¿Es una vida netamente orientada al goce y el cortoplacismo una buena idea para aquellos jóvenes nacidos entre los años 1997 y 2008?


Hace poco leí un relato del escritor porteño Jorge Fernández Díaz. “Un candidato para mi hija”, se llamaba. Por si no están enterados, Fernández Díaz es, además de un lúcido analista político, una suerte de Ricardo Arjona de la literatura argentina contemporánea. Que quede claro que esto no lo digo despectivamente, en absoluto; sino en el entendido de que el público que compra sus libros son mujeres cuyo rango etario estriba entre los cuarenta y cincuenta y pico de años (pensándolo bien: ¿No es acaso ése el único público que aún consume literatura de forma más o menos sostenida?…); varios de sus relatos, además, tratan temas como el amor, el desamor y el desencuentro sentimental en el conurbano bonaerense. Son muy buenos en mi opinión, y algunos de ellos tienen la particularidad de ser bastante incorrectos. Caso a colación, “Un candidato para mi hija”, cuya breve trama comienza durante una cena de reencuentro entre «chicas del secundario» (en la provincia uruguaya diríamos liceo).

Como es de esperar, una vez que se suceden las copas el grupo de amigas empieza a ventilar sus frustraciones; la mayor parte de índole amorosa ya que, pese a haber alcanzado todas la independencia económica y algún que otro cargo académico, ninguna de ellas ha logrado encontrar pareja estable con la que poder formar familia. Una de las «chicas», cuyo nombre el narrador omite, es socióloga, y sintetiza su situación y la del resto de las amigas de la siguiente forma: «La mujer luchó para ser autónoma y casarse por amor, después por volverse independiente y conquistar el mundo laboral, y ahora que ha conseguido lo soñado, resulta que está más cansada e irritada que nunca»; otra de las mujeres suelta una frase muy poco feminista, la cual provoca algún que otro reproche: «Al final, si mi papá me hubiera elegido marido seguramente yo no habría sufrido tanto». Mónica, una de las invitadas a la cena y la protagonista del relato, se propone descubrir cuánto hay de verdad en esto. Su padre es un «patriarca inefable y protector», un importante empresario del rubro de los laminados, y enseguida acepta buscarle un candidato para marido. Antes de iniciar dicha pesquisa, sin embargo, se lamenta: «Nosotros estamos invirtiendo desde hace dos años una fortuna en estas sesiones (hablando por supuesto de la costosa psicoterapia a la que asiste su hija) y no vemos resultados».

El final del relato no viene al caso; su premisa, no obstante, me viene al pelo para tratar un tema en mi opinión más que interesante: los matrimonios arreglados.

Como sin duda ya estarán enterados quienes estén leyendo esta nota, parecería existir entre la juventud actual un rechazo generalizado hacia el compromiso amoroso de largo plazo. Ni hablar de la aspiración a formar una familia o a la caduca idea de tener hijos. Hoy en día, nos explican varios influencers de videojuegos y académicos de porte, esto último incluso sería algo negativo, puesto que debido a la emergencia climática dentro de poco la población mundial va a extinguirse por y para siempre;

¡Suerte que ahora tenemos aborto legal, seguro y gratuito para todes!

Un poco a contrapelo de esto, hace un par de meses conocí en el trabajo a una chiquilina hindú; una piba muy dulce y simpática, la cual cumplía –y que conste que esto lo digo en el mejor de los sentidos– varias de las expectativas que uno tiene alrededor de esta cultura. Recuerdo que transcurrida cierta cantidad de días la chica sacó su celular y muy orgullosa nos mostró a mí y a varios de mis compañeros las fotos de su boda: en algunas de ellas la muchacha aparecía posando junto a sus amigas, en otras junto a su familia y marido; todas, como ya podrán imaginarse, tenían por común denominador el color rojo y dorado, además de una vestimenta suntuosa, adornada con sendos bordados y joyería exótica. Explicar qué significado tenía cada una de estas prendas y colores sería una tarea harto compleja pues, la India es un país vasto, espiritualmente muy rico y aún marcado por el peso de tradiciones y costumbres milenarias; en este sentido la sociedad hindú no podría ser más distinta a la uruguaya.

A la par de esto, recuerdo algunas de las reacciones de mis compañeros. Huelga decir que no fueron similares a las mías. De hecho, la mayoría parecieron sentirse incómodos ante dicho episodio. Esto no es de extrañar, a fin de cuentas, nuestra pacata y secular idiosincrasia nacional ya hace mucho tiempo que se encuentra expoliada de cualquier indicio de vida espiritual o deseo de trascendencia; el rito matrimonial y su fuerte cariz religioso, por ejemplo, viene siendo desincentivado sostenidamente desde hace al menos veinte años.

La foto: Una boda en la India. Un país fuerte y próspero que con justicia se va comer al resto del mundo.

Para echar más leña al fuego, poco después la chica agregó inocentemente que la unión había sido arreglada por sus padres, como bien marcan las tradiciones del gigante asiático, detalle que provocó alguna que otra risa y unánimes miradas de incredulidad; estoy seguro que no faltó quien se imaginara algo así como una de esas bodas hillbilly celebradas a punta de escopeta.

Nada más lejos de la realidad.

La foto: Boda a punta de escopeta.

Un gran sabio dijo una vez aquello de que «las comparaciones son siempre odiosas», dando a entender por esto que no conviene cotejar distintas cosas entre sí; distintas culturas, por ejemplo, pues si no uno corre el riesgo de menospreciar u ofender sensibilidades por demás exacerbadas.

