Franchute de Montevideo


“Y las veces que he tenido
que enfrentarme con un taita
no fue por ninguna paica
sino por mi dignidad
.”

  • “Así fui yo” de Alberto Mastra.

De lejos nuestro pintor no parece demasiado abatido, aunque visto de cerca está claro que su apego a la vida genera cierta sospecha…
La casa donde ahora mismo se aloja se compone de dos imponentes cascos: uno alto y el otro bajo; está ubicada tras una alta verja de gruesos barrotes, en la calle Maldonado y Vázquez, cerca de una placita abandonada perteneciente al periodo colonial.

Corre el año 1910-1911, año en el que nuestro pintor hizo una de sus primeras y más sonadas presentaciones en sociedad.
Dos caballeros de frac y galera llegan hasta su domicilio y piden de inmediato reunirse con él. Dicen ser los padrinos del «ofendido», y se han apersonado allí con el propósito de obtener una «reparación»:

—Muchacho, el señor Batlle y Gagliani le exige una reparación por la vía de las armas. Nosotros hemos accedido a ser sus padrinos. ¿Acepta el reto, sí o no?

Tumbado en un cómodo sillón, rodeado por su entusiasta corte de adeptos, nuestro pintor hace una pausa y observa detenidamente a aquellos dos hombres. Durante los últimos meses se ha forjado una caótica reputación como polemista, su soez y feroz pluma le ha granjeado la hostilidad de innumerables hombres malvados y mediocres, entre ellos algunos de los más infames vividores de la banca y la política nacional.
El pintor los observa unos segundos e, inmediatamente después, aún sujeto a uno de esos estados de narcótica laxitud tan comunes en él, procede a depositar su larga pipa de opio sobre la mesa.

—Acepto, caballeros…, Acepto… –responde, rebelde y dubitativo a la vez.

Ambos hombres ven atónitos la efigie de aquel malogrado joven y se dicen para sí que aquello es en verdad lamentable: ¡Su vida pende de un hilo y, como si fuera poco, apenas puede sostenerse en pie!…

Rápidamente uno de los muchachos que rodea al pintor les ofrece sentarse a tomar un mate; otro de ellos tañe ajeno en su rincón una guitarra; un tercero –el cual responde al nombre de Kostia–, está echado al lado de su maestro, y procede a retomar en voz alta la lectura de una editorial muy ácida sobre las posibles consecuencias del socialismo en el Uruguay y de «todas esas pamplinas rencorosas, fruto de estos obreros ignorantes».

Una vez que termina, el pintor se incorpora en su sillón. Revitalizado por los efectos euforizantes del opio, pondera con entusiasmo el escrito de su discípulo:
Como regla general…”, lo aconseja mientras se pone de pie, “lo mejor es siempre expresarse de manera simple… Nada de buscar impresionar a terceros, nada de incurrir en eufemismos o rodeos bobos; en tu prosa debes ser siempre llano y directo, y, de darse la ocasión y de verte con el suficiente coraje, procura usar un lenguaje duro y sin miramientos; hazlo de esta forma, sólo así podrás despertar y hacer pensar a tus lectores”, le dice.

El joven asiente sonriente y callado. Trata de disimular el orgullo que le produce el formar parte de esos pocos elegidos que, al margen del buen visto social, han logrado integrarse al cenáculo del pintor.

—Déjeme decirle, muchacho, que Don Pepe es un experto tirador y usted, francamente, no da la talla. ¡Hasta aquí llegaron sus ánimos iconoclastas, joven: arrepiéntase de sus dichos y ahórrese una posible muerte a manos de nuestro ilustre representado!

Molesto, indignado, con una mezcla de candor y tirantez, el pintor trata de explicarle a ambos caballeros que, a él, «Don Pepe» le merece el mismo respeto que un «vulgar zapatero», y que de encontrárselo en persona así se lo hará saber.

Sin embargo, el muchacho nunca ha manejado un arma en su vida…

—¡Su temperamento le está jugando una mala pasada, señorito! El encuentro se oficiará mañana a la una menos diez en su quinta de Piedras Blancas. Como corresponde a la circunstancia, el retador podrá elegir el arma de su preferencia; en este caso se tratarán de dos pistolones belgas. Yo ya me he comprometido a ofrecer a ambos duelistas las armas. Poco después, sin nada más que agregar, los dos caballeros se despiden del pintor y salen a la calle a terminar los preparativos previos al duelo.

