
“La religión pagana solo deificaba a hombres llenos de gloria mundana, como los generales de los ejércitos y los jefes de las repúblicas, y la nuestra ha santificado más a los hombres humildes y contemplativos que a los de enérgica actividad. (…). La fortaleza de alma que nuestra religión exige es para sufrir pacientemente los infortunios, no para acometer grandes acciones. Esta nueva manera de vivir parece que ha hecho más débiles a los pueblos y más fácil convertirlos en presa de los malvados, que con mayor seguridad pueden manejarlos al ver a casi todos los hombres más dispuestos, para alcanzar el paraíso, a sufrir las injurias que a vengarlas. Pero la culpa de que se haya afeminado el mundo y desarmado el cielo, es, sin duda, de la cobardía de los hombres que han interpretado la religión cristiana conforme a la pereza y no a la virtud; pues si consideramos que aquella permite la gloria y la defensa de la patria, deduciremos que quiere que la amemos, que la honremos y que nos preparemos para ser capaces de defenderla.”
- “Discursos sobre la primera década de Tito Livio”, de Nicolás Maquiavelo (1536).

1. Era el año 452 d. C., Atila, rey de los hunos, había cruzado el Danubio y a su paso reducido el sur del Imperio a un montón de cenizas. Honoria, hermana de Valentiniano III, soberano de Occidente, buscando librarse de un indeseado compromiso se le había ofrecido como esposa al «azote de Dios», prometiéndole de dote nada menos que la mitad del Imperio. La traición de aquella ambiciosa hembra fue imperdonable, y trajo aparejadas consigo una ola de saqueos y hambrunas como nunca se vio en estas latitudes.
¡Ah, sin duda alguna en aquel entonces Roma era apenas una sombra del gran Imperio que una vez fue! Imaginaos: no había en toda su extensión itálicos lo suficientemente valientes como para cubrir los puestos de centuriones y poner fin a aquella bellaquería. Nuestros jóvenes, saturados de pasadas glorias y cómodas riquezas, se habían malogrado en el vicio, y ya no recordaban cómo hacer la guerra o cosechar la tierra. Nuestras mujeres, habían dejado de parir hijos y, en su lugar, preferían perder el tiempo incursionando en frivolidades y en lascivas danzas occitanas. De la misma Honoria –ya una dama entrada en años–, se decía que más de una vez, durante los fastuosos convites de su hermano y a la vista de todos los criados, habíase entregado a jovencísimos amantes.
¡Ah, Roma, sembraste tú sola tu destrucción, y es ahora tan difícil entrever en los siglos venideros un futuro en el que aún sigan en pie tus arquitrabes y cesáreos mármoles!
2. En medio de tanta ruina y barbarie, una pequeña mesnada de hombres decidió echarse a sus hombros la defensa del sur del Imperio. Dicha tropa era comandada por Artorius Horatio, legendario tribuno militar, veterano de más de cien batallas. Éste era, además, un reputado caballero cristiano, admirado tanto por su virtud y don de mando, como por su bravura; de él se decía que antes de arrojar su escudo al suelo y huir del combate, bien hubiera preferido antes la muerte más penosa. Artorius lideraba a aquella partida de valientes desde la fortaleza de Rymis, en el corazón de la península itálica, a algo más de treinta leguas de la ciudad de Durocortorum.
Aquel era, por decirlo de algún modo, el último bastión, la única muralla que se interponía entre el mundo de la Cristiandad y el de aquellos desalmados bárbaros.
3. Las noticias de tan salvaje sitio no tardaron en extenderse hasta los límites del Imperio. Pronto, varios caballeros andantes embridaron y espolearon sus corceles en dirección sudeste. Yo fui uno de ellos, y bajo el favor de Nuestro Señor, crucé montes y valles abruptos con la ilusión de poder unirme a aquella pléyade de esforzados guerreros.
Durante mi camino padecí el hambre feroz, el frío que cala los huesos, y noche tras noche hube de dormir con mi pesada armadura puesta, junto a vados y bosques, cuidándome del continuo asedio de bárbaros y de lobos. Más de una vez debí trabarme en feroz lucha con huestes de suevos y celtíberos, cuyos asentamientos hechos cenizas pringaban como una lepra los confines de nuestra región.
¡Ah! Los días dieron paso a las semanas, y las semanas paso a los meses, hasta que, por fin, un día divisé en el horizonte el pálido perfil de los montes Apeninos.
No tardé en encontrar cruce a través de aquel paraje, y luego rumbeé a tranco corto por las escarpadas cordilleras hasta dar con una gruta y con un eremita quien, al ver mi escudo blanco y sin divisa, quiso saber hacia dónde me dirigía.
Le contesté que a la fortaleza de Rymis, a unirme a sus esforzados defensores.
