
{ADVERTENCIA: Todos los hechos y/o personajes narrados en este “ensayo” son totalmente imaginarios y no refieren a ninguna realidad y/o ubicación territorial en particular. Por lo tanto, no me hago cargo si al momento de leer esto alguien se siente identificado. Repito: lo que van a leer a continuación es simplemente un ejercicio de falso ensayo autobiográfico y bajo ningún concepto debe ser tomado en serio}.
“Penal de Libertad, allá voy”.
Abril de 2023
Antes que nada permítanme aclarar algo: este no es un ensayo sobre Montevideo antes de la pandemia, sino del cambio de sentimientos de su autor respecto al mundo durante el periodo dosmildiecinueve-dosmilveintitrés.
Cuatro años que fueron definitorios en su corto tiempo de vida.
1. Año 2019. Quien escribe estas líneas parecía ir bastante bien encaminado. Aún no era lo que se dice un «gil bárbaro»; es cierto, no tenía auto, no tenía casa propia, ni siquiera se había licenciado en esa estúpida carrera que andá a saber por qué motivo decidió estudiar. Pero dichos inconvenientes eran vistos como aceptables en un trabajador joven, experto en nada, sin experiencia y padres pudientes capaces de acomodarlo en algún lado.
Miento: en el enunciado anterior escribí algo así como que el «autor de estas líneas era un experto en nada».
Me corrijo: hay una cosa de la que él sabía y mucho: literatura.
Lamentablemente para él, la literatura ha demostrado ser por mucho la cosa más inútil en lo que va del siglo, y por aquel entonces apenas le alcanzó para agarrar laburo como vendedor en una pequeña sucursal de la cadena de librerías Bookshop.
Retrospectivamente hablando, el año 2019 fue para él un año lleno de sueño; de hecho, cuando vuelve la vista atrás, una borrosa languidez empaña la mayoría de sus recuerdos. Y es que durante 2019 se durmió poco, y todos los días hubo que madrugar. El horario en sí no le parecía malo; el turno era de 10 a 18 horas, aunque doy fe de que el autor de estas líneas vivía por entonces en el culo del mundo, y que el viaje a Plaza Italia (en dicho Shopping Center estaba ubicado nuestro Bookshop en cuestión) le insumía por lo menos DOS horas arriba de un ómnibus.
Dejé anotado por ahí que el local donde trabajaba era «pequeño», y lo cierto es que dicho adjetivo no le hace justicia a las verdaderas dimensiones de la góndola, la cual era en realidad eso que se conoce en el slang de ventas como una «isla»; ya saben, uno de esos localcitos de tres por dos metros ubicados al paso y de forma lateral, en los que la gente va a comprar casi que de rebote.
Aclaro de entrada que no es muy común que una librería adopte el formato isla. De hecho, uno tiende a asociar este tipo de locales con la venta de otra gama de productos; qué sé yo: relojes, golosinas, bisutería, accesorios para damas, complementos para celulares, etc., etc…
… Aunque, pensándolo bien, tampoco es que sea tan raro: como ya dije, en los tiempos que corren la literatura tiene el mismo valor que un paquetito de pañuelos descartables. Y durante el tiempo que trabajé allí así parecieron confirmarlo las ventas, por demás exiguas.
Pero este ensayo no tiene por propósito hacer análisis de mercado, no; tampoco criticar la deriva anticultural de nuestras sociedades posmodernas –de nuevo: no–; sino, como ya dije, documentar por escrito el cambio de sentimientos de su autor respecto al mundo durante un periodo de tiempo más bien corto. Por eso ahora hace un intento por recordar anécdotas y detalles mínimos de aquel año y siendo honestos no puede evitar sentir un poco de vergüenza. Le pasa siempre que vuelve la vista atrás y ve el barro crudo de su desperdiciada juventud. La verdá, siempre que quiere acordar le vienen náuseas y mareos; por lo general las cosas se ponen demasiado pesadas para él (pongámoslo de ese modo), y sí o sí tiene que distraerse haciendo cualquier pavada: dibujando rayitas en este papel, por ejemplo, circulitos, bocetos de caras que ya no va a ver más…
A veces piensa que si pudiera retroceder hasta el punto de partida, hacer borrón y cuenta nueva, quizás…
(… Pero no, es inútil: no se puede cambiar el pasado. Tampoco repetirlo…)
Pero en aquel entonces no sentía nada de eso, sino que por el contrario la vida era para él una aventura y cualquier bobada que pasara adquiría en su imaginación caracteres novelescos.
Fíjense si no: ahí está él, detrás del mostrador, sentado entre las repletas estanterías de su libresco cuchitril, aburrido y sin hacer nada (no lo dije, pero acá la cosa empieza a moverse de verdá recién a las tres de la tarde). De fondo puede oírse el ritmo machacoso de un reggaetón superpuesto engorrosamente a la tonada inerme de una balada pop. De pronto, levanta apenas el mentón y ve en la peluquería de enfrente a una de las chiquilinas que trabaja allí. No sabe su nombre ni tampoco le importa saberlo; simplemente se entretiene mirándola. Ella es una guacha delgada, de pechos pequeños y puntiagudos y con la cola muy levantada; lleva el pelo largo sobre la espalda, y cada tanto nota cómo sus ojos grises corresponden a los suyos con un principio de sana complicidad. Mientras la mira no puedo evitar decirse a sí mismo algo así como «vaya, aquella chica es una auténtica beldad», y hasta fantasea con la idea de llevársela a vivir a la selva en Misiones y tener juntos un amor largo y tumultuoso;
(en otras palabras: yo ya era por aquel entonces un tipo bastante pelotudo.)
