Revelo todos los detalles reservados del sumario que abrió la URSSdelaR en mi contra


Pólemos, el combate, es el padre y el rey de todas las cosas.”

  • Heráclito.

“La sociedad moderna es en ciertos aspectos extremadamente permisiva. En cuestiones que son irrelevantes para el funcionamiento del sistema podemos generalmente hacer lo que queramos. Podemos creer en cualquier religión que nos guste (en tanto que no fomente comportamientos que sean peligrosos para el sistema). Podemos acostarnos con quien queramos (en tanto que practiquemos «sexo seguro»). Podemos hacer todo lo que queramos en tanto que sea TRIVIAL. Pero en todas las cuestiones IMPORTANTES el sistema tiende a incrementar las regulaciones sobre nuestro comportamiento.”

  • “La sociedad industrial y su futuro” de Ted Kaczynski (1995).

“Pónganse toda la armadura de Dios para que puedan hacer frente a las artimañas del diablo. Porque nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales.”

  • “Efesios” de Pablo de Tarso (60–62 d. C.).

En tanto escritor, considero a la libertad de expresión un principio sagrado.
Pocos personajes hay, entonces, que me generen tanta antipatía como quienes prepotentemente se arrogan la potestad de decidir dónde es que deben empezar y terminar los márgenes de dicho principio; aquellos que, en aras de reforzar su simpatía y pusilanimidad, tienden a apuntar con dedo acusador a quienes (siempre según su opinión y, ¡Oh, sorpresa, la de la gran mayoría!) hemos ido «demasiado lejos».

Esta gente, decía, parece tener un problema importante con toda opinión que no cuaje dentro de los estrechos límites de su cuadrada cabeza; esta gente, veleta y «progresista», que cree que a causa de sus buenas intenciones todos aquellos que pensamos distinto debemos cerrar la boca o, simplemente, como por arte de magia, desaparecer, me agota, me estresa, daña mi espíritu.

La foto: Censurados por la red Ceibal. Ya me la veo venir… en cualquier momento la revista volverá a desaparecer.

Hace no mucho tuve que concurrir a una de las instancias de un procedimiento sumarial que se me inició el pasado mayo en las oficinas de la dirección general jurídica de la URSSdelaR. No puedo revelar muchos detalles al respecto, puesto que me dijeron que es de carácter reservado, pero no creo cometer infidencia alguna si revelo que luego de que uno de los testigos terminase de prestar su declaración, por simple curiosidad, me acerqué a hablar con él.

Para que se hagan una idea, el fulano en cuestión era uno de esos sujetos de parla suave y ampulosa; ya saben, ese biotipo vernáculo de perfil intelectualoide y progresista que tanto se mueve a sus anchas entre las burocráticas filas del Montevideo post Frente Amplio; para que se hagan una idea aún más cabal, podría describírselo como uno de esos títeres prebendarios, de impecable campera de cuero y acicalado mostacho a lo Salvador Dalí; uno de esos –como dijo una vez el turco Asís– «transgresores módicos», «malditos de entrecasa», polillas de living-redacción cuyas anarcoides fibras oficialistas se han nutrido con suerte de muchos resúmenes de Foucault y Deleuze, pero hasta ahí no más…

Me acerqué a él, decía, motivado por su esperpéntica declaración (los contenidos de la misma, repito, no pienso develar) y por simple curiosidad le pregunté si alguna vez había oído hablar del semanario L’Idiot international, una de esas publicaciones claves en todo lo que refiere al tema libertad de expresión, también conocida además por su ecléctico listado de colaboradores (algunos de ellos, cito de memoria y sin ningún orden en particular, Woody Allen, Jacques Verges, Eduard Limónov, Alain de Benoist, Marc Édouard Nabe, Michel Houellebecq, etc., etc.)

Durante un momento también pensé en soltar el nombre de Gustavo Escanlar (a estas alturas una figura de culto para todo escritor joven), pero con razón sospeché que su sola mención podía llegar a tener efectos sulfurantes en este tipo de especímenes.
Y, ¡cómo no!, el sujeto enseguida me miró extrañado, con una mueca de semiperplejo asco y dijo que no, que nunca en su vida había oído hablar de «eso»:

—Interesante –le comenté–, interesante… ¿Y del escritor francés Jean-Edern Hallier? –volví a preguntar.

—Ni idea qué es eso –respondió.

—¿Y Limónov? ¿Eduard Limónov? ¿No era que eras periodista? Algo de él debés haber oído hablar, entonces; Samuel Blixen seguro te lo mencionó, puesto que toda su vida y sin mucho éxito intentó ser la versión devaluada y tercermundista de él.

—Ahhh, sí, sí, me acuerdo. Es ese loco ruso que se murió hace poco, ¿no? ¡Carrère escribió un libro sobre él! ¡Muy cool!

La foto: No puedo decir quién es, ya bastantes problemas tengo, pero para que se hagan una idea les dejo una foto de un hípster random. Lo importante es que quede claro que el loco es un original, un distinto, una persona *muy intelectual*, con título y encima un funcionario de nuestro prestigioso mundo académico).

Dejando de lado lo absurdo del diálogo (¿A quién se le ocurre sacar a colación así como si nada y tras una tensa instancia jurídica el título de un semanario marginal en la Francia de los ochenta?… Bueno…, a mí, damas y caballeros, a mí), pienso aprovechar lo esquemático de nuestra comunicación para reflexionar durante las próximas líneas sobre qué sería eso de ir «demasiado lejos» en el campo de la escritura, y si algo así es acaso posible.
 