—¡Ay, hijo mío! Temo que para eso ya sea demasiado tarde. Pues, si bien Artorius y sus valientes aún resisten en medio del humo y las llamaradas, es tan sólo cuestión de tiempo antes de que los hunos vuelvan a cruzar las montañas y reduzcan a ascuas y cenizas las murallas de Rymis.
—Sólo aquel cuya frente ciñe corona de espinas puede estar seguro de eso, anciano. Y Él no suele abandonar a aquellos que sin culpa o miedo osan defender lo que es suyo.
—¡Ay, Dios os escuche, hijo mío! ¡Dios os escuche! Durante meses Artorius y su mesnada han repelido los ataques de los salvajes y, empero, una y otra vez, con paso firme, Atila y sus bárbaros vuelven a arrojarse contra sus imponentes murallas. ¡A veces me pregunto cuán guarecidas pueden estar las reservas de víveres en Rymis como para resistir tan atroz asedio!
—Anciano, os suplico de corazón, si sabéis dónde encontrar esta fortaleza de la que habláis, por favor, guiadme hasta allí; pues temo no estar bien orientado y haberme alejado por demás de mi camino.
—Hijo mío, lo cierto es que estáis bastante cerca. Compartidme algo de vuestra comida y con gusto os acompañaré hasta allí.
Luego de decir esto se persignó, y sin que yo le dijese nada me bendijo con una cruz de palo que usaba a modo de bastón.
4. Subimos la escarpada ladera cuidándonos de los desprendimientos de piedras y peñascos, hasta alcanzar una de las cimas. Luego nos paramos en el borde, y desde allí nos fue dado ver uno de los castillos más impresionantes de aquellas latitudes; construido en medio del llano, rodeado por un foso profundo y rebosante de agua, protegido a su vez por multitud de gruesas almenas, Rymis tenía el aspecto de ser en verdad una fortaleza inexpugnable, y, pese a los meses de implacable asedio y el notable desgaste que evidenciaban parte de sus muros, enseguida hube de desmontar y despojarme de yelmo, guantes y armadura; luego, preso de un éxtasis religioso, me hinqué de rodillas, junté las manos y emocionado recé un Padrenuestro y un Ave María.
—¡Observad, hijo mío! –empezó a decir el anciano, cubriéndose la frente con ambas manos–. Aún hay desperdigados en torno a los muros varios enjambres de bárbaros. ¡Mirad! –y señaló con el dedo hacia abajo–. ¿Lográis ver todas esas piedras, leños y terraplenes sobre los cuales aún se yerguen los restos de arietes y torres encargadas de abatir los muros?
—¡Lo único que veo, anciano, es una fortaleza invencible y, tras sus muros, defensores infatigables! ¡Sería un mortal pecado no bajar por este monte y correr a unirme a ellos! Así que os dejo mi caballo, buen hombre. Procurad cuidarlo. Cuando parta victorioso de Rymis, ten por sentado que volveré a buscarlo. ¡Adiós!
5. Sintiéndome más ligero que nunca, bajé la empinada colina brincando de piedra en piedra. Durante aquel descenso miré hacia el precipicio varias veces, y no pude sino sorprenderme por la enorme altura que aún me separaba del campamento huno. Me llevó mucho tiempo llegar hasta al pie del monte, pues la ladera estaba muy escarpada y los arbustos eran muy espesos; más de una vez hube de franquear con cuidado los asperísimos riscos, aunque en todo momento me sentí protegido por la gracia de Nuestro Señor.
Sin haberme detenido a descansar, finalmente, a la hora del crepúsculo, alcancé el pie del barranco. Luego me tumbé tras una enmarañada hilera de jarales y esperé a que cayese la noche.
¡Ah! El corazón se me salía del pecho cuando pensaba en que pronto habría de unirme a aquella esforzada banda de guerreros.
6. Apenas se hizo la noche, dejé mi escondite y circuí silencioso por el aledaño bosque.
No mucho después, en medio de aquel rodeo, oí gritos y exclamaciones, y prevenido decidí esconderme tras el ramaje.
Enseguida, por un pequeño hueco entre las hojas, vi a un hombre encapuchado dándose a la fuga. Las flechas de un grupo de hunos le volaban por encima del hombro y entonces él… se detuvo; así, sin más, desprovisto de cota o armadura con la que protegerse, aquel caballero se detuvo, luego se volteó, desenvainó su espada y profirió una terrible avalancha de insultos y provocaciones a sus perseguidores. Éstos se ve que no pudieron resistírsele, y con caras de hiena se le plantaron de frente, blandiendo a la vez sus garrotes.
