúsenme de misógino todo lo que quieran, pero no se olviden que fue una mujer la que destruyó a the Beatles y una mujer la que destruyó a Fitzgerald y también fue una mujer la que destruyó a mi amigo, y así es cómo van a ser siempre las cosas hasta el final de los tiempos…
Las mujeres la cagan.
Siempre.
Y más esta pendeja imbécil, con sus afectaciones de quirky girl y con sus tetas perforadas y demasiado grandes para lo flaca que era; ¡Sólo Dios podía saber lo que le ocurriría a mi amigo en el caso de morder el cebo carnoso de aquella gurisita tan fácil y regalada!; ¡Sólo Dios podía saber lo que le ocurriría a mi amigo y mentor en el caso de trocar de buen grado su santa predisposición al nomadismo y a la precariedad por un falso sentido de estabilidad amorosa!
No me cabe la menor duda de que para algunos esta apreciación que acabo de hacer está motivada por el resentimiento o los celos artísticos o vaya a saber por qué; sin embargo, les aseguro que nada de esto es cierto, y que estas líneas que ahora escribo nacen en verdad de mi experiencia y sobre todo de la admiración que en un momento dado llegué a profesar a mi amigo. Admiración incondicional, pues, nada excepto eso merecen aquellas almas para las que no hay camino posible sino el del ascetismo artístico. Y creánme cuando les digo que para él hubo un momento en el que dedicarse a algo que no fuera la escritura era simplemente algo imposible; ¡La sola idea de hacerlo lo espantaba!
Y esto es, entonces, algo decepcionante. Sobre todo para mí, pues yo sí tenía esa pulsión o, mejor dicho, ambición y, sin embargo, me faltaba algo… Y este algo era precisamente lo más importante: ¡Talento, sensibilidad, esa aureola mágica que sí poseía mi amigo y que mis años de vanidad impostada no pudieron suplantar! Creánme: no hubo día en que como un poseso no dejase de leer libro tras libro, pero al final era inútil; siempre que intentaba escribir todo lo que salía de mí era una cagada, y así me lo llegó a reconocer él, mi amigo, mi mentor, sin dar más rodeos, esa vez que junté el valor necesario como para mostrarle algunos de mis folios.
7. El tiempo avanzó inevitable, implacablemente.
Poco después renuncié a mi laburo. Si mal no recuerdo, la salida se dio en malos términos, aunque con buena guita de por medio. Toda la primavera y todo el verano siguiente los pasé encerrado en mi habitación escribiendo poemas. Traté de aprender a puro ensayo y error. Intenté ser como él. Dios sabe que me obstiné en ello. Garabateé línea tras línea hasta finalmente llegar a la tenaz convicción de que me era imposible expresar algo verdadero. Mis versos eran como hijos que una madre paría muertos. Un montón de abortos hechos mierda, eso eran; chatos, amoratados, sin vuelo ninguno…
Fracasé de forma rotunda en el arte de la escritura.
El otoño siguiente tuve la mala suerte de enamorarme de una nena bien a la que le gustaba hacer grafitis y freestyle. Perdí la virginidad con ella. Luego, las ganas de vivir.
