Por qué los psicólogos son todos unos chantas y por qué hay que terminar de una vez por todas con su curro


Muchos tienen la creencia errada de que el pensamiento católico es una doctrina irracional y oscurantista. Muchos convenientemente olvidan –o peor: directamente desconocen– que no fue un hombre de bata y microscopio el que formuló las cuatro fases del método científico, sino Robert Grosseteste, el fraile inglés nacido en el siglo XII. Por si fuera poco, también parecerían olvidar que fue durante la mismísima Edad Media –más precisamente entre los siglos V y IX – que la Iglesia Católica patrocinó o perfeccionó algunas de las invenciones más importantes de la historia; hablo de artefactos tales como el papel, el astrolabio, la brújula, los lentes, los relojes, los molinos, las universidades y un larguísimo etcétera. ¿Mencioné además de que en un hipotético ranking de investigadores y científicos cruciales del siglo pasado muy probablemente no sería Albert Einstein –y menos que menos Sigmund Freud, ¡Por favor!– la persona encargada de ocupar el primer puesto en el podio, sino Georges Lemaître, el físico y sacerdote belga que, aparte de descubrir la constante de Hubble y realizar aportes claves en el campo de los espinores, fue nada más ni menos que el creador de la teoría del Big Bang?

Esto quizás sorprenda a algunos; sobre todo a esa gente lúcida, profesional y progresista que actualmente sale de la universidad con un grado en psicología o sociología. A fin de cuentas, los católicos son gente bruta y reaccionaria, gente cuyas convenciones morales se sitúan a espaldas de la realidad y del progreso científico. Nosotros, en cambio, vendríamos a ser algo así como la vanguardia; nosotros compartimos época con los genios de Sillicon Valley; nosotros inventamos el i-Phone, la inteligencia artificial y el porno en tres D.

En un párrafo más o menos así podría resumirse el sentido común de la izquierda actual. Pero lo que me resulta más molesto de este intransigente modo de ver las cosas, es la preponderancia que hay en él del discurso psicoanalítico, y sus virtudes supuestamente asentadas en bases científicas.

A esta altura muchos se habrán dado cuenta de que en los últimos diez años ir a terapia pasó de ser una práctica de nicho –un hábito propio de las clases ilustradas–, a algo que se intenta promover y reforzar en la mayoría de la población. Por todos lados se insiste en hacernos creer que pagar costosas sesiones de psicoterapia es beneficioso para nuestra «salud mental», y que el hecho de expresar en público o privado sentimientos negativos –sentimientos como por ejemplo rabia, tristeza o frustración– no es propio de individuos sanos y ajustados, sino el síntoma inequívoco de una grave dolencia psicológica.

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La “cura” por la palabra

La famosa «cura por la palabra» (así se conocía al psicoanálisis en sus inicios), ni siquiera debería ser catalogada como tal; pues, si por «curar» nos remitimos a la definición clásica de la palabra, es decir, a «hacer que un enfermo o lesionado, o una parte de su cuerpo enferma o lesionada recupere la salud», el solo hecho de tener que asistir a terapia de por vida o al menos durante un extenso periodo de años, ya parece señal suficiente de la enorme incapacidad de los psicoterapeutas para ayudar a sus ““““pacientes””””. Y que conste que pongo la palabra «pacientes» muy entre comillas, y es que visto de cerca está claro que el vínculo que se genera entre un psicólogo y aquellas personas que asisten a él, tiene POCO O NADA QUE VER con la relación que existe entre un médico genuino y un paciente real.

Para explicar mejor por qué pienso esto, sería útil señalar primero las causas del auge de popularidad de la psicoterapia en nuestros días; una de ellas tiene que ver sin dudas con la deriva narcisista que han tomado las sociedades actuales; no es casual que el enfoque de la psicoterapia consista simplemente en hablar y hablar y hablar de uno mismo ante un ““““profesional””””, cuya tarea la mayoría de las veces tiende a limitarse a empatizar y a no juzgar las decisiones a todas luces equivocadas de sus ““““pacientes”””” (clientes, mejor dicho).

Y esto es algo que debería quedarte claro si actualmente sos de esas personas que pagan por ir a terapia: oíme bien: los psicólogos, en general, NO BUSCAN AYUDARTE; lo que quieren, en tanto embaucadores de guante blanco, es hacer plata, ¡PLATA! Y su estrategia para ello es intentar hacerte volver todas las semanas. No importa si para conseguirlo se ven obligados a aplaudirte el más mínimo capricho u oír y validar por enésima vez tu monólogo ególatra. Ellos tranquilamente lo van a hacer. La prueba más elocuente de esto la estamos viendo ahora, en plena epidemia de «jóvenes trans». Fíjense si no el número de niños y adolescentes confundidos cuyos padres llevan a tratarse con estos ““““profesionales”””” (chantas, mejor dicho); fíjense en cómo esta gente que supuestamente carga con años y años de bagaje académico en lugar de llegar a la conclusión razonable de que la niñez y la adolescencia son etapas complejas y que a esa edad los gurises tienden a ser muy influenciables, insiste en la importancia de no juzgarlos, sino de «escucharles y brindarles nuestro pleno apoyo».

La foto: Típico titular de la diaria. (Si pongo por escrito lo que pienso de este tipo voy preso).

