
“I wonder who you think you are
You damn well think you’re God or something?
God give life, God taketh it away -not you
I think you are the Devil itself”.
- Madre de una de las víctimas del asesino serial Peter Stutcliffe (1980).
—¡Y es que quizás la vida nos es dada de golpe! ¡Quizás todos fuimos arrojados al mundo por accidente, el día que nos tocó nacer…!
Hace una pausa, da una pitada larga y profunda al cigarro, luego, sonríe.
–… Aunque eso no necesariamente invalida la inexorable sucesión de actos que constituye la totalidad de nuestras vidas…, ¿No cree, senador?…
Jorge Bandini se sacude sobre la silla. Los ojos se le salen de las órbitas. Las venas de la frente se le marcan como si estuviesen a punto de reventar. Está amordazado, desnudo, atado de pies y manos, con una bolsa de hielo entre los testículos; dos vueltas de goma elástica retuercen su diminuto escroto.
—… Pero, antes de morir, me parece, hace falta dejar una huella, un recordatorio de quiénes fuimos y, tal vez, de quiénes seremos una vez perpetrado nuestro deslumbrante acto final…, ¿Entiende a lo que voy con esto, senador?…
Al borde de la desesperación, resoplando y moviendo obstinadamente la cabeza, Bandini observa al viejo fumar. Tiene una manera particular de hacerlo. Sostiene el pucho entre las primeras falanges de los dedos anular y corazón, y cuando pita lo hace con especial deleite, dando chupadas largas y profundas.
—Ahora mismo seguro se estará preguntando quiénes fueron esos jóvenes vestidos de negro que hace apenas unas horas lo abordaron de golpe. ¿Vio que iban con la cabeza rapada, con tatuajes y piercings? ¿Vio cómo se movieron en orden y perfectamente coordinados? Sí… Implacables; al punto tal que usted casi no notó cuando uno de ellos le puso el paño empapado de éter en la boca, y ahora se despertó y está acá y seguro no tiene ni idea de qué está pasando y de quiénes son ellos y de quién soy yo…
Bandini continúa sacudiéndose con fuerza. Las manos le empiezan a sudar. La boca del estómago se le contrae hasta dolerle de manera insoportable.
De repente, ve la punta de un bisturí brillar sobre la mesita de acero, bajo los focos de luz amarillenta, junto a un control remoto y una pistola 9 mm; varias lágrimas se le escapan de los ojos.
—… Por favor, permítame hablar sin vergüenza, senador, permítame hablarle en confianza. Juro que en el caso de que la herida requiera puntos, me esforzaré por hacer lo mejor que pueda; eso sí: no se vaya a creer que le prometo maravillas, ¿Eh? Cuando estuve en Punta Carretas medio que aprendí a cocerme los cortes, a curar a algunos de mis compañeros, aunque le aclaro desde ya que no soy un profesional, ja, ja, ja.
Hace una pausa, se lleva la mano a la boca; con especial fruición expulsa el humo del cigarro por la nariz.
—… ¡Bah, ahora que lo pienso aprendí varias cosas estando en cana, más que en la facultad, incluso!… Al final, resulta que el verso ese de la utilidad de las rutinas y de los horarios estrictos sí tiene algo de cierto…
Bandini ve al viejo incorporarse sobre la silla. Ponerse de pie e ir hacia una de las ventanas. Luego sube la persiana y la luz del día le da de lleno en el rostro. Sus ojos se cierran automáticamente. Es tanto el esfuerzo que está haciendo por librarse de los nudos, que las manos se le empiezan a agarrotar.
—… ¿Sabe qué, Jorge? Ahora que lo pienso estar encerrado no es tan distinto a estar en libertad. Porque ustedes se creen que allá uno anda todo el tiempo angustiado, envenenándose de rabia, sin saber qué hacer, pero, déjeme decirle que no es taaan así. Me parece que en este caso ustedes están…, –¿Cómo era esa palabrita que dicen siempre los psicólogos?–: ¡Proyectando! ¡Sí, eso es! ¡Ustedes, ciudadanos correctos, ciudadanos modélicos de saco y corbata, están proyectando sus vivencias aquí fuera en nosotros! ¡Porque son ustedes los que parecen animales enjaulados, envenenados de rabia y sin saber qué hacer con sus vidas! Nosotros, en cambio, hurgando apenas tras la cáscara de nuestros días, aprendemos a tomarnos las cosas con calma, tal y como vienen; así es la vida en el pabellón, querido amigo, por lo menos en mi caso.
