
Era una tarde destemplada con el sol sin protagonismo, el gris que venía del sur acentuaba el presagio de lluvia. El verano había pasado y el otoño no se decidía.
Sin tiempo para apreciar la melancolía del clima, me bajé del taxi al 2500 de Sarmiento, los manteros del once hacían su triste fiesta en las veredas, peleando con los comerciantes de los locales, por los espacios de exhibición de mercadería.
Caminé por el pequeño sendero que quedaba entre la pared y los vendedores buscando el número del edificio. Encontré el piso cuarto B, a la calle. Toqué el portero eléctrico y una voz ronca me atendió. «¡Ha! De la librería, pase», me dijo, en un tono neutral. «Soy Violeta». Cuando abrió la puerta se detuvo un instante para observarme. Le devolví la mirada: «Hola, soy Pablo Fuentes. Buenas tardes», y me invitó a pasar con un gesto de su mano derecha. Entré a un living en penumbra, los muebles estaban abandonados desde un tiempo indeterminado.
Ella era delgada, tenía unos ojos azules atrincherados en las arrugas de su rostro, el pelo era de un rubio desteñido que caía sobre sus hombros, como si el viento hubiera sido participe del peinado. Alta y delgada, sus labios todavía mostraban firmeza. Note que su brazo izquierdo permanecía en una posición rígida. En ese detalle estaba la soledad que vi al llegar.
Se sentó en uno de los dos sillones destartalados de la sala y volvió a mirarme, esta vez con la expectativa de lo que yo pudiera decirle. Le pregunté si los libros eran suyos y me contesto: «¡Por supuesto!». Pensé con la experiencia de los años, que esa biblioteca que se desplegaba frente a mí, tenía mucho para contar. Medía unos cinco metros de ancho, por dos y medio de altura y ocupaba todo lo que tenía de pared el living. De madera maciza como las que se hacían hace 60 años, cerraba en la parte superior casi contra el techo, con un friso grueso trabajado a mano por un ebanista de los que sabía su oficio. Todas las bibliotecas más o menos importantes remiten con un lejano reflejo a la de Alejandría. No porque puedan compararse con el prodigio que acumulara Carlo Magno en los tiempos de Ptolomeo, sino en ese imperceptible brillo del saber que toda estantería bien provista tiene para ofrecer.
Se movió inquieta mientras prendía un cigarrillo con la técnica de sostenerlo entre sus labios mientras encendía con su brazo útil. No preguntó si me molestaba. Aspiró profundo y lanzó el humo hacia arriba lejos de mí, cosa que tomé como una cortesía. «Bueno, aquí están los libros, fíjese los de su interés», me dijo, mientras cruzaba las piernas, haciendo un ligero ruido a cuero con sus botas que le cubrían las pantorrillas.
La verdad que no esperaba todo este material, por lo que vi me resulta difícil separar lo que no voy a llevar. La miré y con lo que le dije, debo de haber logrado revivir algo parecido al reconocimiento, porque note en su cara una leve sonrisa. Volvió a pitar en actitud de espera. Volví a la carga. «Sí, son buenos libros».
Con esto yo subvertía mi estrategia de compra porque nunca conviene alabar demasiado lo que nos ofrecen porque sube el precio del vendedor, pero no lo podía evitar, no sé si era por la biblioteca o se trataba de algo que se imponía como exigencia de mi propia intimidad, o tal vez era esa mujer y su desamparo con el escudo en la nicotina.
«¿Le prendo la luz para que vea mejor?», me dijo casi como un susurro de humo, y encendió la única bombita que daba sobre la biblioteca.
Me puse un tanto de espaldas a ella y me concentré en el material que se desplegaba ante mí. Con los años he ido aprendiendo a leer en cada atesoramiento de libros la historia de los acumuladores, que en algunos casos son coleccionistas o se hacen llamar coleccionistas. He podido leer sus posiciones ideológicas, la diversidad de los motivos buscados, la especificidad exquisita en el ahondamiento de determinadas problemáticas, y el despilfarro sin coherencia en algunos casos por el material contradictoriamente reunido.
Todo eso hace a un perfil de gente. En muchos casos los dueños ya han muerto y debo contentarme con imaginar la cara del acumulador original, que en las viejas bibliotecas siempre es un hombre por la primacía, hoy un tanto anacrónica del género.
Ella me seguía observando con detenimiento pero la tensión del primer momento había dejado paso a una mirada de menor ansiedad, lo pude notar en uno de los pocos momentos en que yo apartaba la vista del material. Le pregunté si pensaba vender todo y me dijo que sí y levantó las cejas como mostrando resignación.
Los libros estaban ordenados por tema y en algunos casos por editorial. En uno de los estantes superiores pude ver la línea de lomo de cuero, eran varias decenas, los famosos Aguilar editados en España, las obras completas de Shakespeare, Oscar Wilde, Dostoievski, Tolstoi, Platón, Cervantes, Garcia Lorca y otros. En los estantes inferiores estaban los libros editados en rústica, según nuestra jerga librera, en realidad los libros de tapa blanda.
