«Las primeras batallas» de F. T. Marinetti


He de comenzar declarando que amamos muy apasionadamente las ideas futuristas, para que nos sea posible revestirlas de formas diplomáticas y de máscaras elegantes. Seré, pues, forzosamente agresivo en este libro, tanto más cuanto que profeso un franco horror a las medias palabras y a la elocuencia
académica.

Por otra parte, la lucha encarnizada que sostenemos cada día contra todos y contra todo en Italia, ha exasperado singularmente nuestra violencia habitual. Las circunstancias nos imponen actitudes brutales. Nuestro caminar azaroso apenas puede cuidarse de sensiblerías. Nos es forzoso avivar rudamente el mortecino rescoldo espiritual de nuestros escépticos contemporáneos. La elección de armas nos está vedada, y nos vemos constreñidos a servirnos de piedras y de martillos groseros, de escobas y de paraguas para romper y echar abajo la enorme batahola de nuestros retrógradas enemigos los tradicionalistas.

Hace próximamente un año, publicaba yo en Le Figaro el célebre «Manifiesto del Futurismo». Este fue el punto inicial de nuestra rebelión contra el culto del pasado, la tiranía de las academias y la baja venalidad que mina la literatura contemporánea. Ya estaréis al corriente, sin duda, del desencadenamiento de polémicas y de la racha de injurias y aplausos entusiastas que acogieron este manifiesto. Sin embargo, es preciso decir que una gran parte de los que nos han injuriado no había comprendido absolutamente nada de la virulencia lírica y un tanto sibilina de este gran grito revolucionario.

Afortunadamente, entre los jóvenes, lo que el cerebro no había comprendido la sangre lo habia adivinado. En efecto; a la sangre de la raza italiana es a la que nos hemos dirigido, respondiendo aquélla con las veintidós mil fervientes adhesiones de jóvenes convencidos por nosotros. Y tengo el orgullo de declarar aquí que todos los estudiantes de Italia están hoy de nuestro lado.

Nuestro campo de acción se ensancha cada día, ganando las atmósferas literarias y artísticas del mundo entero. Los pintores futuristas se han unido a los poetas futuristas, y últimamente hemos tenido la alegría de lanzar el Manifiesto del músico futurista Balilla Pratella, grito de rebeldía contra la forma mercantil y neciamente convencional del melodrama italiano. Nuestro influjo ascendente se revela de una manera inesperada hasta en los escritos de nuestros adversarios.
Los periódicos italianos, efectivamente, consagran largos artículos de polémica a la concepción absolutamente futurista de la última novela de Gabriel D’Annunzio, quien en una entrevista explicativa plagia nuestra afirmación sobre el desprecio de la mujer, condición esencial para la existencia del héroe moderno.

Reaccionario convertido, Gabriel D’Annunzio nos sigue desde lejos, sin tener el valor de renunciar a su innumerable clientela de erotómanos enfermizos y de arqueólogos elegantes. Por esto mismo, no nos contenta haber marcado una huella tan decisiva en uno de los escritores más importantes de la Italia contemporánea, ni vernos valerosamente defendidos por un escultor de genio, como Vincenzo Gemito y por un novelista tan ilustre como Luigi Capuana, que se duelen públicamente en la prensa italiana de no poder –a causa de su edad avanzada– venir a batirse junto a nosotros a puñetazos y bofetadas sonoras contra la vieja Italia degenerada, mohosa y vendida. Porque a puñetazos y bofetadas sonoras hemos luchado en los teatros de las más importantes
ciudades italianas.

Después de la victoria de Trieste, ganada en el teatro Rossetti, reaparecimos súbitamente en el teatro Lírico de Milán ante un público de cuatro mil personas, al que no le ocultamos las más insolentes y las más crueles verdades. Yo tenía a mi alrededor los grandes poetas de veinte años, a quienes ya sonríe la gloria,
G. P. Lucini, P. Buzzi, E. Cavaccioli, Giuseppe Carrieri, Libero Altornare, Armando
Urlazza, A. Palazzeechi. Ellos denunciaron conmigo en prosa y verso el estado ignominioso en que se bate nuestra intelectualidad, el oportunismo y la mediocridad que presiden nuestra política extranjera y la necesidad urgente de
resucitar a toda costa nuestra dignidad nacional, sin la cual no hay literatura ni arte posibles.