Las profundas entradas del pelo de Bandini brillan a causa del sudor. Por un momento el senador agacha la cabeza, cierra los ojos y siente cómo le sube la presión. El viejo se le acerca, se inclina, pega su cara a la de él y acto seguido le propina una serie de breves bofetadas en ambas mejillas.
—Oh, no, no, no, Jorge: ¡No se me vaya a dormir ahora! ¡No sin antes haber escuchado la historia de este pequeño criminal que tiene enfrente!; Ya sabe, uno de esos pequeños criminales condenados a huir de todo; uno de esos pequeños criminales en los que acaso usted preferiría no pensar un solo segundo de su vida; uno más de esos pequeños criminales que, preso, llegó a fantasear todo el tiempo con lo que iba a hacer una vez llegado su tan ansiado momento: la hora del acto final. Porque, no sé si ya se lo dije, pero hace ya mucho tiempo me dieron unos cuantos años de cárcel, senador.¿El motivo? El mismo de siempre, Jorge: intentar cambiar el sistema desde adentro. Pero, ahora, tras una larga y subterránea preparación, he vuelto para disculparme y, de ser posible, resarcirlos a todos por las molestias que he ocasionado…
Bandini ve al viejo dar unos pasos hacia la mesita, agarrar el control remoto y prender una vieja televisión de catorce pulgadas.
Como el aparato está colocado de perfil a él, empotrado en medio de la pared, no alcanza a ver las imágenes, sólo logra oír el rumor continuo y estentóreo del relato de una de las informativistas de TV Ciudad:
«Las autoridades continúan estudiando las cámaras de seguridad y entrevistando a varios de los testigos de la masacre perpetrada el pasado jueves, en la que un nuevo atentado bomba dejó al menos 12 muertos y 26 heridos en un restaurante de la calle Carlos Sáez, en el barrio Carrasco.
Varias fuentes han señalado a los responsables como integrantes de la agrupación terrorista NFJN-Tupamaros (Nuevo Frente Juvenil Nacional-Tupamaros), de filiación anticapitalista y ecologista extrema.
La masacre, recordemos, es la tercera en un periodo de ocho meses, luego de que una poderosa carga de 55 kilos de dinamita casera destrozara las oficinas del diario ‘El País’, cobrándose un total de 10 vidas y dejando una cifra de 27 heridos, entre los cuales se encontraba la gerenta de innovación de medios públicos Hannah Laurie Pétez, la cual quedó parapléjica y con quemaduras de tercer grado en un 99,9% del cuerpo.
Mientras tanto, tras un encuentro con el ministro de prensa, el presidente Orsai comentó que está proyectando reunirse con autoridades del ministerio del interior para así poder tratar el tema en mayor profundidad. Luego de enviar sus condolencias a los familiares de las víctimas, declaró que ‘el odio y la división entre uruguayas y uruguayos tiene que parar ya mismo; ahora más que nunca es el momento de unirnos’.
Cuando se lo consultó más en profundidad al respecto, Orsai explicó que es ‘muy difícil detectar a los integrantes de estos grupos armados porque, por definición, no informan a nadie de sus planes, no conspiran con terceros de manera directa, ni siquiera militan en agrupaciones políticas; el pozo de la Internet le ha permitido a estos enfermos estar en permanente contacto entre ellos, salteándose toda barrera de vigilancia; por lo tanto, exhorto a la población a estar más atenta que nunca.’
El presidente aprovechó la ocasión además para hablar de lo bien que lo está haciendo su gestión en frentes como la igualdad y la inclusión; y para ello se refirió, entre otros, a los ‘enormes montos de dinero que se han destinado en lo que va de gobierno para programas de capacitación y sensibilización en temas de género y diversidad’.
Luego adelantó que dentro de poco tiene pensado impulsar un nuevo tratado comercial con China.
Sobre este tema y más ampliaremos en instantes…»—Interesante, interesante…
Dice el viejo y vuelve a ocupar su lugar en la silla. Mientras mira la televisión se acaricia pensativamente la barba. Bandini lo observa detenidamente y se dice a sí mismo que parece uno de esos talibanes que se esconden dentro de una cueva en las escarpadas montañas de Afganistán.