Lo que llamaba la atención era una completísima cantidad de libros de marxismo, anarquismo y guerra de guerrillas.
Algunos se mantenían en buen estado, pero la mayoría de los libros de izquierda habían recibido un uso largo y sistemático. En su interior tenían papeles con comentarios que bajaban a tierra la línea de acción. No podía faltar y allí estaba magullado por el uso el Marta Harnecker, “Manual de economía política, el capital, conceptos fundamentales” Una verdadera biblia para el adoctrinamiento de aquellos años.
Al encontrarme con esa temática tan conocida no pude evitar recordar mi origen uruguayo y aquel pasado ahora lejano de mi etapa de militancia izquierdista, aunque nunca estuve de acuerdo con los métodos de la guerrilla, mi aporte a la actividad revolucionaria de aquella época siempre fue en el plano sindical. Pero el material que se desplegaba ante mis ojos no dejaba de conmoverme.
Se levantó del sillón y fue hacia la cocina. En minutos vino con un café negro y me lo ofreció sin consultarme si tomaba café.
Le agradecí, dejé la taza sobre una pequeña mesa, ella se sentó otra vez en el sillón, que se quejó por el elástico vencido y yo volví a mirar los libros.
Allí me encontré con Proudhon , Bakunin, Marx, Engels, Kropotkin, los escritos del Che Guevara, Fidel, Trotsky, Lenin, y los manuales “didácticos” editados en Moscú del estalinismo. También una amplia cantidad de folletos, revistas, pequeños ensayos y escritos para reclutar militantes.
En la parte central de la biblioteca en forma privilegiada y con volúmenes más nuevos, estaban los libros de Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, Carpentier, Padura, Laiceca, Sacherri y tantos otros en el plano poético, como Neruda, Gelman, Pessoa, Roberto Juarroz, Gonzalez Tuñon, Bocanera y hasta Laura Yasan con sus libros agrupados por orden de aparición.
Hice una pausa en mi estudio del material y tomé un sorbo del café que se enfriaba. «¡Qué gran acopio hay aquí!» le dije, la miré y encontré un brillo en sus ojos que denotaban algo especial, como si yo hubiera tirado un hilo antiguo, ciertos rituales de vida propio de aquel cuerpo que fuera vital en ella, los callejones escondidos de lo que hoy era una modesta esperanza de proyectar un cambio. Su cara parecía decirme entre el orgullo y la tristeza: “todavía queda esto de mí.”
Me aparté de esa imagen tratando de hacer un balance visual de lo que veía: material que ya no estaba en el mercado, viejas ediciones adaptadas a la didáctica para captar adherentes a “la causa”, combinado con otros libros mucho más recientes que indicaban un cambio de paradigma en la lectora.
La biblioteca hablaba de distintos rumbos. Era evidente, hubo una quilla orientada hacia el ideal de la revolución marxista, pero las formas en que el tiempo se viste de derrota, fue variando hacia aguas más tranquilas ligadas a la literatura y el buen trato de los clásicos, lejos de la teoría del foco guerrillero.
Por qué vende todo le pregunté, al mismo tiempo no pude evitar encontrarme observando su brazo izquierdo inerte.
«¿Le llama la atención, verdad?», se levantó de golpe y se acercó casi hasta rozarme. Fue un balazo en el 74, me destruyó el codo y nunca pude volver a flexionarlo. Retrocedió dos pasos y manoteó el atado de cigarros.
Desde que llegué esta mujer se había mantenido en la parquedad de un encuentro para vender libros, pero había algo en ella que la hizo largar esa frase de alta confesión, un clic que se hizo activo, que la dejaba expuesta a seguir hablando.
Ya con el cigarro en los labios, con una serenidad que solo el tiempo concede me contó con unas pocas frases la historia de su vida, la infancia y la adolescencia en el Uruguay, su primera época en Buenos Aires, la guerrilla, los caminos de un compromiso social fracturado, el desencanto de los ideales y la realidad de seguir viviendo adaptada a la decadencia de un sistema capitalista que pese al sacrificio y la voluntad de tantos, seguía vivo sin competidores. Por supuesto no se privó de criticar duramente a las dirigencias revolucionarias traidoras.
«¿Sabe lo que me salvó de tantas frustraciones?», me dijo, mientras sacaba el cigarrillo de su boca y volvía a sentarse cruzando la pierna de izquierda a derecha.
Dejé de mirar la biblioteca y me centré en su rostro.
«Sabe…, le debo mi vida a algunas frases de algunos autores… Frases y autores para seguir respirando».
Tomó el libro de los Desasosiegos de Pessoa, y sin abrirlo recitó un párrafo: “Me quedo pasmado cuando termina algo. Me quedo pasmado y desolado. Mi instinto de perfección debería impedirme acabar; debería incluso impedirme empezar. Pero me distraigo y obro. Lo que obtengo es un producto que no resulta de una aplicación de mi voluntad, sino de una concesión que ella hace de sí misma. Empiezo porque no tengo fuerza para pensar, termino porque no tengo alma para interrumpir. Este libro es mi cobardía.”