«Funeral del anarquista Galli», Carlo Carrá (1911).

A pesar de la racha de interrupciones y silbidos, yo declamé completa una oda al general Asinari de Bernezzo, obligado injustamente a pedir el retiro por haber pronunciado ante sus tropas un discurso futurista contra Austria. Esta oda, llena de insultos contra la debilidad del gobierno y de la monarquía, levantó un tumulto espantoso. Yo me dirigía unas veces al público de las butacas, compuesto de conservadores clericales y ultrapacifistas, y otras al paraíso, donde rumoreaba la masa de obreros de la Cámara del Trabajo, como las aguas suspendidas y amenazadoras de una esclusa. Uno de éstos osó gritar de repente «¡Abajo la patria!». Entonces lancé con todos mis pulmones estas palabras: «¡Esta es nuestra primera conclusión futurista!… ¡Viva la guerra! ¡Muera Austria!», que suscitaron una batalla en toda la sala, dividida instantáneamente en dos bandos.

Los comisarios de servicio asaltaron la escena, ostentando sus insignias; mas nosotros continuamos con una violencia infatigable nuestra manifestación contra la Triple Alianza, entre las aclamaciones frenéticas de los estudiantes. Los agentes de policía invadieron la escena, y yo fui detenido; pero me soltaron momentos después.

Esta velada memorable tuvo una gran resonancia en la prensa austríaca y alemana. Los periódicos de Viena no titubearon en pedir rabiosamente al gobierno italiano una reparación solemne, que no fue acordada. En Turín la tercera velada futurista fue una verdadera batalla de Hernani. En la escena del más vasto teatro de la ciudad aparecieron conmigo otros poetas, tres pintores de gran talento, los señores Boccioni, Carrá y Russolo, que comentaron y defendieron en voz alta un manifiesto tan violento y revolucionario como el de los poetas.

A la lectura de este Manifiesto, que es un grito de rebeldía contra el arte académico, contra los museos, contra el reinado de los profesores, de los arqueólogos, de los chamuyeros, de los anticuarios, un alboroto inaudito
estalló en la sala, donde se apretujaban más de tres mil personas, entre las que había un gran número de artistas.

Los alumnos de la Academia Albertina aclamaban a los futuristas con el más vivo entusiasmo, mientras una parte del público trataba de imponerles silencio. La enorme sala no tardó en convertirse en un campo de batalla. Puñetazos y bastonazos, escándalos y riñas numerosas en las butacas y en el paraíso. Intervención de la policía, detenciones, señoras desmayadas, entre la algazara y el murmullo indescriptible de la multitud. Siguieron a esta otras veladas tumultuosas en Nápoles, en Venecia, en Padua…
En todas partes los dos bandos se formaron de improviso; cada cual se sentía libre o esclavo, vivo o moribundo, constructor del porvenir o embalsamador de cadáveres. Porque nuestras palabras habían desenmascarado las almas y borrado las medias tintas.

Por doquier hemos visto aumentar en poca horas el valor y el número de hombres verdaderamente jóvenes y volverse locas graciosamente a las momias galvanizadas que nuestro gesto había hecho salir de los viejos sarcófagos.

Una noche, más caldeados los ánimos que de costumbre, y habiéndose organizado una resistencia de reaccionarios, se nos lanzó durante una hora una lluvia de proyectiles en pleno rostro. Como de costumbre, no nos inmutamos, permaneciendo de pie y sonrientes. Esto ocurría en el teatro Mercantil de Nápoles. En el escenario, detrás de nosotros, ciento sesenta carabinieri presenciaban la lucha, habiéndoles dado órdenes el prefecto de policía de dejarnos asesinar a placer por el público conservador y clerical.