—¿Alguna vez se preguntó, Jorge, cuántas formas hay de ser un extremista? –dice, girándose y mirándolo intensamente, sin pestañear–. ¿Cuántas maneras tiene uno de radicalizarse? ¿Cuánta fe ciega e incondicional puede llegar a tener un hombre en su causa para, sin concesiones, estar dispuesto a llevar a cabo lo que haga falta?…
«¿Sabe? Una vez yo también formé parte de un grupo de jóvenes así…
¡Hubiera tenido que vernos, senador! Éramos todos una amalgama de pelilargos, barbudos e inadaptados; en el fondo, unos pendejos idiotas…
Pero, le juro por lo que más quiera, Jorge, que en ese momento nos aferramos con nuestras vidas al proyecto revolucionario…
Igualmente, retrospectivamente hablando, le confieso que lo hicimos más que nada para sentirnos útiles, para dotar de un poco de sentido a nuestra varada existencia…»
El viejo vuelve a darse la vuelta y ahora mira cara a cara al senador.
—¡Carajo, no me voy a acordar, no…! ¡Si hasta fui a parar a la cárcel por aquel brote de estupidez adolescente!… Y en cambio, míreme ahora, senador, en la que terminé, ja, ja, ja…
Bandini empieza a llorar con fuerza. Casi convulsivamente. Ahora siente un dolor intenso en la zona del esternón, en el cuello y en prácticamente toda la espalda. Cree que dentro de poco va a sufrir un infarto. Durante unos breves segundos piensa en sus hijas y en sus nietos. En su linaje, en su descendencia, en todo lo poco que según él ha hecho bien.
—¡Es todo culpa de la maldita rutina y del confort! –Dice el viejo, y se pone de pie y derriba de una patada la silla. Luego se acerca y vuelve a inclinarse encima de él– ¿Sabe? Me parece que es culpa de este zoológico feliz e inclemente en el que los han encerrado…
«¡Cuándo van a entender que eso no alcanza, senador, que eso nunca es suficiente!… Si no me cree, pruebe preguntarle a uno de estos jóvenes. ¡Búsquelos, están ahí, en algún lado, ahogándose en las bocas de tormenta! ¡Desperdiciando su vida en absurdos e interminables trabajos! ¡Apretando los dientes, ocultos como polizones entre los pliegues de esta inmunda pesadilla colectiva!…
Ahhh, puede que sí, senador, puede que hablen poco y en voz baja pero, cuando llegue el momento, le aseguro que van a saber muy bien qué es lo que hay que hacer…»
«Ojo, ¿Eh? Mire que yo sé muy bien de lo que estoy hablando; mire que yo conozco muy bien a estos guachos.
De hecho, fui yo mismo quien los rapó, yo mismo quien los tatuó y yo mismo quien les hizo esos agujeros tan raros en la nariz…
¿Sabe?…, fue la manera que encontré de dejar mi marca en ellos, así como ahora, quizá dentro de unos momentos y, por supuesto, si así usted lo desea, deje mi marca en usted…»
El cuerpo de Bandini se precipita en un último esfuerzo: su corazón ya no late, repica. Entre una oleada de violentos espasmos empieza a sacudir su torso y rodillas, su angustia y desesperación es tal, que las patas de la silla a la que está atado tambalean y el pobre hombre cae de costado al suelo.
¡Pum!
El senador se golpea la cabeza y, a su vez, la bolsita de hielo Frío Kubo que tenía entre los testículos se hace pedazos a causa del impacto.
— ¡Ja, ja, ja! ¡De pie, senador, de pie! ¿No le parece que su situación ya es lo bastante comprometedora como para tirarse al suelo y armar este tipo de escenas? Aunque…, bueno, por otro lado su angustia es entendible. Es cierto que aún no he contestado esa maldita duda que seguro hace unos minutos le viene dando vueltas en la cabeza: «¿Por qué yo?»; y la verdad es que si lo elegí a usted no fue por ningún motivo personal, sino para hacer una simple demostración a esos jóvenes de los que estaba hablando la tele…
Tres golpes pausados suenan en la puerta:
Toc. Toc. Toc.
Bandini vuelve a retorcerse porfiado en el piso. A soplar por la nariz y a tratar de hacer la mayor cantidad de ruido posible chocando sus hombros contra el suelo. El viejo no le hace caso y sonríe y se dirige hasta la puerta. Da dos vueltas de llave a la cerradura. Se corre a un costado. Un grupo de al menos veinte jóvenes con el cráneo rapado y llenos de tatuajes y piercings ingresan en fila india a la habitación. Acto seguido rodean a Bandini y lo observan sacudirse rastreramente en el piso.
Luego, ordenadamente, cuatro de ellos se separan del resto, lo levantan en vilo y lo cargan junto con su silla hasta colocarlo en el centro de la habitación.
Por último, vuelven a ponerle la bolsa con restos de hielo entre sus aún cálidos testículos.