«Qué notable», le digo, «Pensar en todos los ensayos y tratados sesudos sobre el proceso creador que se han escrito, y Pessoa en un párrafo, en un pequeño y simple párrafo, sintetiza ese acto de alta conciencia que implica escribir, escribir y desdecirse».
«Me vuelvo a mi país», me interrumpe, «A Montevideo, por eso vendo todo, salvo algunos libros de literatura de los que nunca voy a desprenderme, lo demás ya está. Es un lastre que me saco».
Volvió a mirarme esta vez con determinación.
Hice un cálculo a pura experiencia con los espacios, sin contar uno por uno, no había menos de 3000 libros en los estantes de madera.
Todas las bibliotecas son únicas, porque la manera de cómo fueron elegidos los ejemplares, tiene que ver con la singularidad también irrepetible de sus dueños. Esta no escaba a la regla.
Y esa mujer con su brazo izquierdo inmóvil, en la penumbra de la única luz que daba sobre los libros, raspando los restos de su porvenir, apostando a regresar al país perdido, el cigarro que se consumía en su labios sin pitar, y el pelo que caía sin gracia sobre su cara; esa imagen también era singular e irrepetible en la tarde ya sin verano sobre el otoño indeciso con la lluvia en el aire.
Se permitió otra confesión momentos antes de hablar de dinero, «¿Sabe a dónde me quiero ir a vivir?», me preguntó esta vez con entusiasmo, «Mire, sobre la costa uruguaya de Montevideo, que allá le dicen “la Rambla”, hay un lugar elevado que se llama Plaza Virgilio, y está exactamente en el límite entre Malvín y Punta Gorda dos barrios residenciales. Ahí vive la única prima hermana que me queda».
Me di vuelta para que no viera mi cara desencajada, esta vez Violeta pegaba bajo mi línea de flotación, si había un lugar a donde yo me volvería a vivir en Montevideo, era a ese barrio de playa y gaviotas, en la frontera imaginaria que divide Malvín de Punta Gorda. Las casas dan al mar con un tremendo sol de orientación oeste, atemperado por el viento en la altura a puro cielo y silencio. Las noches de luna llena se abre un sendero de luz desde el horizonte hasta la orilla y las rocas hacen figuras sobre la arena. Allí besé a mi primera novia cuando tenía 15 años. Allí iban mis padres a tomar mate haciéndose acompañar por el atardecer. Allí decidí despedirme de Montevideo cuando el exilio era la única opción y la policía de la dictadura me pisaba los talones.
El temblor del pasado en acto me perturbaba. Me sobrepuse. Me di vuelta y deteniendo el relato de su regreso en el que ella seguía abundando, le ofrecí una cifra en dólares mientras le pedía que parara de hablar. Me miró, por unos segundos atemperó su propia inercia de lo que venía diciendo, tiró el cigarro ya apagado y me dijo: «De acuerdo, los dólares me sirven para cambiar directo a pesos uruguayos sin tener que hacer la triangulación con los pesos devaluados argentinos», razonó como si pensara en voz alta.
Le dije que mañana pasaba a buscar los libros, que tenía que embalar y eso llevaba varias horas. «No hay problema, tómese su tiempo».
«Le aviso que me quedo con 10 o 15 libros. Algo de Pessoa, Pizarnik , Gelman, Juarroz y las primeras ediciones de Onetti».
Le dije, «comprendo».
Al otro día regrese con Fabián el único de mis colaboradores que ha sobrevivido a estos tiempos de crisis superlativa.
La uruguaya contrariando lo que yo había pensado, estaba de mejor humor, su pelo rubio rebelde se lo había atado hacia atrás lo que despejaba su cara y le daba claridad. Sus ojos que el día anterior se habían mostrado cansinos, estaban vivos y expectantes.
La posventa fue de pocas palabras.
Comenzamos a poner los libros en cajas, la folletería la atamos para mantener la unidad de los papeles. Los libros más grandes abajo y los chicos arriba para evitar la falsa escuadra. Las ediciones especiales estaban reservadas a una caja reforzada y amplia.
Fuimos bajando hasta la planta baja, era el fin de la tarde y los manteros sobre Sarmiento se despedían cargando los carros con la mercadería hasta el otro día.
El flete que contratamos había logrado estacionarse frente a la puerta del edificio. El conductor se sumó al acarreo.
Cuando nos íbamos Violeta se adelantó a mi saludo, me tomó la mano con su mano derecha, me miró a los ojos y me dijo desde su ronquera, «Mire, Pablo, no deje de ir, no deje de conocer Montevideo, no se va a arrepentir».
Le dije, «Sí, no me va a faltar oportunidad, ¡suerte en su país!».
Antes de subir a la camioneta miré el cielo, la llovizna que estaba en el aire empezó a mojar el cemento.
Alberto Costa.