Pero uno de ellos decidió adelantarse al resto, y a causa de su temeridad recibió en medio del rostro un golpe tan fuerte que el bronce lo hendió hasta el cuello. La sangre brotó a borbotones sobre el chaquetón del desconocido, y entonces me dije que ya era momento de actuar, y ávido de riñas salté en medio del grupo y repartí mandobles a diestra y siniestra.
—¡El acero se afila con el acero! ¿No lo creéis así, noble señor? –me dijo aquel caballero, mientras acertaba en medio de la nalga a uno de los salvajes, y luego torcía su empuñadura, desgarrándole en el acto parte de la vejiga.
—¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo! ¡Codo con codo, no hay mayor gloria que esa, mi buen señor! –y apenas terminé de decir esto, traspasé de lado a lado, por la nuca, a uno de aquellos buitres.
Cuando los demás vándalos vieron esto, no pudieron sino retroceder y huir espantados en dirección a su campamento.
Pero fue en vano, pues poco después terminamos cortándoles el paso, y tras decapitar a tres de ellos, el cuarto accedió a ser interrogado a cambio de clemencia.
Enseguida mi compañero lo consultó en lengua turca acerca de los próximos movimientos de su clan.
El salvaje contestó que, a excepción de su campamento y de algunos vigías desperdigados, ya no quedaba prácticamente nadie; que, por el momento, la tribu huno se había batido en retirada, pero que pronto volvería en mayor número y mejor armada; y que, esta vez, cuando cruzaran las montañas, por donde pisaran no crecería hierba alguna, pues en su camino Atila haría que toda planta y árbol se volviera estéril y marchito; y que, como venganza por haber resistido tanto sus ataques, no habría hombre o mujer dentro de Rymis que no fuese a terminar pereciendo en el fuego de una inmensa hoguera.
7. Echamos a correr por entre los cadáveres.
En medio de aquella agitación, mi compañero se presentó sí mismo con el título de «Tristaim de Tintagel». Luego me explicó que se había ofrecido como voluntario para infiltrarse tras las líneas de los hunos, y así espiar sus movimientos.
Seguimos avanzando media legua por el bosquecito, hasta llegar a las cercanías del río que abastecía el foso del castillo. A sólo metros de allí, pudimos ver los restos del campamento huno: un montón de desperdicios, estacas y tiendas derruidas. Como la mayoría de ellos dormía, propuse ir y colarnos silenciosamente, y luego decapitar a cuanto salvaje se nos pusiese en frente. Apenas terminaba de decir esto, cuando Tristaim me asió del brazo y me señaló un lote de balsas que había escondido entre los arbustos de la orilla. Con un poco de dificultad logré distinguirlas en la oscuridad: estaban premeditadamente cubiertas por varios montoncitos de hojas y ramas de pino. Tristaim me pidió que permaneciese oculto entre el ramaje, que él quería ir a echar un vistazo. Tan pronto como se deslizó hacia allí un escalofrío me recorrió la espalda; comprendí enseguida que los hunos estaban pensando utilizar aquellas balsas a modo de brulotes, para luego empujarlas corriente abajo y así dañar parte de la ya agrietada pero aún imponente barbacana.
Efectivamente, cuando Tristaim se coló allí e inspeccionó el contenido de las balsas, se encontró con multitud de ollas y tinajas rebosantes de carbono y azufre. Sin pensárselo dos veces, abrió su morral y extrajo de él una roca y un pequeño trozo de sílex y los hizo chocar entre sí; pronto, a causa de la fricción, empezaron a saltar las chispas, y a su vez la yesca y las hojas de pino que cubrían las balsas comenzaron a combustionar.
¡Fíjense ustedes la astucia de aquel hombre!
Luego echó a correr rápidamente en dirección a una cuadrilla de rocines, silbó y en medio de la oscuridad hizo una señal para que me acerque.
No hacía falta decir más. Fui corriendo hasta allí y salté a la grupa de uno de los caballos, picamos espuelas e inmediatamente nos dimos a la fuga.
¡Ah! ¡Dios sabe que el corazón se me salía del pecho cuando pensaba en aquella hazaña y en todas las venideras!
Poco después, en medio de aquel galope, Tristaim tomó de su cinto un cuerno de barro y lo sopló fuertemente, asegurándose de que nadie cerca de las inmediaciones del castillo no pudiese oírlo. Enseguida el puente levadizo comenzó a caer con gran estrépito, y un cuerpo compuesto por la caballería y varios hombres a pie cruzaron a socorrernos. Los hunos ya habían despertado, y al ver el fuego y la columna de humo arder sobre la rosada luz del alba, empezaron a correr de un lado a otro, buscando al culpable. Prestos a provocar aún mayor desorden y confusión del que había, nuestros hombres partieron hacia allí sin demora, totalmente pertrechados, y lo que siguió a continuación fue una auténtica masacre.