Para ello, antes de continuar será necesario hacer algunas aclaraciones. La primera es que el insulto es –por más que a varios les incomode– un recurso retórico-literario tan válido como cualquier otro. Sí, así como oyeron. Si quieren saber más, mi amigo y colega yedai Aldo Mazzucchelli escribió en eXtramuros un artículo muy iluminador al respecto. Dejo el link por acá. Aparte de explicar con lujo de detalles el embrollo en el que estoy metido, traza una genealogía muy interesante sobre el arte de la invectiva en la literatura y el mundo de la prensa. Por favor, léanlo.

La foto: Catulo (h. 87 a. C.-Roma, h. 57 a. C.), prestigioso poeta romano. Escritor de versos tan célebres como «Pedicabo ego vos et irrumabo/ Aureli pathice et cinaede Furi» (Yo les daré por la boca y por el culo, maricón Aurelio y sodomita Furio). Llegó a insultar al mismísimo emperador, pero aquél supo tomárselo con humor y hasta llegó a admirar su bravura y talento a la hora de hilar versos.

Lo segundo es que, pese a lo que nos hicieron recitar a rajatabla en el liceo, para un escritor la lengua no es solamente un «conjunto establecido de reglas y convenciones encargadas de definir el uso correcto del idioma» y bla bla bla, sino que, por el contrario, en el caso de un escritor, la lengua adquiere muchas veces la forma de un laboratorio expresivo, un laboratorio vivo y en constante funcionamiento y lleno de probetas y matraces que él, cual científico loco bajo la tenue luz de una candela, es libre de manipular a su antojo; todo, por supuesto, en aras de su exaltado goce y el esparcimiento de esos pocos que por su propia voluntad se han detenido a leer.

Otras veces, la lengua también puede adoptar la forma de una parcela montañosa en la que, cual gambusino e indómito explorador, el escritor cava a punta de pico buscando algún diamante perdido; en ocasiones tiene suerte, en otras no, las más de las veces termina haciendo cualquier desastre pero, a él no le importa, él sigue, él intenta y persevera y a diferencia de la casi totalidad de sus ineptos coetáneos, él no se rinde y avanza temerario, pues sabe de antemano que no hay honor en vivir veinticinco años aferrado a un carguito público (¿Te quedó claro, Horacio? ¿En serio te sentís orgulloso, estólida garrapata? ¡Pobre de ti! ¡Pobre de tu descendencia! ¡Hijos de un padre cornudo!) o en trepar posiciones dentro del complaciente mundo del periodismo vernáculo.

Él, simplemente, hace la de él.

El problema, sin embargo, es que hoy en día, en pleno siglo XXI, siglo en el que supuestamente las sociedades son más diversas y plurales que nunca, aún parece haber un montón de viejos eunucos –enemigos intransigentes de la sinceridad total y opositores a todo compromiso radical de un escritor para con su obra–, que amenazan con cercar y expropiar este maravilloso campo de libertad absoluta.

Estos eunucos, decía (periodistas, intelectuales, profesores, decanos universitarios), fantasean todo el tiempo con un día poder fosilizar la palabra a su antojo, poder oscurecerla y, en el caso de que les sea posible, reclamarla para su uso exclusivo; estos eunucos, decía, no quieren que nadie la toque, porque la palabra debe de ser de ellos y de nadie más. Y es así, que entonces, cuando se sienten amenazados, no les queda otra que poner en marcha su aparato inquisidor y burocrático en aras de triturar cualquier afán expresivo de los auténticos disidentes de la palabra, esos que no hay modo alguno de que comulguen con tanta hipocresía y caradurez.

Hace un par de párrafos dije que iba a reflexionar sobre qué era eso de ir «demasiado lejos» en el campo de la escritura, y si algo así era acaso posible.
Mi respuesta es un rotundo no. La única regla que debe de encorsetar a un escritor, quizás sea esa máxima que tanto le gustaba repetir a Rimbaud, esa que decía: «Cambiar la vida, hacer lo inesperado», pero después, NINGUNA. La radicalidad de un texto es meramente una cualidad estética, y nunca un motivo suficiente para su censura o proscripción. No importa lo violentas, vanidosas o provocadoras que resulten sus palabras.

Y de ser verdad eso que se rumorea en los pasillos de cierto prostíbulo público que al día de hoy no tengo permitido pisar y, en efecto, algún texto mío –quizás un divertimento que sólo hice por molestar– llegó a generar tal conmoción estética que tras sus paredes hubo infartos y episodios de histeria colectiva, de ser verdad eso, humildemente creo haber cumplido en parte el bello lema de aquel célebre poeta.

Espero, por lo tanto, que en lugar de recibir un castigo ejemplarizante o el efecto retardatorio de una sanción administrativa, se sepa reconocer lo virtuoso de mi insolencia y, en virtud de ello, se me recompense por todo lo alto. Creo no exagerar si pido a la muy distinguida decana una maestría, aunque, siendo franco, después del sopapo de pija en la cara que di a tan prestigiosa institución, lo más justo sería un doctorado honoris causa –algo así–, así después me puedo limpiar bien limpitas las hemorroides del culo, manga de chupapijas.

¡Váyanse a cagar!

L. Villamayor.


Una respuesta a “Revelo todos los detalles reservados del sumario que abrió la URSSdelaR en mi contra”

  1. Empecé a hacer el curso piloto de Ciencias de la Comunicación en 1984, alguna materia salve,y,queriendo retomar el curso en 1987,tras emigrar, los zurdos del orden estudiantil me vetaron(ya con años ejerciendo) por haber empezado en » tiempos de dictadura un curso tan sensible».Favor que me hicieron,evitandome dar un lustro de mi vida a esa Letrina maniquea,tendenciosa y frigida!!

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