«La città e gli innamorati»


Algo mareado, acaso altivo, con la mitad de un puro entre los dedos, Pep oye el tañer de las campanas. Desde su diván azul observa por la ventana la pequeña placita y metros más adelante el altísimo campanario de la basílica de Santa Sabina. Envuelto en el aire fresco y luminoso de la mañana, cierra los ojos y escucha al monaguillo tirar de la cuerda. Acto seguido se imagina al sacerdote dentro de la sacristía, preparándose para oficiar la misa. Enteramente absorbido por dicha postal, ignora por espacio de unos segundos que a las doce de la noche tiene pensado acostarse con una bailarina de striptease. Ya ha hablado con ella un par de veces, hace solo una semana, y en ambas ocasiones la chiquilina se ha asegurado de hacerle sentir todo el desprecio que una mujer joven y atractiva puede dirigir a un hombre de su edad. Sin embargo piensa en ella y, sin saber por qué, siente un vago destello de felicidad, acompañado luego de una jaqueca.

Antes de cruzar el apartamento e ir a su habitación, pasea unos instantes por la cocina. Esta mañana hay huevos, café humeante y croissants con mermelada de frutilla. Su empleada doméstica, una mujercita de origen filipino, lo ha dejado todo preparado sobre la mesa.
 
Poco después se duerme oyendo el ruido de platos y cubiertos en la pileta. La señora limpiando para él.

Pep sueña durante toda la mañana y parte de la tarde con su juventud. En el transcurso de unas horas vuelve a cumplir dieciséis años y a visitar en bicicleta el faro de L’Espiguette. Allí todo es maravilloso y uno puede ser realmente feliz, al menos hasta despertarse, cosa que él hace a eso de las cuatro de la tarde. Como a esa hora aún se siente indolente, para evitar caídas intenta apoyarse durante unos momentos en el marco de la puerta. Cuando los mareos desaparecen se dirige a su estudio y empieza a trabajar. Con natural desenvoltura redacta sin pausa frases enteras, las corrige y luego las vuelve a redactar. Cerca del final se atasca, y entonces vuelve a leer todo lo que ha escrito desde el principio. “El problema es el tema en sí mismo”, reflexiona. La artista plástica milanés, lifemauSIXX, no le resulta atractiva en lo más mínimo. Pero su editora le ha encargado escribir un reportaje sobre ella y él se ha comprometido a hacerlo. Es en estos momentos que a Pep le gustaría cortar de lleno con toda obligación externa. El arte contemporáneo y el mundo del performance le parecen una mierda. lifemauSIXX, su «filosofía y esfuerzo inquebrantable por lograr un verdadero cambio social», se le antojan francamente nauseabundos. Aun así, escribe ripio tras ripio sobre sus «piezas más representativas», sobre su «indómito ideario feminista».

Cuando termine piensa firmar aquella crónica con un seudónimo. Le daría vergüenza que se relacionase su nombre con tamaña tontería. Aunque, siendo francos, tampoco puede decirse que a Pep lo avale una trayectoria literaria de peso. Es cierto que fue escritor, y en principio uno bastante exitoso, pero a nadie le es ajeno que eso ocurrió hace mucho tiempo. A la edad de veinticinco años, para ser más exactos, cuando un editor ingenuo le publicó su primera y muy prometedora novela, «La città e gli innamorati», la crónica de un joven humilde obligado a marchar por el mundo; en la contratapa decía: «Pep D’Maistre, uno de esos muchachos de provincias que, en su afán por abrirse camino en la vida, deberán atravesar una penosa selva de engaños y humillaciones».

La historia posterior es conocida. Y curiosamente sigue casi punto por punto la trama de la novela, a excepción del final, ya que él no vio su vida arruinarse sin remedio, sino más bien todo lo contrario.

Tras unos arduos minutos de corrección, Pep decide postergar aquello. Su mente está en negro. Escribir le requiere esfuerzo, un nivel sostenido de calma y tranquilidad interior que ahora mismo no es capaz de recrear. Subraya algunas frases con lapicera roja y después guarda lo escrito adentro de una carpeta. Luego se dirige a su habitación y saca del armario un traje de corte impecable; un saco de rojo pompeyano, una camisa clara por fuera del pantalón y en la cabeza un sombrero Panamá. Mientras dobla su pañuelo de pochette –de manera que se le destaque perfectamente en el bolsillo superior del saco– la empleada toca a su puerta para recordarle que su editora lo ha citado para cenar dentro de dos horas en el restaurante Apuleius.