Otra de las causas del auge de popularidad de la psicoterapia es la desestructuración de la familia en tanto institución social; con esto me refiero al deterioro de esa dinámica clásica de deberes y obligaciones que antes tenía por objeto regular los vínculos entre padres e hijos. No es de extrañar que en tal contexto de desamparo el hogar sea visto simplemente como un espacio en común, como una suerte de albergue transitorio para individuos de relación consanguínea; esto ha provocado que hoy más que nunca los jóvenes se encuentren confundidos y vivamente influenciados por la basura que ven en sus celulares o en la televisión. Ni me pienso poner a hablar de lo que ocurre una vez que están en edad de ir a la escuela o al liceo. En España, la ministra de igualdad Irene Montero ahora mismo incluso se niega a hablar de familia, y en lugar de ello prefiere emplear en sus alocuciones públicas los términos asépticos de «unidad familiar» o «unidad de convivencia».

Por cierto, ¿Saben qué carrera universitaria cursó la ministra española?
Acertaron: psicología.

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La casta sacerdotal maya y la casta de los psicólogos

Hace poco vi una película sumamente recomendable: “Apocalypto”, de Mel Gibson. La misma abre con una cita del historiador estadounidense Will Durant, que es toda una declaración de principios: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido ella misma desde dentro». Si uno hace una búsqueda rápida en Google sobre la cinta, los primeros comentarios con los que se va a topar van a ser quejas de grupos de izquierdas y derechos humanos tildando al largometraje de «polémico» y «racista». Un tal Traci Ardren llega incluso a sostener que en su guion Gibson hace apología del colonialismo. Si por esto último debemos entender que es errado afirmar que el imperio español fue superior en TODOS los aspectos a las tribus precolombinas, yo me declaro abierta y orgullosamente colonialista; aunque claro, luego de ver la película más de dos veces, he llegado a la conclusión de que en ningún momento Gibson afirma algo parecido. De hecho, al final de la película su protagonista llega a renegar tanto del bando español como del bando maya; pero, bueno, qué sé yo

En mi opinión el largometraje es un hermoso canto a la naturaleza, una historia de amor cuya trepidante trama se desarrolla en lo más profundo de la selva mesoamericana. Como dije líneas atrás, muy recomendable. Una de las escenas que más me afectó de la cinta sucede cerca de la mitad, cuando «Garra de jaguar» –así se llama nuestro protagonista– está a punto de ser sacrificado por un grupo de sacerdotes mayas. Creo que es sabido por todos, pero, si aún no están enterados, los dioses de las religiones precolombinas exigían a sus devotos corazones frescos, recién arrancados del cuerpo humano, a cambio, ellos otorgaban deseos.

A estas alturas uno debería poder darse cuenta por qué el mundo prehispano distaba mucho de ser el paraíso en la tierra, aunque quizás Traci Ardren y varios grupos de derechos humanos discrepen conmigo en este punto. No importa; a lo que voy con esta breve digresión es que, salvando las distancias, la casta sacerdotal precolombina funciona IGUAL que la casta sacerdotal de los psicoterapeutas. Y esto es así en tanto y en cuanto ambos grupos ejercen una función parasitaria y, vista de cerca, propia del mundo mágico; la única diferencia que se me ocurre es que en lugar del corazón los psicólogos dan la orden de extirparte el pene y los senos.

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Qué hay que hacer con los psicólogos

«Más repulsivo que el futuro que los progresistas involuntariamente preparan, es el futuro con el que sueñan», llegó a escribir una vez el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila. Y por supuesto que a ese futuro es hacia donde nos dirigimos; ¡Y de la mano de nuestro psicólogo amigo! Porque él siempre va a encontrar la manera de hacernos creer que todo está bien, que todo es válido, no importa cuán irracional o perverso sea nuestro deseo; él va a enseñarnos a pura sonrisa y amabilidad cómo es que tenemos que hacer para convertirnos en individuos «sanos» y «ajustados» en una sociedad profundamente enferma. Para ello se asegurará de crear durante sus costosas sesiones un entorno libre de frustraciones, un entorno seguro, una ficción con arreglo a nuestros carprichos en la que podamos autofelarnos tranquilamente durante una hora a la semana. De no ser suficiente esto, siempre habrá un blíster de clonazepam o una seca de marihuana que aplaque nuestra ansiedad. Lo importante es que no dejemos de intentar ser individuos sanos y ajustados; esto último hay que repetirlo como un mantra, ser «individuos sanos y ajustados». Esta sociedad enferma necesita de «individuos sanos y ajustados».

Ji-Had, hermanos. ¡JIHAD!

Felipe Villamayor.


2 respuestas a “Por qué los psicólogos son todos unos chantas y por qué hay que terminar de una vez por todas con su curro”

  1. Se tenia que decir y se dijo!
    Basta con poner un pie en la Facultad de Psicología para darse cuenta de la vocación que tienen estos técnicos en salud mental de «hacerle la psicológica» a sus jóvenes estudiantes; futuros profesionales que por su edad siguen en una etapa de descubrimiento y comprensión de la compleja vida adulta, de modo que absorben los contenidos impartidos y los interpretan rápidamente como verdades científicas, en lugar de notar su carácter teórico seudocientífico y su sesgo ideológico materialista limitante.
    En la sociedad uruguaya, despojada de espiritualidad y sentido de trascendencia; donde, como decís, la familia descuida y delega en el Estado su función socializadora, abundan los desequilibrios mentales, pues hay ausencia de sentido, fundamental para alcanzar la felicidad.

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