*
                                                       *  *

Es sabido por todos que la ingesta de opio suele provocar en el ánimo de sus consumidores una alegría efervescente, acompañada luego de volátiles cambios de humor.
De pronto, justo antes de que su enorme reloj de pie dé las doce del mediodía, nuestro pintor cobra consciencia del embrollo en el que se ha metido y, nervioso, procede a expulsar de la casa a cada uno de sus melenudos discípulos, con la notable excepción del más joven de ellos, quien le hará de secretario durante el resto de la jornada.

—Kostia, hoy deberás acompañarme a cortarme el pelo. Luego visitaremos la redacción del diario. Asegúrate de traer contigo pluma, tinta y tintero.

Cuando se vive tan al margen que ya no quedan márgenes, uno debe aprender a convivir diariamente con su desesperación.
Antes de trasponer la verja, nuestro pintor se encierra unos minutos en su estudio. Relee de pie algunos de sus papeles, luego los ordena y los guarda adentro de un cajón; encabritado, se pasea de un lado a otro en la pieza, mientras fuma y sostiene un diálogo consigo mismo.

—¡Kostia! ¡Para allá vamos! –exclama luego de abrir la puerta.

Una vez allí, el peluquero comprueba con la uña de su pulgar el filo de la navaja. Luego lanza un gruñido de reproche al constatar la indecente cantidad de pelo que cubre la nuca y los hombros del muchacho.
Enseguida, mientras procede a enjabonarle el rostro, el pintor comienza a dictar a Kostia una carta que hace tiempo ha intentado escribir:

“Mi queridísima Julianna,

Solías decir que mi vida pende de un hilo y que más temprano que tarde debía procurar alejarme de los problemas, en lugar de buscármelos en cualquier esquina. ¿Qué puedo hacer, mi querida señorita? Supongo que esa es la única forma que tengo de sentirme vivo…”

—¡No se mueva! –lo interrumpe el peluquero, acercando su boca a la mejilla del pintor–. ¡Estese quieto! –irritado, el muchacho deja de dictar durante un momento; luego, vuelve a retomar el hilo:

“… Debes saber, Julianna, que ahora mismo te escribo en pleno terremoto, en medio de esta aldea de la que no hace demasiado tiempo elegí exiliarme. Permíteme que te confiese que estos últimos días he revivido constantemente los recuerdos de mis primeros veinte años, las esperanzas y los desengaños sobre ellos cultivados…”

El peluquero observa furtivamente en el reflejo del espejo al joven Kostia; éste moja con cuidado la pluma en el tintero y luego se inclina sobre el papel:

“… No me avergüenzo de revelarte que hubo un largo año de mi estadía en Londres en el que asiduamente pensé en ti y hasta dediqué varias horas del día a describir y a esbozar tus delicados rasgos.
De hecho, la pasión que sentí hacia ti –o mejor dicho: hacia la imagen que me formé de ti– fue tan intensa que se convirtió para mí en un apetito insaciable que, de no haberlo volcado en mis cuadros y en mis escritos, de seguro me habría
consumido por dentro.

¡Oh, Julianna! Quizás ahora mismo te preguntes el motivo por el que abandoné mis estudios y nunca más volví a visitarte. Déjame que te devele la razón, pues. Una noche del 22 de junio de 1905 toqué a la puerta de Monsieur Rodin. El móvil de mi visita lo ha enturbiado el paso del tiempo, pero grande fue mi sorpresa cuando en aquella empinada buhardilla te vi a ti, mi queridísima señora, a ti, posando desnuda para él. Dirás que peco de infantil, pero lo cierto es que me trastornó hasta el delirio verte allí en su estudio, adoptando frente a él esa postura de languidez erótica, esa pose de seguridad y de descaro tan poco común en ti. Rápidamente creí entrever en aquello la despiadada suciedad de tu alma y, por extensión, la del resto de las mujeres y, no mucho después, mi temple juvenil dio paso al cinismo…”