Más o menos por esa época me enteré gracias a un excompañero de laburo que mi amigo seguía trabajando en la compañía aquella. Se había puesto de novio con la flaca quirky, quien, al parecer, dentro de la oficina agarró la mala costumbre de no hacer otra cosa sino sonreírle en exceso y con picardía escribirle al chat comentario boludo tras comentario boludo; al final a ella sí la terminaron echando a la mierda (por inepta); y más tarde también a él y a todos mis excompañeros…
… ¡Quién lo hubiera dicho! Una de las mejores empresas del rubro; la que se supone nos iba a abrir las puertas al fabuloso mundo del trabajo; la que se supone contaba con el equipo de abogados y contadores más hábiles en el arte de la letra chica, de un día para el otro se vio involucrada en un escándalo financiero de proporciones globales. Sus oficinas cerraron. Se mudaron a Guadalajara o a las Filipinas, no recuerdo bien. La prolífera racha de productividad de mi amigo llegó a su temido fin. Un día, su blog de WordPress simplemente no se volvió a actualizar más. El tipo abdicó. Acabó por desistir. Su vida pasó de ser un montón de equívocos y concesiones a convertirse en una serie de costumbres y maquinaciones ilícitas y…
8. … Pero ahora no me quiero calentar con él, así que mejor en lugar de eso trato de pensar por unos momentos en aquel clima de fin de época, de adultez varada y de desarraigo social y en un país que no mucho después terminó por irse a la mierda. Pienso en la hiperinflación del año 2034, en todas esas largas filas de gente estafada por el estado y en cómo mes tras mes la avenida 18 de Julio llegó a desbordar de manifestantes; pienso en el desabastecimiento de los supermercados, en cómo de repente se nos volvió una pesadilla para los uruguayos hacer las compras diarias; pienso, con infinita tristeza y con nostalgia en el siguiente decenio, en todos esos jóvenes que de un día para el otro vieron su porvenir totalmente obstaculizado, en su desánimo con respecto al país, en su mundo corrompido y sin horizontes y en su presto interés por emigrar…;
Pienso en como por esa época mi amigo y la flaca quirky terminaron por convertirse en padres de dos mellizos…,
¡Quién lo hubiera dicho! De pronto, mientras el país ardía en llamas, la vida de aquel paria haragán daba señales de encausarse y cobrar sentido; de pronto, mientras el país se iba al carajo, aquel adolescente tardío e indolente que siempre padeció de una hostilidad absoluta hacia los valores del mundo empresarial, empezó a buscar para sí mismo y los suyos una apariencia de aceptabilidad. Uno hubiera pensado que, siendo como era él, cualquier día la catástrofe amorosa lo esperaba a la vuelta de la esquina (mucho peor teniendo en cuenta su imprevista paternidad), sin embargo, ya les dije que el loco tenía encanto, que sabía hacerse querer y que a veces lograba ser tan gracioso que a Agustina no le quedó otra que perdonarle las mil y una…
Y entonces, ahí, en medio de aquella estrepitosa crisis, su vida empezó a sucederse al borde de la ilegalidad; hablo de negocios un poco turbios, de alguna que otra estafa ocasional y, principalmente, de un innovador sistema de compra y venta de dólares por fuera del ámbito formal; en fin, hablo de todo ese tipo de actividades que dado su formidable grado de viveza llegaron a calzarle como guante a la mano.
Y así estuvo durante poco más de un lustro, viviendo a contramano, aceptando aparentemente las reglas impuestas por el poder, cumpliéndole a su novia y a su amante de gustos caros la promesa de unas vacaciones frívolas en el caribe o en Punta del Este. La escritura como vía de escape a vaya a saber qué terminó por desaparecer por completo de su horizonte vital.
El loco había descubierto al fin su verdadera vocación –hacer guita–.
9. Pero todo lo que sube tarde o temprano tiene que bajar, y si en el caso de él la subida fue espectacular, la caída lo dejó con sabor a poco. Al parecer tuvo líos con unas facturas truchas. El nombre de él y el de tres empresarios más terminó por aparecer en las nóminas de un servicio de paquetería internacional que supuestamente no cumplía con los pedidos que se le ingresaban o algo así…
Sólo sé que por esa pavada estuvo diecinueve meses en la cárcel y que cuando salió seguía procesado y que la DGI le embargó todas las cuentas. Poco después, Agustina hizo su parte y lo denunció por violencia de género y drogadicción, y de un día para el otro el tipo se encontró solo en un apartamento que no era suyo y además sin su mujer al lado y sin sus hijos y en el estado de bancarrota más extremo que puede haber.
Con el ego destrozado, terminó por entender que era incapaz de ser feliz a menos que alguien alimentara o mimara permanentemente ese sentido de autonomía o superioridad a partir del cual fundaba su vida.
¡Y ahora había que empezar de nuevo, y con cuarenta años y con la creciente sensación de que el tiempo pasaba muy rápido!
No iba a ser fácil…
Por esos días, cuando ya ni siquiera me hacía a la idea de volver a verlo, me llamó al celular. A pesar del paso del tiempo, apenas oí su voz sentí un golpe de emoción; por un segundo fue como retroceder a aquella época en la que creía que estar junto a él era poco menos que un privilegio. Pese al calvario por el que estaba pasando, no dijo ni una sola palabra de cómo se sentía ni yo percibí en él la menor señal de tristeza. Durante unos instantes pensé que la vida lo había convertido en uno de esos hombres contenidos y apocados, y que un suave sentido de la aflicción había borrado cualquier trazo de encanto que de joven hubiera podido llegar a tener.