Sin nada más que agregar, se despide de ella y sale a pasear por los alrededores del Aventino. Más tarde piensa ir a visitar el Coliseo y el Arco de Constantino. Durante su paseo se encuentra con los mismos turistas de siempre, y con un malestar que en las últimas semanas se le ha hecho rutina: golpes en el pecho, palpitaciones frecuentes que de improviso lo hacen agitarse y tener que detenerse a mitad de camino a respirar hondo. Pep echa la culpa de esto al alcohol y al aburrimiento, y recuerda que hace mucho tiempo, cuando era joven y recién se había mudado a Roma, experimentaba una sensación similar: una suerte de vértigo tan sobrecogedor que por momentos sentía que le estaba por dar un síncope. Fue durante ese periodo que logró escribir su única novela; fue también durante ese periodo que fue más pobre y feliz, y esto último a tal grado que se juró a sí mismo nunca abandonar aquella ciudad, permanecer allí siempre, incluso teniendo que soportar durante años malvivir en piecitas sin baño o cocina y con olor a hashish.

Una hora después se encuentra solo en el salón principal del Apuleius, contemplando por la ventana la fachada ruinosa del Templo de Diana. Los rayos del atardecer doran su pórtico y columnas y mientras espera allí, una mujer joven y muy hermosa lo observa en una de las mesas cercanas. Pep la mira incrédulo, como al pasar, y lleno de admiración por su belleza se dice que perfectamente podría tratarse de la nieta de una de esas socialités que durante su juventud casi lo llevan a la ruina.

Súbitamente la muchacha se levanta de la silla y se acerca a su mesa.

―Signore D’Maistre, ¿Puede firmármelo, por favor?

Pep queda impresionado. Le parece mentira que aún haya jóvenes que lean su novela o que, en todo caso, lean algo.

¡Naturalmente, bella signora!

Y con letra curva y algo temblorosa estampa su firma en la primera página. Luego, impelido por una suerte de caballerosidad que enseguida lo hace avergonzarse, invita a la chiquilina a sentarse junto a él.

¿Sabe?…, Yo soy un apasionado de la juventud –comienza a explicarle, con una especie de estupor contenido–. Cuando escribí este librito… Nunca me imaginé que de un día para el otro perdería todo rastro de ella; de mi juventud, quiero decir… ¿Usted cree que actualmente alguien podría interesarse por él?

―¡Pues claro! Es una novelita formidable, muy subestimada; ciertamente yo la he leído con gran placer.

A mí me parece que es historia.

Bueno, a mí me interesa, y no soy historiadora.

Ah, bueno.

Para pasar el tiempo, Pep empieza a contar a la muchacha una divertida anécdota de sus épocas de estudiante, y así es como de pronto, a lomo de sus recuerdos, vuelve a verse a sí mismo como el protagonista de aquella primera novela e incluso trasunta parte de su trama al pasado. Luego cuenta a la chica de sus viajes en bicicleta al sur de Gard, de una novia muy bella y jovencita que tuvo en el pueblo costero de Le Grau-du-Roi, que durante sus horas de ocio gustaba de citar a D’Annunzio en tono desafiante, y que luego, en un rapto de descaro erótico, le pedía por favor que le frotara la nariz sobre la bombacha. A medida que le cuenta a la chiquilina todo esto, sus facciones terrosas e inyectadas de colágeno empiezan a llenarse de vida, sus ojos brillan con el entusiasmo de quien se sabe escuchado. Se agita tanto que tiene que sacarse el pañuelo del bolsillo y secar el sudor que le baja por la frente y las sienes.

―Todo esto que me cuenta es tan lindo, signore…, ¿Por qué no ha vuelto a escribir otro libro?

―Verá usted, bella signora, escribir como a mí me gusta, sin artificios ni pomadas, requiere de un espacio propio, de un esfuerzo sostenido, de un nivel de calma y tranquilidad interna que hoy día me es muy difícil encontrar. Por eso prefiero informar a la opinión pública; redactar sueltos, efemérides, escribir crónicas sobre la vida cultural en Roma; eso es lo que mejor se me da hacer, y además me supone un ingreso permanente. ¿Sabe?…, A veces me ruborizo al pensar en ese mocoso de 25 años que se creyó en condiciones de poder decirlo absolutamente todo.

―¿Cómo? ¿Siente vergüenza de la persona que fue?

Pep guarda silencio unos instantes. Involuntariamente vuelve a pensar en el mocoso impertinente que una vez fue; en ese alumno disoluto que una vez matriculado en la facultad tuvo más para enseñar que para aprender (y al que por ese mismo motivo expulsaron); piensa en sus largas horas de ocio, en el tiempo muerto y en todas aquellas piecitas sin baño y cocina y con olor a hashish en las que durante tantos años malvivió y en las que, sin embargo, fue feliz.

―Si usted me hubiera visto durante esa época, signora: ¡Estaba desesperado, medio muerto de hambre, odiaba la democracia, la cultura de masas, el PCI, corría detrás de enigmáticas socialités que casi acaban conmigo! –apenas cuenta esto hace una pausa–… Ahora que lo dice, creo que siento más vergüenza de la persona que soy en este momento, ja, ja, ja…

En ese instante entra en el Apuleius Doña Stéphane.
Rápidamente, con aire coqueto se acerca a la pareja.

―Ésta, mi bella signora –la introduce Pep,es nada más ni menos que la inteligentísima mujer detrás del semanario Il proustiano.