Aun así, no puedo evitar señalar el enorme contraste que existe entre esta gurisa y la gran mayoría de sus pares montevideanas. Para empezar, la dulzura y simpatía que derrochaba en el trato diario; la notable estabilidad mental de la que hacía gala (esto es en verdad raro, puesto que como bien sabrán es difícil conocer a compatriotas de entre 16 y 60 años que no dependan de algún estupefaciente para funcionar en su día a día); la conversación agradable y madura que podía sostener con sus interlocutores durante la media hora de descanso; mientras que, en cambio, el resto de sus semejantes a duras penas podía hilar un diálogo que no versase sobre tópicos tan trascendentes como preguntar de «qué signo sos», comprar ropa online, salir los fines de semana, ir «al gym», a «la psicóloga» o si no «pegar un viajecito a Buenos Aires» (a comprar ropa, ¡por supuesto!), acá había una chica que con veinte y pico de años podía jactarse ya de ser una mujer hecha y derecha. ¿Así es como eran las cosas antes en Uruguay? ¿Por qué decidimos cambiarlas entonces?

No entiendo…

Sé que planteándolo en estos términos corro el riesgo de sonar demasiado anticuado o didáctico, pero, entiéndanme; si cuando hablamos de «libertad» hablamos necesariamente de la posibilidad de ensayar en nuestras vidas una amplia variedad de opciones triviales cuyo producto será siempre por defecto una sensación de ansiedad e insatisfacción, ¿Vale realmente la pena ser ““““libres””””? ¿Acaso la desorientación y ausencia de sentido que tanta mella hace en nuestros jóvenes podrá deberse a que los hemos despojado de esos ritos y tradiciones milenarias que antes daban rumbo a sus vidas? ¿Por qué en lugar de desconfiar de ellas y sustituirlas por un falso sentido de libertad no intentamos demostrarles cuán valiosas pueden llegar a ser?

Mi tío Ted, que lamentablemente hace poco falleció de cáncer, escribió una vez en uno de sus libros:

«Podemos creer en cualquier religión que nos guste (en tanto que no fomente comportamientos que sean peligrosos para el sistema). Podemos acostarnos con quien queramos (en tanto que practiquemos «sexo seguro«). Podemos hacer todo lo que queramos en tanto que sea TRIVIAL. Pero en todas las cuestiones IMPORTANTES el sistema tiende a incrementar las regulaciones sobre nuestro comportamiento».

Quizás esa libertad que nos han hecho creer que tenemos en el fondo ni siquiera sea eso; quizás sólo sea una cortina de humo que en la práctica beneficie a unos pocos, ¡A los mismos de siempre, por supuesto! A esos que a nuestras espaldas mueven los hilos, a esos que perversa y sistemáticamente intentan convencernos de que hoy por hoy renunciar a la vida en todas sus formas es a largo plazo lo más «positivo» para el mundo.

En general, las ansias de goce inmediato y el cortoplacismo pueden llegar a acarrear con el paso del tiempo consecuencias graves para el individuo. Que conste que esto no es algo que se me haya ocurrido a mí, que en realidad sé poco y nada de las cosas que importan, sino a las protagonistas del relato de Fernández Díaz. ¡Fíjense si no cómo ellas hicieron todo lo que se supone que tenían que hacer y, sin embargo…! Ninguna de ellas puede decir con una mano en el corazón que el resultado de sus decisiones haya sido el haber encontrado la felicidad o algún tipo de satisfacción duradera.

Juzgando por varios indicadores sociales, la sociedad uruguaya tiene mucho que aprender de la sociedad hindú. Lo primero quizás sea no renegar de nuestras costumbres y tradiciones en favor de entelequias ideológicas foráneas.

Oswald Spengler, en el capítulo II del segundo tomo de su obra magna “La Decadencia de Occidente”, dijo lo siguiente sobre la tasa de natalidad negativa en las etapas tardías del desarrollo civilizatorio:

«El gran cambio sucede cuando en el pensamiento consuetudinario de una población muy culta aparecen «motivos« para la presencia de los niños. Pero la naturaleza no conoce motivos. Dondequiera que exista realmente vida, domina una lógica intensa, orgánica, impersonal, un instinto, algo que es totalmente independiente de la vigilia y los lazos causales, algo que la vigilia no advierte siquiera (…). Entonces comienza a notarse una leve limitación de la natalidad —ya Polibio la lamentaba y llamaba la fatalidad de Grecia; pero existía sin duda, antes en las grandes ciudades y había adquirido en la época romana una extensión tremenda. Este descenso de la natalidad se funda primero en la necesidad material. Pero más tarde ya no se le puede encontrar fundamento ninguno».

Siguiendo en la línea de los romanos, la clase legislativa de aquella época solía hacerse la siguiente pregunta siempre que discutía temas de actualidad: «¿Cui prodest?» (¿A quién beneficia esto?). Como uruguayo, yo me pregunto lo mismo: ¿A quiénes beneficia la tasa de natalidad negativa de nuestro país? ¿A quiénes beneficia elevar a catorce semanas el tope legal del aborto? ¿A quiénes beneficia la proliferación de enfermedades mentales tales como la transexualidad y/o el consumo desenfrenado de psicofármacos?

Es delito decirlo, pero…

La foto: Los derechos de las mujeres.

Felipe Villamayor.

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