Dos curiosidades: el placer por palabras desconocidas y el gusto por la pronunciación no castellana, multiplicados por la circunstancia de no hablar otra lengua, consagraban a Walt a la lectura en voz alta de libros en francés, inglés, italiano, inentendibles para él pero que a su decir purificaban la casa y vaciaban su mente de la inmundis propagazzione di bolazzi.
La reventa de sillones vintage había caído en la bolsa de valores sociales. Habiendo hecho acopio de sacos de arroz y torres de atún, WW podía relajarse, vedantear, habitar con youtube el siglo XIX, ignorar para su dicha los presagios de la inercia mundial haciéndolos estallar contra un meteorito plausible o confiando en las sutiles reverberaciones de sus tantas aventuras sembradas. Tantíssimo, pero hoy llovía y su imaginación se dejaba endulzar por la paciencia del cielo. Recordaba sin confusión -sólo con mansa picardía- el amorío con la mujer policía hipersensible, y con la prostituta gigante que jugaba a la conga y a la que había convencido de hacer la utu. Recordaba ahora a La Turca (lengua sobre la que también había avanzado con estolidez e impericia), mujer de ojos severos y sonrisa decidida, que abominaba la sopera y la coca, vestía como en una película significativa, jean, lana, zapatos negros con ecos de madera. Le había seguido la corriente a Walt cuando Walt le dijo que SÍ SABÍA CAZAR, que sí conseguía armas y sí tenía campo para desarrollar la inesperada pasión de la extranjera.
La Turca comía la carne roja y de mañana. Sus cejas eran inequívocas, negras, y su piel tenía esa difuminada aspereza que da un perfume casi a naranja, o a una fruta que está a dos frutas de la naranja y a media canela de la canela, y que se planta en un bosque secreto donde están todos los perfumes de las mujeres hermosas, también llamado masturbación, que no era el plan de Walter en esta saudade donde la memoria se permitía brotar más allá del rendimiento de los sentidos. Una arborescente cicatriz de quemadura recorría todo el lado derecho de Banú, desde los pulmones hasta el muslo, donde las nervaduras la apretaban como una liga y donde ella las había hecho abrazar en plena curva por un tatuaje de los palacios de Istambul. Se desnudaba clara, alambrada por ese rayo magnífico que había crecido con ella y que descargaba en Walt un vigor muy profundo, que no venía de él pero que él se arrogaba para después soportar el absurdo de sacar la cédula sin desmayarse.
Divagaba Walter en detalles como estos, pasando a gusto el imán de la memoria. Ella quería cazar con rifle, entonces Walter movió sus contactos rurales y bajo promesas de índole moral y jurídica, que incluían disimulo, precaución, devolución y pintada de corrales en cortesía, lo vio la penillanura de nuestro querido interior del país cruzar en auto alquilado con su turca de Turquía. El tordillo viene del interior y viene al trote, murmuraba al revés, y Banú largaba rayos por los ojos que metían miedo, porque Walt había visto a sus primos matar palomas hasta con pelotas de frontón, pero a lo que más le había embocado él a era una Sprite de litro con una gomita elástica, lo que, para el caso, era nada y lo contrario. Sin embargo, confiando en la Providencia, comprobando sus lentes negros en el espejo retrovisor, se dijo que con no matarla estaba bien y que de todas formas no iba a pagar el alquiler del auto.
Los tíos lo recibieron como a un premio Nobel, porque Walt, que se había hecho en el interior y había ganado concursos departamentales en todas las áreas, representaba para ellos un embajador de la tierra sentida, y viéndolo así, rebosante de salud y bien acompañado, se procedió (después de suculentas e irrecusables morcillas de campo y charleta corta y al pie donde Walt consultó el comportamiento de las abejas y la asiduidad de churrinches) a la enseñanza de las armas. La Turca ya se había mojado con la cabeza de gamo nefasta que tenían puesta en la pared. Los rifles estaban alineados bajo una reja negra, serios, como si todo lo que estaba fuera de la reja estuviera preso de la tentación de tirar y ellos lo supieran. El buen Tío de manos colosas y mediodía en la cara les repitió lo básico y les indicó un rumbo más deshabitado, más agreste, donde podían divertirse un poco. La Turca pareció recobrar su patria. A Walter no le gustaba el sonido del disparo porque pensaba que podía interrumpir la meditación del monte y cosas así, completamente inoportunas. La turca en cambio era todo monte y le erró primero a unos pajaritos y luego le erró a un poste y luego a un árbol y después le embocó a algo y le dio un gran apretón a Walt y lo instó a tirar. En ese momento, como un dispositivo primario, Walter recibió la orden de su propio cuerpo y miró y miró por la mira mientras el cigarrillo le ardía el otro ojo y dijo oh, oh, cuando vio algo blanco moverse sigiloso tras los espinillos. Shhhh shhh. Y la turca estaba buscando una fruta en la mochila cuando el disparo salió y tronó contra metal. PARÁAAAA!!!, se escuchó. De al costado del buraco abrió la puerta de la camioneta un paisano como loco, y el resto se lo pueden imaginar, la calentura, las explicaciones, la apelación a la familiaridad. Pero Walter ahora, tiempo después, se saltó esa parte y recordó la vuelta a la ciudad, con lentes negros, los dos, escuchando Minor Empire, Oh hija de Hikmet! oh garganta de Golondrinas! Y levantándose concluyó que era hora de invertir en una buena chuleta.
Andrés Vico.