El peluquero tira la cabeza del letraherido pintor hacia un costado y da mano a sus tijeras:

—Ah, sí; ¡Cuando la mujer es suelta de cascos, no hay quién la arregle! –un poco molesto, el pintor chasquea la lengua en señal de desaprobación. Luego hace silencio y durante un momento trata de reordenar sus ideas:

“… ¡Ah, sí, yo era por entonces un muchacho por de más sensible! Y debo reconocer que aquella decepción me malogró durante un tiempo… Seguidamente comprendí que la mayoría de los artistas que integraban la academia eran conformistas y complacientes, y que la mal llamada «bohemia», Julianna, no tenía nada que ofrecer a un espíritu como el mío, ¡Un espíritu libre por naturaleza!

Queridísima señorita…, sé que a esta altura de los acontecimientos es inútil que te relate los numerosos encontronazos que tuve con tu hermano y con el Prof. Whistler; ambos creían –y seguramente aún lo sigan creyendo– en las corrientes y tradiciones del retrato naturalista, en el academicismo más ortodoxo; tú sabes de esto, y debes sospechar que ello también tuvo algo que ver con mi repentina deserción. De ser así no estás tan alejada de la realidad como una vez llegué a creer… Sí, es cierto: estos últimos años he renegado airadamente de cualquier atisbo de romanticismo vulgar, de Londres, de París y de todas esas ínfulas europeístas por las que antes tanto suspiré de emoción…”

El peluquero echa mano al peine y ajeno a la cháchara del pintor, procura hacer en su cabeza una presentable raya al medio.

“… Por favor, Julianna, sé que ha pasado mucho tiempo, pero de ser posible contéstame a vuelta de correo. Necesito saber de ti, más ahora que vuelvo a encontrarme en uno de esos embrollos de los que tan fácil me resulta salir.

Con amor e impaciencia,
Adieu mon chéri.

Después de dictar la carta, el pintor contempla durante unos segundos su nuevo corte de pelo; la raya al medio y el seductor bigotillo afeitado en las comisuras de los labios; sentado en la silla, un extraño sentimiento de pasiva satisfacción se apodera de él.

—¡Kostia! ¡Págale a este campesino y retirémonos ya! –acto seguido el pintor se pone de pie y el muchacho hurga desesperadamente en sus bolsillos en busca de algunas monedas.

*
                                                       *  *

Kostia es joven, casi un adolescente, y desea con toda su alma convertirse en poeta. Cuando viaja sentado en uno de esos nuevos tranvías que conectan el centro de Montevideo con el Paso Molino, no puede evitar mirar a los demás pasajeros y sentirse distinto. Un ejemplar de tapa de cartón de “El hombre que quiso ser rey”, de Rudyard Kipling, suele acompañarlo en su regazo. Como aún es demasiado joven, no sabe vivir sin ídolos, y el pintor se aprovecha de ello e intenta instruirlo en todo lo que puede.

Poco después llegan a la puerta del café, se ubican en una de las mesitas redondas que hay junto a la ventana y releen nuevamente la carta. Kostia se compromete a llevarla más tarde hasta la sucursal de correos ubicada en la avenida 18 de Julio. Al ver a la pareja de muchachos, el atareado mozo se acerca a tomarles el pedido. Mientras esperan que lleguen los sánguches, el joven le pregunta al pintor acerca de aquel iniciático viaje a Europa. Está al tanto –al igual que varios de sus condiscípulos– de cómo a su vuelta fue recibido calurosamente por el ámbito intelectual uruguayo, ponderado como una nueva promesa, para no mucho después ser despreciado y tachado de ser un «escritorzuelo anarquista y provocador».