8. Pronto fui conducido a la gran sala del castillo, y luego Artorius abandonó su cámara y cortésmente bajó a recibirme.
Los criados, a su vez, salieron corriendo a atendernos como correspondía, y poco después me guiaron por la manga de mi camisa hacia uno de los aposentos.
Allí descanse hasta bien entrada la noche, sumido en un sueño profundo.
9. Concluidos los cánticos de misa, se armaron los caballetes, se sirvieron en amplias mesas chorizos lucanos a la parrilla, gruesas lonchas de jabalí asado y vinos y especias traídos de Roma.
Artorius nos ordenó a mí y a Tristaim subir al estrado y tomar asiento junto a él y los demás hombres de su mesnada.
Luego pidió a uno de los criados encender la chimenea y nos interrogó al calor del fuego sobre los hechos ocurridos la pasada noche. Parecía alegre y nada preocupado por las inminentes huestes de bárbaros que estaban por aproximarse; muy por el contrario, escanciaba abundante vino sobre nuestras copas y durante el transcurso de la velada no dejó de elogiar mi juventud y la astucia del «valerosísimo Tristaim de Tintagel, corregidor del Morholt».
—¿Habéis oído lo que se comenta de Atila, joven caballero? –dijo, durante un momento de la noche, palmeándome el hombro–. Dícese de él que, pese a su inmenso lujo y fortuna, tiende a huirle al agua como una liebre a una jauría de galgos –Y enseguida todos le festejamos aquella chanza. Y también la siguiente—. ¿Y de sus vestimentas? Dícese de él que viste ropas confeccionadas con la piel de ratas muertas, y que no fue tanto su habilidad con la espada la que le granjeó tantas victorias, ¡sino el rancio hedor que anunciaba su llegada!
¡Ah, así reía y bromeaba Artorius Horatio aquella noche!
Poco después mandó llamar a uno de sus locos para solazar de chistes aún más la velada. Y más adelante se ejecutaron trompas y tambores hasta la llegada de la aurora.
Pero, sin embargo, debo admitir que no fue aquello lo que después de tantos años aún pervive en mi memoria; sino el tardío arribo de la doncella que hasta el día de hoy más he deseado; chiquilina a la que, por cierto, tengo como la más hermosa de toda la Cristiandad, y que juro por Nuestro Señor Jesucristo aún era virgen al momento que la conocí.
¡Ah, sabe Dios cuánto deseé estar a solas un rato con ella! Nada más verla entrar a la espaciosa sala mi semblante mudó de expresión y no pudo evitar soltar unas notas de terror y contento. De inmediato me incorporé en el asiento y pedí permiso a Artorius para acercarme a ella. Él condescendió entre mofas y chanzas y enseguida fui hasta donde estaba la doncella y le besé cortésmente la mano.
Pronto le supliqué que ocupara junto a mí y Tristaim el centro de la mesa, pero ella se excusó arguyendo que esa noche aquél no debía ser su lugar, sino el nuestro, quienes, merced a nuestro valor y astucia, nos habíamos granjeado merecidamente ese privilegio.
Me sorprendió tanta humildad en una mujer así de bella, y no pude sino transigir con sus palabras. Así que entristecido volví a tomar asiento a la mesa.
Tristaim, que no había dejado ni por un momento de contemplar aquella escena, puso su mano sobre mi hombro y con semblante afectuoso dijo:
—¡Una vez yo también fui joven, muchacho; y pronto aprendí que a veces, el amor de verdad no es dulce, sino amargo!
Al ver su mano sobre mi hombro noté que en torno a la muñeca llevaba atada una prenda femenina; una bordada manga rosada; enseguida le pregunté a qué dama o doncella pertenecía aquella prenda.
—¡Ah, muchacho! ¿Para qué hablar de eso? ¿Por qué mejor no procuráis distraeros con las chanzas y las mofas de éste loco? No prestéis atención a estos sentimentalismos de viejo. Atreveos a olvidar por hoy los efluvios de vuestro joven corazón. Y si no, recordad los antiguos hechos de judíos y sarracenos; las desgracias y penas que sobrevienen a aquellos que osan amar. ¡Bebed buen vino, engullid de estos manjares! ¡Quién sabe cuán pronto debamos volver a tomar las armas!
Así dijo Tristaim, y entonces procuré hacerle caso y distraerme viendo las payasadas de aquel loco.
Sin embargo, debo reconocer que más de una vez durante la velada, me sorprendí a mí mismo buscando con los ojos aquel dulce rostro de ondina, imaginando en lo más íntimo de mis pensamientos que posaba sobre él besos hondos, persistentes, copiosos de ternura; besos que ella poco después correspondía, y durante el resto de la noche no pude evitar que me embarguese el alma cierto estado de melancolía.
Felipe Villamayor.