Luego de ponerse al día conmigo, me citó para vernos el próximo martes en un bar de la calle 18 y Yí. Recuerdo que durante aquel encuentro lo primero que hizo fue hablarme de manera un tanto atropellada de un dinero inverosímil pero quizás real. La plata, me susurró con tono conspiranoide, estaba depositada en una cuenta bancaria en el exterior, y pronto tenía pensado hacerse con ella. Yo ignoré aquello y en su lugar quise saber cómo estaba, y qué había pasado con Agustina y con su supuesto consumo de drogas. Pero no hubo caso: siempre que intentaba sacar el tema a colación él dirigía la charla hacia tópicos banales y de intrascendente actualidad. De mi parte no había dudas: el loco había tocado fondo en serio, pero quizás por un rescoldo de orgullo o vaya a saber qué, era incapaz de reconocérmelo.
Así estuvimos por un rato. Una hora más o menos.
Yo no podía salir de mi asombro.
De pronto, cuando ya me estaba por despedir, levanta un maletín que tenía bajo la mesa y me alcanza una carpeta con un montón de folios.
Si mal no recuerdo la blandió con gesto soberbio ante mis narices y, luego, súbitamente euforizado, me instó a que la leyese.
Quedé boquiabierto. Hasta entonces yo pensaba que la escritura había desaparecido por completo de su horizonte vital. Que su vocación ahora era hacer dinero. Finalmente, un poco aturdido, le acepté la carpeta.
10. Apenas llegué a casa me dejé atrapar por su lectura. Durante dos horas seguidas devoré casi sin interrupciones las primeras sesenta páginas de aquella nouvelle. Quedé deslumbrado. Fue tal mi entusiasmo que pretenciosamente sentencié para mis adentros que el texto aquel debía ser con seguridad uno de los mejores de la narrativa hispanoamericana actual.
Como era de esperar, la trama era casi inexistente y narraba –por momentos en orden rigurosamente cronológico, por momentos en orden caóticamente fragmentario– el periplo vital de un joven del interior criado en un entorno difícil y luego obligado a marchar por el mundo. Las primeras veinte páginas esbozaban con soleada nostalgia su nacimiento y niñez en un barrio suburbano, sin grandes edificios y con casas viejas y de construcción humilde. Después venía su periodo de juventud, la adultez varada y el rudo descubrimiento de que para avanzar en la vida era necesario deshacerse de todo escrúpulo o concesión de tipo moral. Con unas cuotas de verdad quizás demasiado cínicas, aunque edulcoradas con cierto ánimo melancólico, mi amigo ahondaba luego en una variopinta trama de estafas y extorsiones y en un catálogo de amantes cocainómanas y de gustos caros que página tras página amenazaban con romper la endeble estabilidad de su matrimonio. Durante cinco años el protagonista del relato logra subsistir en aquel exitoso infierno hasta que un día su mundo se empieza a resquebrajar. El tipo cae preso. Después sale de la cárcel y la mujer le pide el divorcio y se lleva a los hijos. A aquel acontecimiento le suceden una infinidad de medianas anécdotas. Una de ellas, la más alucinatoria e inquietante, transcurre durante una puesta de sol tardía en el interior de su apartamento, y tiene por consecuencia la irrupción de los primeros síntomas de algo que más adelante se revelará como una fuertísima crisis nerviosa.