Para su interlocutor es fácil referir aquel lustro de tiempo en el que recorrió a pie las capitales y ciudades más notables de Europa; Roma, París, Berlín, La Haya, Florencia… Pero hay varias lagunas en su relato, y son justamente éstas y aquellas ideas y sentimientos a los que de muy joven abrió de par en par el alma los de mayor interés para Kostia, y los que, sin embargo, el pintor nunca podrá develar, pues están indisolublemente ligados a la pérdida de todo eso que alguna vez tuvo para él valor en el mundo…; aun así, nuestro joven envejecido abrirá la boca y empleará el tono y el acento adecuado con el que encandilar al muchacho; lo instruirá y lo formará durante el resto de la jornada como es debido; con lujo de detalles y una voz arrebatadoramente cursi le hablará de esa bohemia de parias y seudopintores y seudoescritores y demás marginados y parásitos que pululan la periferia parisina; con procaces interjecciones relatará el pálpito y la excitación de su vida nocturna, el frenesí y la consumación de los placeres más impuros; perorará luego y magníficamente en torno a los hábitos aldeanos de los montevideanos, en torno a la ridícula superficialidad del ámbito intelectual uruguayo, de lo muy por debajo que está de él y de lo muy fraudulento que es ese nuevo y supuesto bienestar al que aspira el modelo batllista.
Y Kostia, con la adhesión incondicional con la que se oye a un hermano mayor, atesorará para siempre cada una de sus palabras.

—¿Y el duelo, maestro? –lo consulta hacia el final– ¿Acaso no le preocupa tener que batirse mañana con Don Pepe?

—No me preocupa en absoluto. ¡Hombre, en la vida hay cosas mucho peores que la muerte! El deshonor, por ejemplo; ¡Afrenta en la que este musolino plebeyo incurre a diario!

Kostia se pregunta si las palabras del pintor son sólo eso o si en verdad está dispuesto a batirse mañana en la finca del caudillo. Después de todo, sabe que jamás ha empuñado un arma, que jamás en su vida se ha plantado frente a frente en un lance;
“¿Será realmente un hombre libre nuestro pintor?”, piensa Kostia, “¿Se sostendrán sus acciones en una convicción profunda, en una visión del hombre y de la cultura tan auténticas como para enfrentar en un lance a la mismísima muerte?”… “¿O se tratará simplemente de un muchacho atrevido y nada más; dicho de otra forma, un esclavo en el sentido más hegeliano de la palabra?”…

Llegan la gaseosa y los sánguches.
Ambos jóvenes proceden a comer de sus platos con voracidad.
De pronto, un acorde, una frase musical se escucha proveniente de una de las mesas del fondo. Los muchachos miran de reojo a aquel campesino deslizar sus dedos por el mástil de la guitarra y entonar para el resto de los parroquianos una vieja zamba argentina. Por unos segundos el pintor se abstrae de la mesa y de sí mismo; una emoción anónima e imprecisa lo hace alejarse tanto de allí que durante un momento pareciese que no va a volver más…

Kostia es el primero en ponerse de pie. Dobla el pliego de la carta por la mitad, lo coloca en un sobre y con gesto metódico guarda a su vez la plumilla y la tinta en un pequeño vial con cierre de rosca.
Luego se despide momentáneamente del pintor y lleva la carta a la sucursal de Correos.

—Kostia, antes de mañana vayamos a ver a alguna costurerita, mi querido amigo, para así olvidarnos de alguna que otra cuita –le dice cuando lo ve alcanzar la puerta del café.

                                                         *
                                                       *  *

Cae la noche y la pareja de amigos cruza la Plaza Matriz. Caminan en dirección sur, hacia un piringundín del Bajo. Tras los visillos de las ventanas las muchachas los ven avanzar entre risas por la angosta y oscura vereda; luego detenerse a pocos pasos de la calle Guaraní, frente a una sobria fachada. Moneda en mano, ambos penetran el zaguán hasta por fin pisar el patio de baldosa colorada y, una vez allí, se hacen lugar en uno de los bancos.

Proveniente de las habitaciones Kostia oye el suave rumor del hornillo primus: algunas mujeres aprovechan para lavarse, otras se arreglan las ligas y se aprolijan el pelo ante el espejo. Frente a los dos amigos hay un hombre emponchado y su hijo adolescente. La patrona se acerca a saludarlos y a continuación les ofrece una cajita de rapé y alcohol. Luego se dirige hasta el corredor, baja la aguja del fonógrafo y en la noche suena el viril bandoneón:

                                                          “Yo soy la morocha,
                                                           la más agraciada
                                                          la más renombrada
                                                         de esta población”

Dice el tango y pocos minutos después llega la primer tanda de postores. Inmediatamente se forma una ronda en medio del patio y las muchachas salen de sus piezas a recibirlos. Alegres, con cadenciosos movimientos de cadera, cinturean entre los bancos y dan inicio al apretado y arrabalero ritual; ¡Ahora sí, cara y cuerpo rozándose en creciente tensión, con la mitad de los bailarines zapateando marcada y virilmente sobre la mujer, estrechándola al son del luciferesco compás!