Bruscamente, entre las trayectorias de patatas y de frutas podridas, pude atrapar al vuelo una naranja lanzada contra mí. La pelé con toda calma y me puse a comerla por gajos, con lentitud. Entonces se produjo el milagro. Un entusiasmo
extraño se propagó entre estos queridos napolitanos, y los aplausos, ganando progresivamente a mis más feroces enemigos, decidieron la suerte a nuestro favor.

Me apresuré, desde luego, a contestar con nuevos insultos a esta rugiente multitud paralizada bruscamente por la admiración, que luego, a la salida, se reunió en torno nuestro para formar un cortejo glorioso, aclamándonos por
las calles de Nápoles. Después de cada una de estas memorables veladas tenemos la costumbre de subdividir la tarea de propaganda, aportando individualmente nuestra energía dialéctica y polemista a los círculos, a los clubs y hasta a las calles… A todos los rincones de la ciudad, pronunciando cada cual unas diez conferencias por día, sin tregua y sin reposo, pues la labor que nos hemos impuesto exige fuerzas casi sobrenaturales.

Hace unos meses, el Futurismo tuvo la dicha de entrar en cuentas con la justicia con motivo de mi novela «Mafarka el futurista», cuya traducción italiana fue recogida e inculpada de ofensiva a las buenas costumbres. Desde las cinco de la mañana una multitud enorme invadió el Palacio de Justicia. La espaciosa sala de audiencias abarrotada de gente, entre la que flotaban elegantes sombreros de señora, estaba en algunos momentos ocupada militarmente por futuristas llegados de todos los puntos de Italia para defender la hermosa idea. Ejército negro apretado de pintores, de poetas y de músicos, casi todos muy jóvenes y de un aspecto insolente y aguerrido de hombres dispuestos a todo.

«La calle entra en la casa» de Umberto Boccioni (1911).

Entre ellos se distinguían los pintores Boccioni, Russolo, Carrá y los poetas
Buzzi, Cavacchioli, Palazzeschi, Armando Mazza…

La curiosidad del público estaba aguijoneada por el prestigio y la celebridad de los abogados de la defensa. Los estudiantes se apretujaban alrededor del abogado Barzilay, uno de los miembros más importantes del Parlamento de Italia y jefe del partido republicano. Cerca de él se veía a uno de los más grandes oradores italianos, Innocenzo Cappa, y al socialista M. Sarfatti.

Muchos aplausos, mal reprimidos por el presidente, acogieron las primeras frases de mi declaración, en la que, sin rodeos, dije que el proceso iba, evidentemente, dirigido contra el Futurismo. Lejos de defender mi novela Mafarka, me limité á exponer mi programa renovador, a la vez literario y político, con una energía ideológica y una violencia verbal inauditas en el Palacio de Justicia.

Mi sinceridad acabó conquistando a los menos futuristas de la sala. Al instante se levantó un anciano imponente, de alta frente pensativa y ojos de rebelde. Era el ilustre novelista Luigi Capuana, profesor en la universidad de Catania, quien, con una admirable energía siciliana, confirmó en su alocución literaria una profunda admiración por «Mafarka el Futurista» y por su elevado valor moral, lamentando que su edad no le permita batirse en las filas futuristas. Este discurso fue saludado con una ovación frenética. La gran autoridad del maestro parecía haber ganado la causa. Un prolongado murmullo de indignación salido de la multitud acogió el informe del Ministerio Público, que se hunde en un lamentable caos de tonterías jurídicas y concluye pidiéndome cuatro meses de prisión. En la segunda sesión la multitud había crecido muy notablemente. Ardía la sala, cuando el gran orador Innocenzo Cappa, sobrepujándose a sí mismo y tocando en lo sublime, describió la velada épica del teatro Lírico, donde por primera vez un centenar de poetas y de pintores futuristas habían proclamado y defendido a puñetazos su ideal renovador.

