
Hace apenas unos días, el ministro de educación y cultura, Pablo Da Silveira, provocó una breve polémica cuando declaró en rueda de prensa que:

“Creo que es muy bueno que nuestros estudiantes sepan de muchas cosas y tengan herramientas intelectuales muy diversas y una cultura general muy amplia. La filosofía es muy buena y es muy bueno estudiarla, también me parece muy bueno saber música barroca o astronomía. Ahora, tenemos un problema: una parte muy importante de nuestros docentes no pueden leer un texto simple y entenderlo. Pretender que puedan entender un texto filosófico, que por definición son textos muy complicados, es un poco raro”.
Esta suerte de sincericidio de Da Silveira surgió a raíz de los resultados de la evaluación diagnóstica «Informa 2023», la cual arrojó porcentajes realmente desalentadores: básicamente un 55,8% de los estudiantes que ingresan por primera vez a carreras vinculadas al área de la educación tienen competencias de nivel “bajo” o “muy bajo” a la hora de redactar textos; mientras que, por otro lado, casi que un 40% de ellos directamente es incapaz de comprender lo que lee.
La respuesta de los sindicatos de la educación no se hizo esperar:

«Estimado ministro @pdasilve”, comunicó la cuenta de Twitter de FeNaPES (Federación Nacional de Profesores de Educación Secundaria), “argumentar el recorte de filosofía porque docentes [sic] no pueden entender un texto, además de un nuevo ataque al cuerpo docente, es una falacia de falso dilema. Usted que es doctor en filosofía debería saberlo. Por otra parte, es tan absurdo como medir las organizaciones sociales por sus seguidores en Twitter. Sobre su visión de una educación para pobres que puede prescindir de pensamiento crítico: no nos sorprende, celebramos que comiencen a decirlo abiertamente”.
Más allá de los errores sintácticos del mensaje –los cuales lamento informar que en parte le darían cierta cuota de razón a Da Silveira–, me interesa reflexionar sobre las últimas líneas de la misiva; cuando los docentes adheridos a FeNaPES señalan que la visión educativa que encarna Da Silveira –y por extensión el resto del gobierno–, además de ser clasista, prescindiría del famoso lema «pensamiento crítico». Yo, pese a no estar de acuerdo en casi nada con el ministro, lo estoy aún menos con la mirada de los docentes, la cual hace mucho tiempo parece haberse divorciado POR COMPLETO de la realidad. No voy a hablar de los resultados de la prueba antes mencionada, ni tampoco apuntar la falta de autocrítica de la que hacen gala los docentes (después de todo, se sobreentiende que al menos una parte de la responsabilidad recaería en ellos, y un mea culpa por lo tanto sería lo adecuado). A mí lo que me interesa es cuando FeNaPES habla de una «educación para pobres», obviamente haciendo alusión a la idea de que la enseñanza que provee el estado debe funcionar como una suerte de nivelador social capaz de brindar las herramientas y destrezas necesarias para que, por ejemplo, el hijo de un trabajador humilde logre alcanzar una altitud vital superior a la de sus antecesores.
Bueno, es obvio que como están las cosas –y pese a los supuestos esfuerzos de entidades como FeNaPES o FUMTEP– esto no estaría funcionando de manera correcta. En pasadas ocasiones he hecho mención a cómo el uruguayo de antes quizás no llegaba a culminar el bachillerato –a veces incluso abandonaba antes de terminar el ciclo básico (!)–, pero, como en contraprestación a esto heredaba de su padre un oficio que le permitía sostenerse a sí mismo y a sus seres queridos y, como esto era para él incluso una fuente de orgullo y reconocimiento. Hoy día, sin embargo, el estudiante medio egresa de secundaria indigente de TODO TIPO de conocimientos útiles y, por ende, exento de un futuro superior al de sus antecesores.
Sí, sí, claro; como sociedad podemos mentirle todo lo que queramos al bachiller y animarlo a que se matricule en una facultad del estado, una facultad pública y cada día más irrelevante, y así durante cuatro o cinco años prolongar adrede lo inevitable, alimentando en el proceso a nuestro engordado ejército de burócratas y funcionarios universitarios: pero el problema es que en un momento la realidad tocará a su puerta y, llegada la hora, alguien va a tener que hacerse cargo.
Las declaraciones de Da Silveira incomodan al gremio docente porque son brutalmente realistas. En un mundo como el actual no podemos fomentar impunemente la vagancia y el torremarfilismo de algunos pocos actores sociales en perjuicio de la gran mayoría. Hacerlo supone un precio, un precio grave por otra parte, un precio GRAVÍSIMO que, de seguir así, dentro de no mucho tiempo podremos ver en su total y cruel magnitud (las altas cifras de abandono estudiantil en la Udelar, la creciente insatisfacción de las familias uruguayas, el auge de la tasa de suicidios en las franjas de muchachos más jóvenes, es sólo un pequeño adelanto de lo que se está por venir…).