Cuando la canción termina el pintor se escabulle tras una de las puertas de doble hoja. Va al encuentro de su «costurerita», una gurisa rusa que no habla una sola palabra de español. La pobre apenas entiende las órdenes de su patrona pero, sin embargo, a él le gusta porque es bellísima como una virgen y cada noche que acude allí, durante unos minutos y con la luz apagada, puede hacer de cuenta que es esa mujer a la que ama la que está entre sus brazos, bajo las sabanas mugrientas, con los párpados caídos y la boca entreabierta siendo penetrada a la fuerza; luego tocan las caricias, el pelo en desorden y todas aquellas palabras dichas pero apenas comprendidas;

mejor así”, se dice para adentro, “mejor así…”.

Kostia, en cambio, sigue afuera. Un poco mareado por el rapé y los vasos de caña, teme a las mujeres. Da unos pasos rumbo al corredor. Luego vuelve a su asiento. Se agarra la cabeza con ambas manos y por unos segundos mira la punta de sus botas.

De pronto estalla una timpánica carcajada y sin saber cómo termina haciéndose un lugar entre un pequeño ropero y una palangana. La madama cierra por fuera con llave la puertecita de la alcoba, y el joven ve en la penumbra, pegada a la pantalla del velador, a la más nueva y linda de las muchachas, una de esas gurisitas adolescentes que los cafiolos judíos de la Zwi Migdal están empezando a traer del este de Europa.
La chica, piensa la patrona, es el tipo de mujer perfecta para captar advenedizos.

Tímida, vacilante, con el rostro delgado y sufrido, Kostia se acerca a ella con indudable reserva. Al igual que la costurerita, apenas habla español, aunque ésta sí trata de hacerse entender.
Luego sus recuerdos se deforman y se confunden.

—¡Quién lo diría! –comienza a desahogarse el pintor–. ¡De pronto, con 27 años, me veo en el nada menor trance de tener que hacer un balance de mi vida!

La costurerita le sonríe, le acaricia el pecho y luego le dice al oído palabras dulces pero incomprendidas.

—¿Seré capaz de sostener con hechos los frutos de mi canalla pluma? ¿Qué precio deberé pagar por ser libre, querida rusita?

Luego, revive durante unos momentos la robusta efigie de Batlle y Gagliani, su cruel ceja de sien a sien. Se dice que no puede permitirse bajo ningún concepto el que lo ningunee, el que después de renunciar al duelo lo abofetee socialmente o lo haga a un lado excusándose en el remanido tópico de la «cobardía física».
Y mientras su costurerita lo agarra del brazo y trata de sujetarlo cariñosamente por los hombros, nuestro pintor comprende que el deshonor es un precio que él nunca estará dispuesto a pagar.
De pronto, la fría convicción de ser capaz de matar a aquel hombre, a aquel falso caudillo, lo enardece hasta los huesos.
Ahhh, sí, el pintor siente entonces su pecho arder de rabia y hiel y a continuación se desprende del brazo de la mujer y junta su ropa y dando tumbos se dirige hacia la puerta.

Está más que decidido: mañana habrá duelo.

*
                                                       *  *

Es mediodía y un tumulto de emociones se agolpan adentro del pintor. La lujosa casa quinta del ofendido está ubicada al noreste de la capital, y hacia allí parte en una carreta tirada por caballos, junto con Kostia y el poeta Villiers, quienes le harán de padrinos durante el lance.