El diputado Barzilay improvisó luego una brillante y profunda defensa jurídica, encareciendo con su genio y autoridad de legislador la necesidad de una sentencia favorable. En su peroración magnifica exaltó a los grandes centros intelectuales de París que habían favorecido mi eclosión literaria. Después el abogado Sarfatti con un torrente de imágenes coloristas y de palabras sentidas y fogosas, destruye completamente la requisitoria del Ministerio Público, y dirigiéndose a los poetas y a los pintores futuristas prontos a la lucha en torno a mí, glorificó a los más notables entre ellos: los lienzos ya célebres de los pintores Russolo y Carrá, la última exposición de Boccioni en Venecia, los hermosos poemas de Lucini, de Buzzi, de Cavacchioli, y concluyó en una adhesión calurosa al Futurismo.

Sería difícil describir el murmullo y la agitación del público durante el acto del juicio. A las primeras frases del presidente, que hicieron adivinar a los futuristas que yo estaba absuelto, estalló un hurra formidable. Aquello fue una ola de entusiasmo y yo fui empujado y llevado en brazos por mis amigos. La muchedumbre entusiasmada acompañó a los futuristas a través de las calles de Milán al grito de «Viva el futurismo».

Pero, la magistratura milanesa, exasperada, rabiosa, elevó la causa al Supremo. Era preciso matar a Futurismo.

Fui condenado a dos meses de prisión. Bien valía la pena el espectáculo de este segundo proceso rencoroso, desastroso y grotesco. El Ministerio Público, en efecto, atacó violentamente nuestro programa de heroísmo intelectual y de nacionalismo belicoso que se rebela contra la debilidad política, contra el reinado de las academias, contra el culto del pasado y contra el mercantilismo artístico.

La sentencia fue acogida con un huracán de pitos y silbidos. Escándalo espantoso, cosa inaudita en la sala del Supremo. Desbordado repentinamente el rencor reaccionario de los magistrados, se ordenó a los carabinieri que cerraran las puertas y detuvieran a todos los concurrentes. Media hora después se liberaba a todo el mundo por no ser posible encarcelar a tantos centenares de personas

«Recuerdos de una noche», Luigi Russolo, 1911.

En todas partes, en Milán, en Padua, en Ferrara, en Palermo, en Mantua, en Pesaro, en Como, en Bergamo, nuestra presencia ha producido huracanes de entusiasmo y de odio. Pero la que nosotros llamamos Revolución futurista de Parma será inolvidable. El motín, la sedición, estalló en las calles concurridas y soleadas de la ciudad en fiesta que acababa de surgir resplandeciente y fresca de entre los hilos de la lluvia. La policía había impedido la velada futurista organizada por nosotros en un teatro de Parma. Cincuenta estudiantes futuristas
con los jóvenes y valientes Caprilli, Talamassi, Copertini, Provinciali, Burco y Jorí a la cabeza, habían sido expulsados de la Universidad por profesores mendaces y timoratos. Estas patentes injusticias fueron las causas del enorme tumulto. Diez mil personas habíanse amotinado en las calles en torno á nuestro ejército vehemente y temible de poetas, de pintores, de músicos y de estudiantes futuristas.

Las dos opuestas manifestaciones tomaron una violencia extraordinaria. Diríase un torrente tumultuoso, tachonado de rojo por los grupos de carabinieri que ululaban bajo los balcones desbordantes de racimos humanos. Refriega violenta, tres de los nuestros heridos. Nos llevamos como botín veinticinco rebenques arrebatados al enemigo. Las calles ocupadas por la tropa; la caballería debía venir a reforzar la infantería. He aquí a los bersaglieri corriendo bajo el verde follaje agitado de sus cascos. Se practican detenciones sin cuento. Tres toques de atención, estridentes chillidos de corneta, desgarraron la seda admirable del firmamento, del que los comisarios soñaban ver caer hasta sus pechos jadeantes dos arcos tricolores.

F. T. Marinetti.


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