—¡Presten atención, tupitas queridos; que aún queda un largo hiato por recorrer entre lo que somos y lo que un día seremos; aún quedan muchas lecciones que aprender antes de dar inicio a nuestro deslumbrante acto final! ¡Presten atención! –Dice el viejo y a modo de respuesta los muchachos ejecutan impávidos un saludo a medias hitleriano (colocando el brazo bien en alto), a medias comunista (cerrando los puños).
Luego, lo ven dirigirse hacia la mesita de acero, agarrar el bisturí y empezar a gesticular histriónicamente frente a Bandini.
—Al principio hubo dos, senador: ¡Dos tipos, nada más! Ambos enfrascados en una permanente lucha sin cuartel hasta que, como era de esperar, un día uno de ellos terminó alzándose con la victoria… Y ahora escúcheme bien, Jorge, porque fue precisamente ese triunfo, ese constante estado de arrojo el que hizo de él a los ojos del resto un “amo”, un “señor”, un “caballero”…
«Pero, “¿Y qué pasó con el derrotado, entonces?”, seguro se estará preguntando ahora, “¿Qué pasó con ese pobre gil tras aquel apoteósico desenlace?”, “¿Qué fue lo que hizo para redimirse ante los ojos de su adversario?”…
Y la respuesta es ésta, querido amigo: ese hombre simplemente decidió bajar la cabeza y, entre la dignidad de la muerte y el deshonor de la servidumbre, prefirió decantarse por esto último…
El vencedor, entonces, no pudo sino mirarlo con condescendencia y decirse a sí mismo que aquel acto era para él algo incomprensible: ¿Defender la vida antes que el honor?…
No logró explicarse el porqué de aquello pero, sin embargo, lo aceptó igual que un dios acepta benevolente el tributo de un mortal; y, a partir de entonces, este segundo hombre pasó a considerarse a sí mismo un “esclavo”».
«Pero también están los egipcios, senador. Si mal no recuerdo ellos adoraban a Ra, el dios del sol, quizás la más importante de todas las deidades que integraban aquel panteón; usted sabe, senador, Ra, ese bicho tan famoso que tenía jeta de pájaro y un disco en lugar de cabeza.
El tema es que él, al igual que tantas otras divinidades, tuvo la mala suerte de haber sido creado a imagen y semejanza del hombre y, una noche, atormentado a causa de su infinita soledad, entre sueños murmuró involuntariamente el nombre de Thot y Ahhh…, como era de esperar aquel fatídico momento terminó dando pie a una de las mayores conmociones mitológicas que hubo en este lado del cosmos…».
«Así que no le haga caso a los medios, senador. A nosotros no nos interesa un carajo alertar a la gente sobre las “injusticias del sistema capitalista”. Eso es un tremendo bolazo. Menos que menos, como hacen algunos de ustedes, repartir fajos de billetes y electrodomésticos entre el “pueblo”. Nada más lejos de la realidad, Jorge. Lo que nosotros queremos es terminar de una vez y para siempre con esta sujeción acrítica al cálculo racional y, por encima de todo, con ese estilo de vida chupóptero y oportunista del que usted tan bien hace gala».
«La destrucción es nuestro único objetivo, senador, nosotros nos hemos propuesto la audaz tarea de volver al punto de partida: nada más ni menos que al principio de la Historia. ¡Nosotros, senador, queremos dar pie a una nueva era en la que las personas mediocres como usted perezcan a su suerte!; ¡Nosotros, igual que aquel primer hombre, queremos vivir en un permanente estado de guerra! ¡Ser los futuros bandoleros y conquistadores de la historia, extender la palma de nuestras manos y tomar a la fuerza ciudad tras ciudad, derribar a nuestro paso bancos, oficinas, juzgados, TODO!; ¡Arrancarlo de cuajo y que no quede huella ninguna, purificar con nuestra sangre hasta la más mínima mancha civilizatoria, desandar todo lo andado y dejar apenas –si eso es acaso posible– un puñado de abono, para que los dioses de futuras generaciones puedan aovar a su antojo los cimientos de un nuevo orden cósmico!
Esa es nuestra tarea, senador».
—Y bien… ¿Cuál será entonces esta vez, Jorge? ¿El honor, o la vida? Ja, ja, ja.
Lo consulta finalmente el viejo, mientras munido del bisturí le roza con especial fruición las hinchadas venas del cuello.
Bandini cierra los ojos y traga abundante saliva a medida que la helada punta del utensilio baja despacio por uno de los sudorosos extremos de sus hombros.
Felipe Villamayor.