Carlos Maggi: a 100 años de su nacimiento: pasajes del ensayo «el coloniaje».


Carlos Maggi cumpliría 100 años en agosto. Fue un oriental prolífico que en 1963 publicó El Uruguay y su gente. En este librillo, Maggi retrata con rudeza y reflexiona con honestidad brutal a través de ensayos, los procesos históricos y culturales que dan forma a nuestro país “de hombres dispersos que no saben bien de dónde vienen y por eso no atinan a sospechar hacia dónde van.”

I.

Concretamente aquí, en el Uruguay, durante muchos años posteriores al 1830 contemplamos descansadamente cómo los vacunos se amaban los unos a los otros y oímos con deleite ocioso el rumor de la espontánea y divina función clorofiliana alfombrando estos campos. Fueron los tiempos felices del asado con cuero y la importación de adoquines suizos. Así nos acostumbramos a vivir sobre una inundación de pastos sabrosos, ahítos de rica carne y de buena lana; sin lujos, pero sin trabajo; gozando despaciosamente este clima gratuito, pisando sin sobresaltos este suelo dulce; regalones, bucólicos, rentistas porque sí, recostados a una naturaleza ancha y tierna como un ama de leche.

II.

Durante la larga aldea, paladeamos un tiempo espumoso, calentito, recién ordeñado, nata de tiempo colono; campo abierto y carne gorda. Y nos hicimos a eso. Tan es así que aun hoy, cuando el mundo se nos viene abajo, todavía hoy persiste adentro de cada uno de nosotros, como acunado en el regazo de tanta opulencia, un criollo sentencioso y lento, alguien que puede vivir al tranquito porque tiene todo lo poco que necesita. En el fondo de nuestra alma hay un haragán heredado que se sentó a tomar mate; algo así como un carozo de flojedad enquistado adentro. No es que esté pensando, resolviendo, hundiéndose en sí mismo, tenso y viviente; se está dejando ir al ritmo de ese oleaje amargo. La pequeña calabaza tibia es un segundo estómago sujeto en el hueco de la mano y él rumia lo verde, absorto, ensimismado, meditabundo sin meditar, al modo de una vaca que cae del cuero hacia adentro y parece grave. Pero no hay nada que le esté pasando. Matea.

III.

Atardece en el paisaje y todo se hace profundo, y más los bichos quietos. Y así está él, tomando mate, dormitado, en suspenso de sí mismo, a la deriva, atardeciéndose entre sorbo y sorbo, adentrado; más aparente que vivo; mortecino, vacuo. Y eso nos pasa a todos a partir de la segunda generación después de los inmigrantes; nos acriollamos; abandonamos. Tal vez nos venga de los largos crepúsculos de esta latitud austral, tal vez del ámbito desierto o de un eco indio en la sangre; a lo mejor del cansancio de nuestros abuelos que empezaron todo de nuevo o del tedio y la abundancia que hubo.

IV.

El empleo público no es otra cosa; sólo que se hace en frío, entre cuatro paredes y máquinas de escribir y papeles y trámites que a nadie le importan nada. Allí no habrá euforia, pero también se empoza el alma hasta quedarse inmóvil y no atender a nada ni a nadie y perder la noción del tiempo. Durante años uno se va mateando el horario hasta que, sin darse cuenta, le ofrecen el mate definitivo: la jubilación. De allí para adelante, quede lo que quede, es cuestión de cebar; mate más, mate menos; arreglar la pajarera, cambiar el cuerito de las canillas, leer el diario, hacer un asadito, rezongar un poco; cosas que no exijan ser muy tremendo, ni escuchar llamados. Somos así, poco ansiosos, aplanados como charcos. Por algo inventamos e hicimos natural y corriente esa repugnante manera de decir: estoy podrido. Somos dueños de una cachaza esencial, capaz de corromper y producir la descomposición. Mateamos la vida sin apuro, de a sorbitos, hasta que se enfría.

V.

Y sobre esta inundación de satisfacciones gratuitas llovió Batlle, anticipándose a tantas necesidades; paliando aquí los rigores, haciendo inútil allá toda fricción violenta. Desde siempre los conocimientos y los objetos nos llegan hechos de afuera, y desde Batlle, muchos derechos y mucha seguridad se tuvieron de golpe, y a crédito, antes de que fueran pagados, como corresponde; con esfuerzo y con dolor. Y así vivimos: de rentas; dos veces.

Por eso el mal de los uruguayos no son las oficinas públicas; el mal de las oficinas públicas son los uruguayos. Por eso una buena parte de nuestros adolescentes estudiantes de liceo aspiran a ser bancarios, es decir: funcionarios públicos de la actividad privada.

Sí. Todos queremos estar seguros. Todos acariciamos el sueño de la hipoteca propia. Al dorso de nuestra partida de nacimiento hay un compromiso de compraventa que nos lleva a invertir el divino tesoro de nuestra juventud en zonas inmobiliarias de firme valoración; por eso nos negamos a tirar por la ventana nuestras cómodas cuotas mensual les de tranquilidad. Nuestro ideal es ser dueños y habitantes de un sólido edificio de paredes incorruptibles donde haya alimentos, ropa, algunas diversiones, calefacción, y servicio médico para siempre. Es decir: un lugar donde haya poco que hacer y donde reine la seguridad social en su plenitud; en una palabra: la cárcel modelo. Quizá el ideal de los ideales sea la vivienda familiar bajo tierra, también llamada tumba. Allí, basta con no creer en Dios para estar seguros de que nadie vendrá a golpear en la puerta. Es el descanso y la tranquilidad.

VI.

Repudiamos a los descabellados, menospreciamos a los audaces, nos condolemos por los emprendedores. Las ocurrencias, las sorpresas, las iniciativas no son de personas serias. Nosotros pensamos que todas las cosas corren a cargo de los demás. Los automóviles del año que viene serán mejores que estos de ahora y la nueva vacuna antipolio va a salvar definitivamente a nuestros niños. Ya nos disponemos a saber cómo es la luna bajo nuestros pies. Pero claro, nada de esto es responsabilidad nuestra; en otros países hay quienes piensan o inventan y se desvelan y padecen y pueden o no pueden con la carga que se imponen.

Y lo más triste: aquí la felicidad no consiste en superar dificultades, la felicidad consiste en no tener dificultades.

Recuerdo una frase de Ortega y Gasset: «La vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es el peligro». Recuerdo una frase de Nietzsche: «Bienaventurados son los soñolientos pues no tardarán en dormirse». ¿Será nuestra alternativa dormir o morir por pura prudencia?

***

Carlos Maggi.


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