Así y todo, hacia el final decide recomponerse. Empieza un régimen terapéutico. Toma seis pastillas por día y trata de luchar a brazo partido para que la mujer lo deje pasar un rato con sus hijos. Intenta psicoanalizarse, prueba ir cuatro veces a la semana y se da cuenta que es inútil. En el ínterin garabatea en un cuaderno de tapas azules el primer borrador de una novela cruda y autobiográfica en la que expone su arribismo y falta de escrúpulos dentro del mundo empresarial, y cómo esto terminó arruinándolo por completo. Al llegar a este punto de la novela no había más folios para leer. Se ve que mi amigo aún no había pensado el final…
11. Luego de aquello, durante un largo periodo de tiempo no supe nada de él.
Intenté llamarlo en varias oportunidades, pero no había caso: no atendía ni contestaba a ninguno de los mensajes que le dejaba. La verdad, fueron meses bastante frustrantes para mí. Hasta que un día, abruptamente, recibí una notificación proveniente de su número telefónico. No era él, por supuesto, sino su hermano, que tras varios meses de advertir el ahínco con el que intentaba comunicarme, quiso ponerse en contacto conmigo. Escuetamente me explicó que su hermano había tenido un «brote», y que en ese momento se encontraba internado en un centro psiquiátrico. Me preguntó de dónde era que lo conocía, y así fue que terminé remontándome quince años atrás en el tiempo. Anticipándose a cualquier recriminación, enseguida se disculpó en nombre de él por«cualquier daño que le haya llegado a hacer», reconociendo a su vez que era una «persona difícil, aunque en el fondo buena». No sé por qué ante aquella acotación tan ridícula procuré durante unos segundos no decir nada; luego, un poco ofuscado, me cuidé mucho de no mencionar la carpeta que me había entregado y los folios.
Cerca del final de nuestra charla pedí la dirección de la clínica y un par de días después hasta allí me trasladé.
Lo cierto es que no sabía muy bien qué esperar. Como ya dije, el hermano había sido más bien escueto con respecto a su «brote», omitiendo cualquier detalle que pudiera llegar a darme una idea de su estado mental. Mientras subía la escalinata de entrada al hospital llevaba en la mano la carpeta con los primeros ciento veinte folios de la novela; pensaba felicitarlo, infundirle ánimos, hacer todo lo que estuviera a mi alcance para convencerlo de que continuase aquel potente texto.
Lo que encontré allí dentro, sin embargo, fue realmente devastador.
¡Mi amigo, mi mentor, se había convertido de pronto en un cuarentón solitario, semi-catatónico, aparentemente paralizado por un fuerte sentimiento de angustia! ¡Nada más lejos a aquel artista adolescente cuya influencia había hecho estragos en mí!
Juro que apenas lo vi, de inmediato pensé en un cuadro de van Gogh; ése que muestra a un viejo con los codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza oculta entre las manos; juro que al reconocerme por un momento sus ojos me transmitieron la misma magra desesperanza…
Solos, en aquella anestésica habitación, durante la siguiente hora no alcanzamos a decirnos prácticamente nada. ¡Mi amigo, mi mentor, justo él, que había sido tan animado y verborreico, ahora se veía incapaz de armar una sola frase coherente! Las palabras brotaban de sus labios, sí, pero de manera confusa e inconexa. Por unos instantes me vi en la necesidad de contener el llanto. Antes de despedirme para siempre le mencioné como al pasar la novela. Le dije que me había parecido buenísima, y en ese instante creí ver en sus ojos un repentino brillo. Pero, luego de unos segundos, cualquier chispa de entusiasmo se extinguió enseguida. En su lugar, una mueca torcida se dibujó en su cara. Lo vi encogerse de hombros: “No tiene importancia”, pareció decirme, bajando la vista y exhalando un breve suspiro de fastidio.
Tras aquella respuesta no me vi capaz de infundirle ánimos; tampoco de hacer de cuenta que me interesaba por él. Más bien sentí deseos de huir de allí lo más rápido posible. Le estreché la mano y eso hice. Juro que no podía aguantarlo más. Ese silencio… Ése foso de mutismo que se había abierto entre él y el resto del mundo era simplemente infranqueable para mí.
No recuerdo si tras aquel encuentro consulté a una de las enfermeras acerca de la posibilidad de un alta médica. Para ser franco, a esta altura de mi vida ya ni siquiera puedo discernir si estos recuerdos que ahora bajo a la hoja son una evocación o un simple invento. Sólo sé que desde entonces no lo volví a ver más, y que la novela se terminó publicando tres años más tarde con mi firma en lugar de la de su autor.
Bah, miento: las primeras ciento veinte páginas fueron de su autoría, las siguientes treinta, redactadas con mucho sufrimiento por quien ahora les habla.
Felipe Villamayor.