Existe, a su vez, un motivo muy elocuente por el cual disciplinas como filosofía y literatura fueron durante siglos el solaz esparcimiento de una minoría selecta, y no el pan y el trigo del pueblo llano. No reconocerlo así es cruel con el alumnado, pues supone privarlo de un tiempo valioso que podría dedicar en su lugar a una mayor formación en actividades compatibles con el mundo real, con la actividad profesional, por ejemplo; esa actividad que –lamentablemente para todos– durante al menos ocho horas no deja espacio para el ocio y la creatividad.
Ahora, si de verdad Uds., Sres. docentes, quieren que la educación que brinde el estado funcione como un nivelador social capaz de proveer las destrezas y herramientas necesarias para que los hijos de los «trabajadores humildes» logren triunfar en la vida, debéis ser consecuentes; reconoced al menos que para alcanzar estos fines hoy día la enseñanza debe atender el papel preponderante del mercado en la vida de las personas. Ustedes no pueden hacer oídos sordos a esto. De hacerlo no estarían actuando de manera justa con sus estudiantes; de hacerlo ustedes estarían actuando únicamente en beneficio de vuestra propia corporación, un gremio que, cuando uno consulta al alumnado y a sus familias, cada año parecería volverse más costoso e ineficaz.
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ENTREGUEMOS LA UNIVERSIDAD (O AL MENOS UNA PARTE DE ELLA); ATREVÁMONOS A SER LIBRES, PARTE II
Es fácil imaginarme ahora a una de esas cincuentonas intelectuales y excedidas de peso balbucir como respuesta a este artículo el típico verso progresista de que «al decir esto no estás haciendo otra cosa sino avalar el discurso único de la educación privada, del capitalismo y de su despiadado ataque a la cultura». A esta pituca me gustaría contestarle que a título personal yo no tengo NADA en contra de la cultura y, que se fije bien, porque –hasta donde sé–, ni Mario Levrero, ni Horacio Quiroga, ni Juan Carlos Onetti, ni Herrera y Reissig, ni Felisberto Hernández, ni el Conde de Lautréamont necesitaron ejercer la docencia o detentar cargos académicos para firmar algunas de las mejores páginas de nuestra literatura. Lo hicieron en obstinada soledad, además, ignorando detracciones y comodidades materiales, muchas veces incluso teniendo que aguantar la embestida del estado o la descalificación del ámbito intelectual.
Ahora, ¿sabe quiénes sí necesitan continuamente ejercer de manera larvaria la tarea docente u ocupar cargos dentro del medio académico para subsistir en su día a día? ¿Quiere que le dé una pista?…
En la primera parte de mi artículo citaba a Michel Houellebecq en una de sus últimas novelas, “Sumisión”, la cual satiriza en varios de sus tramos el mundo vano y pusilánime de las humanidades. El mismo protagonista reconoce sin pruritos la inutilidad de su labor docente e investigativa, a la vez que se lamenta el hecho de no ser lo suficientemente trepador como para hacer mejor carrera dentro del cosmos universitario; su diagnóstico, asimismo, es brutal, y lo vuelvo a reproducir porque en mi opinión le cabe A TODA el área social y artística de la Udelar:
“Como es sabido, los estudios universitarios de letras no ofrecen casi ninguna salida, salvo a los estudiantes más capacitados para hacer carrera en la enseñanza terciaria en el campo de las letras: se trata, en resumidas cuentas, de una situación bastante graciosa en la que el único objetivo del sistema es su propia reproducción y que genera una tasa de desechos superior al 95%.”
Pero mi propuesta sigue siendo la misma: hacer, en efecto, de la educación pública un nivelador social capaz de proveer las destrezas y herramientas necesarias para que los hijos de los «trabajadores humildes» logren triunfar en la vida. Simplemente eso. Pero claro, para cumplir con tal cometido debemos descentralizar y ampliar la oferta educativa, rociar con pesticida a aquellos viejos burócratas y funcionarios pitucocráticos que se comporten de manera larvaria, arrojarlos al tacho de la basura; buscar en el sector privado los instrumentos necesarios para paliar la desigualdad en el acceso a la buena enseñanza (o acaso me pueden decir con toda franqueza, poniéndose una mano en el corazón, que de poder elegir entre mandar a sus hijos a estudiar –por ejemplo– comunicación a una facultad estatal, o matricularlos en una privada, ¿no van a preferir toda la vida esto último? Sean sinceros…).
El tema es que acá, en Uruguay, reemplazar el monopolio público de la universidad por un esquema de libre competencia –adoptar, por ejemplo, el sistema de vouchers que propone Javier Milei en la Argentina–, aspirar a una educación productiva y desburocratizada (¡Que los inútiles de los profesores te dejen de romper las bolas hablándote de la dictadura o de feminismo!) eso nunca se va a poder hacer acá; a menos que…
Felipe Villamayor.