Se hacen las presentaciones del caso, y poco después la joven se excusa y se retira de la mesa. Pep la ve caminar de lejos, por esas calles congeladas en el tiempo con su vestidito acampanado y estampado de tulipanes recortándose sobre el cielo crepuscular y, de pronto, recita en voz baja, como para sí mismo:

―«Me gustaría poder explicar un día lo fascinante que es para la gente joven caminar tras el atardecer en Roma».

Doña Stéphane sonríe:

―¿Le contaste de esa vez que te echaron de la universidad por subirte a una estatua de Lenin y dar un discurso borracho?

―No, no. Ja, ja, ja, ¿Cómo se te ocurre, mio cara?

―El PCI era insoportable en aquella época.

―Sí, sin dudas.

―… ¿Viste qué calor?

Y mientras el camarero sirve en la mesa pescado fresco y pasta hecha a mano, Pep pone a Doña Stéphane al tanto de su crónica.

―No puedo soportar a esta mujer, te juro. Su falta de talento es evidente, sus “performances”, o como se las quiera llamar, son una imbecilidad. ¿Qué es eso de romper una silla y gritar «¡Útero, útero!» como una desaforada? ¿Y esa idiotez de colgar en la pared un clavo con una compresa sangrienta y esperar a que la gente te aplauda?

―Entiendo, entiendo. Pero debes terminar de escribirla, Pep. François Nieuchowicz pagó una importante suma por ella. Quieren hacerle un poco de publicidad en la revista. Pon algo así como que encuentras su arte «sumamente sugerente y provocador». Usa esos adjetivos.

―Siglos y siglos de bella cultura, Stéphane, de iglesias, catedrales, museos imponentes y, ahora… lifemauSIXX, ¡Por Dios! –exclama antes de soltar un suspiro–… ¿Sabes que dentro de un par de semanas se cumplirán cien años de la toma de Fiume?…

―Ni se te ocurra, Pep, ni se te ocurra. ¡¿D’Annunzio?! ¿En los tiempos que corren? No, no, no, mio caro. Il vate fue un hombre lleno de sombras, además, una figura para nada modélica. Hoy por hoy Il proustiano no puede permitirse correr semejantes riesgos. Bueno… –y hace una pausa como pensándoselo dos veces–, a menos que escribieras sobre él una pieza en tono condenatorio; pero de eso nada, ¿Verdad, Pep?

Doña Stéphane es una empresaria muy inteligente, muy habilidosa. Experta en esa frívola rutina de cócteles y relaciones públicas tan cruciales al momento de sacar adelante un periódico cultural. Pep respeta a partes iguales tanto su capacidad de trabajo como su amor por las letras. Sabe que si insiste con el tema D’Annunzio, Stéphane se hartará y lo mandará al carajo; aun así:

―Puedo empezar mi artículo señalando sus tendencias proto-fascistas, como haciendo un pedido de disculpas; después sí me explayo en torno a los Arditi y los voluntarios de Cerdeña y cómo lograron en franca inferioridad númerica tomar el puerto de Fiume.

―Bueno, está bien, continúa…

―Más adelante puedo hacer una breve digresión; hablar del rampante consumo de cocaína que había entre sus filas, de cómo dicho estupefaciente sembró un sentimiento de confianza y determinación absoluta en el centenar de legionarios que acompañaban a D’Annunzio en su gesta, esos mismos legionarios que, dicho sea de paso, en un principio tenían órdenes de matarlo. ¡Puedo presentar el hecho como un levantamiento heroico y apasionado contra la chatura y vulgaridad de la época!…

―No, no, pero… ¿Qué estás diciendo? Mejor olvídalo, Pep. Y tampoco quiero saber nada de Malaparte ni de Pirandello; y mucho menos de Kipling; tú sabes cómo son las cosas ahora con la nueva junta directiva.

―Es que…, esto que te voy a decir es una tontería, Stéphane, ya sé, pero a veces te juro que no le encuentro la gracia a escribir; por momentos hasta me irrita tener que hacerlo –y apenas suelta aquello, ríe unos instantes para sí–. «Si usted el día de mañana llega a ser uno de esos muchachos que van por la calle sin futuro, yo no quiero volver a verlo más. Lo dejo ir, ¿Sabe? Pero antes usted me promete portarse como es debido, ¿Estamos?». Ésas fueron las últimas palabras que me dijo mi padre antes de hacerme el bolso y venir a Roma. Durante un tiempo no cumplí con mi palabra. Pero sólo durante un tiempo –Y mientras termina de decir esto, el restaurante comienza a llenarse de gente–.

Una hora después salen del Apuleius y Pep toma a su editora del brazo. Luego giran a la izquierda, el cielo está cuajado de estrellas y a mitad de cuadra espera el Giulietta Sprint de Stéphane.

―Son las once y media, mio caro. ¿Te llevo a alguna parte?

―Tengo una cita, tesoro. Pero te veré luego. El lunes que viene envío la crónica.

―Ciao, mio caro.

―Ciao.

Felipe Villamayor.


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