«El aborto es cosa de hombres» de Fogwill


Publicada en las páginas de la revista feminazi «Alfonsina», en el año 1983, «El aborto es cosa de hombres» es quizás la columna más polémica que firmó Fogwill durante su corta carrera como periodista. Al igual que ocurre ahora en prácticamente todo círculo intelectual, posicionarse en contra del aborto era en aquella época algo tabú. Tan así es esto que Fogwill decidió para publicarla emplear el seudónimo de «María de la Cruz Estévez».

La defensa o la justificación del aborto criminal, así como la preconización de leyes más tolerantes hacia el aborto, suele formularse en nombre de los «derechos al cuerpo», la libre decisión de la mujer, la autonomía. De ese modo, se viene urdiendo una confusión según la cual todo aquel que adhiera al derecho a la vida, al derecho al placer, a la libertad y a la riqueza, y toda mujer que se sienta identificada con los ideales de la liberación femenina, deben sumar su apoyo a los defensores del aborto o, al menos, tolerar la defensa del aborto como si se tratase de un tema «democrático» sobre el que pueda aplicarse el concepto de «libertad de opinión».

Pero no: la libertad de opinión sólo es concebible dentro de un régimen de garantías individuales. Los juristas lo han comprendido desde hace siglos: basta que se acepte que una clase determinada de personas –sean los subversivos, los esclavos, las mujeres, los criminales o los que todavía no nacieron– carece de su derecho a la vida para que cualquier derecho a las manifestaciones de la vida, (el trabajo, el amor, el cuerpo, la opinión, la consciencia), quede puesto en tela de juicio y se transforme en «una cuestión relativa». La relatividad moral y la relatividad jurídica permiten que, periódicamente, los amantes de la libertad, asustados se conviertan en terroristas políticos capaces de genocidios como el que vivió Argentina entre 1972 y 1980.

El embrión y el feto humano es eso: protoplasma humano. Como los bebés y los abuelitos carecen de medios para autoabastecerse. Como los paralíticos, no pueden moverse. Como los inmigrantes clandestinos de Bolivia y de Chile, carecen de identidad para las leyes nacionales. Como los hinchas de fútbol y las señoras que miran mucha televisión carecen de consciencia. Pero son humanos. ¿Alguien por más perjuicios que le hayan ocasionado, estaría dispuesto a suscribir la eliminación de hinchas de fútbol, los inmigrantes clandestinos, los parientes discapacitados, la abuela ñañosa, el bebé incómodo…?

«No es lo mismo…», volverán a decir los partidarios del aborto con el mismo tonito con que el general Camps explicó a la prensa que los desaparecidos eran subversivos. «A veces es necesario…», dirán algunas de las trescientas mil mujeres que abortan anualmente, imitando el énfasis con que los criminales de guerra explicaron al mundo que «cumplían órdenes superiores».

Pero no es lo mismo, y es innecesario. Y a poco que se investigue entre pacientes cómplices de aborto, se podría confirmar la veracidad de la observación de G. Wolf, en el sentido de que el aborto no es una interrupción de la maternidad, sino una irrupción de la paternidad. Detrás de cada aborto siempre hay un hombre, o una sociedad de hombres, renunciando a la vida. A la vida humana verdadera, el protoplasma humano, no a lo que ellos llaman la vida: el churrasquito, la botella de vino, el reloj pulsera, las reuniones en el comité, o las vacaciones en Punta del Este.

Es hipócrita que algunas mujeres cómplices de aborto lo justifiquen en nombre de la «oportunidad», y de la planificación familiar. ¿Acaso suponen que pueden planificar bien un proyecto tan complejo como es una familia la gente que no ha sido capaz de planificar con eficacia algo tan simple como un acto, una cópula…?

Fue un error, suelen decir algunas embarazadas. Y en verdad fue un error, pero no un error «de fechas», ni un error de pastillas, ni un error mecánico al colocar el diafragma cervical. El error de la embarazada involuntaria se cometió al elegir por compañero de cópula a un hombre que no puede sostener la vida. Este error es un breve capítulo de la historia larga de errores femeninos, que comienza por la creencia en los valores de una sociedad de hombres, que, a los Derechos de la Vida, antepone «la vida», la fantasía que los mantiene pegados a un escritorio, a una tribuna o a una pantalla de televisión.

Fogwill.


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