Seguidamente a su llegada, ambos amigos levantan las solapas de sus sobretodos y observan con admiración el jardín verde y frondoso que compone parte del interior de la quinta; luego el opulento mobiliario estilo rococó de la residencia, el piso de parqué del vestíbulo y sus columnas tapizadas en madera, detalles que sin embargo no impresionan en absoluto a nuestro pintor, pues, él ya hace tiempo que dejó de creer en la superioridad estética de la cultura francesa; por otra parte, toda esta suerte de cosmopolitismo provinciano de la que tanto gusta jactarse la clase alta uruguaya, a él le resulta vulgar.

Atraviesan el vestíbulo y el living-comedor.
Luego uno de las criadas abre la puerta del despacho del ofendido:

—¡Usted me ha insultado, caballero!

—Buenos días, Sr.

—¡Contésteme una cosa! –dice el ofendido, mientras persigue con ojos fijos e insolentes la escuálida figura de su rival–: ¿Sabe qué es el honor?

—El honor es la gracia exclusiva de aquellos pocos que elegimos vivir de manera autentica, Sr. –y mientras se saca los guantes y los deja encima del escritorio, toma asiento en uno de los sillones. A su lado Villiers y Kostia permanecen de pie. Varias esculturas y una enorme biblioteca de madera y vidrio, amueblada por títulos selecta y ostentosamente encuadernados, decoran el inmenso despacho.

—¿Y acaso usted cree poseer dicha gracia?

—En mayor medida que usted, por supuesto.

—¡Exijo, frente a sus testigos, las disculpas correspondientes!

—No habrá disculpas, Sr. –dice el pintor, mientras traga saliva–… Pero sí habrá duelo.

Al oír esta respuesta, Batlle y Gagliani se pone de pie tras su amplio escritorio. La ventana está abierta y deja pasar al máximo el encandilante brillo del sol.
Luego, con las manos a la espalda, procede a dar media vuelta alrededor de su despacho, ubicándose de frente ante la enorme biblioteca.

—Usted se cree que está por encima de nosotros… Usted se cree con el derecho de ser el azote de todo aquel que se cruce en su camino… Dígame una cosa: ¿Por qué en lugar de derramar tanta hiel, no prueba con un poco de miel, muchacho? –y apenas decir esto esboza una leve sonrisa–. Por todos es sabido que conozco muy bien a vuestra familia; huelga decir que nunca han sido de mi agrado, ni tampoco del de mi parentela, por supuesto. Después de todo estamos hablando de una

estirpe de militarotes antipáticos, pasados de moda ya hace tiempo. Pero usted, muchacho, usted es otra cosa: sé de sus viajes por Europa, de sus exposiciones en París, del innegable talento de su pluma. Por eso, déjeme decirle que llegó el momento de comportarse como es debido –se da la vuelta y mira fijamente al pintor, a la vez que gesticula con ambas manos–: ¡Pare de buscar pleitos! ¡Espabílese, muchacho! ¡Déjese de querer poner todo patas para arriba! ¿Acaso no se vio en el espejo, véase: es usted un joven débil, afeminado, sedicento; ¿Cree en verdad que puede ir por ahí haciendo y diciendo lo que se le antoje? De nuevo: ¡Espabílese! De seguir así no va a ocupar lugar alguno en el Montevideo del mañana, muchacho. ¡Piense en su futuro, en las embajadas, en los consulados, en todos los cargos públicos a los que puede acceder un joven como usted, simplemente moderando un poco el tono de su voz!

—¿Sacrificar mis principios en aras de alcanzar un vulgar carguito en una embajada?…

—Ahhh, dígame una cosa, muchacho: ¿No acabamos de decir que sus parientes eran milicos? ¿Nunca le dijeron que durante las batallas más reñidas suele ser común que el bando de menor fortaleza afecte superioridad numérica esforzándose en hacer ruido y demás aspavientos –y mientras dice esto vuelve a dar media vuelta alrededor del despacho y a ocupar nuevamente su lugar atrás del escritorio– ¿Cuánto tiempo cree usted que podrá resistir actuando de esta forma?

—El tiempo suficiente como para apuntar, dispararle y verlo caer de espaldas en el suelo, Sr.

—¡Ay!… ¡Créame que no entiendo a qué se deben estas salidas suyas, caballero! ¿Será acaso incapacidad para adaptarse al progreso de nuestra bella y pujante nación? ¿Necesidad de batirse con plumas mucho más distinguidas que la de usted? ¿O es simplemente haberse sentido decepcionado durante su periplo parisino? ¡Sólo usted lo sabe! –y a continuación presiona un timbre ubicado debajo del escritorio para así llamar a una de las criadas–. ¡Zulema, váyame a buscar al Dr. Ferrando y también a su asistente! Infórmeles que habrá duelo de inmediato.

Y tras disponer esto, ambos duelistas se dirigen junto con su respectivo séquito hacia la entrada principal de la finca, internándose luego por un sendero de exuberante vegetación hasta llegar a una pequeña explanada.

Es, finalmente, ante esta bucólica postal que los padrinos del ofendido hacen entrega de las armas: un par de pistolones belgas calibre 9 mm Flobert; ambos revólveres poseen un caño octogonal, con sólo dos proyectiles en la recámara y la inscripción labrada en oro ‘Nec spes, nec metu’ (sin miedo ni esperanzas), conocidamáxima del filósofo estoico Hecatón de Rodas. Luego los padrinos se reúnen entre ellos para pautar y medir la distancia que deberá de haber entre los duelistas antes de realizarse el primer disparo: queda decidido que será un total de 25 pasos.

Tras esto el ofendido vuelve a enviar a sus representantes al pintor, quienes le informan que el lance concluirá a primera sangre; esto quiere decir que a la primera herida de uno de los participantes el duelo será suspendido.
Nuestro pintor gruñe ensombrecido al empuñar su arma por primera vez. No se trata de un objeto totalmente ligero (deberá pesar un kilo o un kilo y medio) y su uso requiere de cierta costumbre.
Sin embargo, sabe que pese a todo lo que se ha dicho, acertar un disparo frecuentemente es cuestión de suerte, y a veces, en asuntos de vida o muerte, el azar tiende a inclinarse en favor de aquellos menos habilidosos.

Pocos minutos después llegan el Dr. Ferrando y su asistente.
El duelo ya está por comenzar.
Antes de que dé inicio, empero, uno de los padrinos del Sr. Batlle y Gagliani se acerca al pintor y sus acompañantes:

—Don Pepe desea hacerle saber que si el resultado del duelo fuese negativo para usted, él se compromete de aquí en más a referirse a vuestra persona en los términos más amistosos y corteses, sin prestar atención a cualquier indiscreción o improperio antes vertido. Reconoce asimismo vuestro coraje y juvenil bravura, pues no cualquiera se atreve a arriesgar su vida en el campo de honor.

—Entiendo, Sr. Dígale igualmente que su valentía y gallardía al momento de batirse conmigo exoneran en parte (aunque no totalmente) varios de sus defectos y que, de ser yo quien prevaleciese durante el final del presente lance, ponderaré como es debido su coraje y su caballerosidad. Esto lo juro por Dios y mi sangre y la ilustre estirpe de mis antepasados, cuyo honor y respetabilidad jamás podrá ser puesto en duda; mis padrinos aquí presentes y usted podrán atestiguarlo.

*
                                                       *  *

Luego de encontrarse frente a frente en el medio del claro, los duelistas se saludan con un impasible apretón de manos; tras esto, se ponen de espaldas el uno con el otro y emprenden los 25 pasos de distancia pactados; caminan elegantemente, con el cañón del revolver levantado y apuntando hacia el cielo, con ambos gatillos previamente amartillados.

Kostia observa la temblorosa mano de su maestro y vuelve a repetirse para sí que a veces el azar se inclina en favor del menos habilidoso; sabe que una vez que se detengan, como es costumbre en este tipo de controversias, el retador deberá girarse y disparar primero, y que sólo luego de ocurrido esto podrá hacer lo mismo nuestro pintor.

Así está estipulado, así será como ocurra.

Kostia ve detenerse a ambos duelistas. Transcurre entonces un instante eterno, en el que el más puro terror se apodera de él. Acto seguido cierra los ojos y siente el brutal estampido del proyectil. Con heroica entereza Uruguay cae de costado en el suelo; la vida se le escapa en bocanadas sangrantes, pero hasta el último aliento supo tener su corazón en el lugar correcto.

Felipe Villamayor.


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