Pero ella –no obstante y si mal no recuerdo–, con los meses demostró ser una mina más bien práctica, de esas que afortunadamente nunca se cagaron la vida leyendo traducciones pedorras de Anagrama; recuerdo como todas las tardes al salir del trabajo la veía subirse a la camioneta de un tipo de impecable camisa y con un par de gafas de sol Ray-Ban...
(¡Ja!, así son…).
2. Seguimos en el 2019. Creo que fue durante ese año o quizás el anterior que la banda de indie rock Pichiceros publicó su tercer placa de estudio; ya saben, esa pastilla psiquiátrica también conocida con el nombre de “La Monarquía Espósito”.
En resumen: cuarenta miligramos de autocompasiva basura sonora hechos con el único propósito de deprimirte y hacerte creer que la vida es una mierda.
El lanzamiento de dicho álbum fue una traición imperdonable a los valores dionisíacos de la banda, así como a sus raíces más barriobajeras, pero aun así el autor de estas líneas cometió el error de ir a verlos en vivo cuando se presentaron en La Trastienda…
… Recuerdo antes de la primera canción abrirme paso bruscamente a codazos entre el tumulto de gente allí reunida, y cuando me detengo frente al escenario y miro en derredor mi decepción es MAYÚSCULA:
“¡Esto está lleno de chetos!”,casi digo en voz alta.
Y es que la verdá allí estaba repleto de pura’ minita naba y efebos del Cordón Sur.
¡¡Horrible fue!!…
Entonces, lleno de asombro anonadado, corroboré con mis propios ojos nada más ni menos que la vigésima muerte del género rock en tanto expresión viva y auténtica; a partir de ese momento, casi que con un chasquido de dedos, me di cuenta de que el rap iba a convertirse en la música que mejor expresara las vivencias y tribulaciones de la gente de a pie.
3. Creo que mediados de 2019. Mis debilidades celosamente escondidas quedaron por fin al descubierto la tarde en la que la ovárica de mi encargada decidió porque sí nomás cagarme a pedos. Mientras finjo escucharla sonrío y pienso cómo voy a hacer para desquitarme con ella. En esos momentos puedo oír una vocecita dentro de los pasillos autolesivos de mi consciencia incitándome a renunciar, a mandar TODO a la mierda.
“Que te den por culo, boliviana soreta”, me digo para mí, mientras la veo bajar impertérrita las escaleras mecánicas del Shopping. Luego apreto los puños con fuerza, y lleno de rabia y humillación medito durante unos minutos sobre mi presente y trunco porvenir. Aún me quedan cuatro horas antes de tener que cerrar, así que de modo compulsivo y atolondrado arranco una hoja de cuadernola y escribo con letra imprenta el siguiente enunciado:
“El paso del tiempo y varias experiencias me han hecho entender que, en ciertas circunstancias, una sensibilidad e inteligencia sobresalientes pueden residir ocultas en una de esas personas que a simple vista podríamos tachar de fracasadas”.
- “Hoja de cuadernola”, del joven rebelde Juan María Funado (2019).
Motivado por dicha reflexión, arranco a las apuradas una segunda hoja e improviso sobre el mostrador una larguísima carta de renuncia, a la cual rencorosamente titulo “La venganza será terrible”.
Minutos después, cuando ya estoy a punto de bajar las persianas e irme a la mierda, se me ocurre algo:
arranco una tercer hoja de cuadernola y con fibra negra y marcador rojo anoto en mayúsculas:
“¡IMPERDIBLE!: SÓLO POR HOY Y CON APOYO DE LA INTENDENCIA BOOKSHOP REGALA PARTE DE SU MERCADERÍA. INTERESADOS, POR FAVOR SERVIRSE A GUSTO.”
Luego, diez centímetros más alto, pego la hoja en la vidriera de enfrente, y mientras el local queda abierto doy un paseíto por la plaza de comidas.
Recuerdo durante esa tarde haber caminado con las manos en los bolsillos, el pecho bien inflado, sintiéndome más libre y distendido que nunca, aunque no del todo bien.
Finalmente bajé las escaleras mecánicas y caminé diez minutos hasta llegar a una de las paradas que hay entre la calle Comercio y Avenida Italia.
Después creo que me tomé el ómnibus.
4. Mediados-finales de 2019 (quizás principios de 2020). Lo crean o no, a aquel curro le siguió una sucesión de trabajos aún más insignificantes, totalmente ajenos a mi talento, y luego el amor de una gurisa a la que fatuamente llamé mi novia y a la que un día, después de negarse a entregarme el culo, dejé plantada en uno de esos bancos que circundan la Plaza Independencia.
¿Ustedes pueden creer que la muy naba se creía la última Coca Cola del desierto, la princesita más fina de La Comercial? ¡Pa’ peor todo el mundo sabía que ya con veinte años la guacha se había chupado al menos TREINTA PIJAS!, y aparte de ser una puta bárbara, con el tiempo demostró ser una de esas enfermitas border que de un día para el otro despiertan entubadas en la sala de emergencias de un hospital…
Más o menos después de esa ruptura agarré el hábito de rondar como un fantasma la calle 18 de julio, abrumado por una mezcla de culpa e infelicidad paralizantes. De pronto, mientras mis amigos empezaban a encarar la vida en serio, yo soñaba despierto con los cien o doscientos libros que tenía metidos en la cabeza y que un día juraba me iba a sentar a escribir.
Creánme: hasta ese momento yo había hecho TODO lo que se esperaba de mí, TODO lo que me dijeron que tenía que hacer y, sin embargo, ahí estaba yo, peor que nunca, en un estado insensatamente zombi, navegando a la deriva y con mis peores ropas, sin muchas perspectivas de futuro ni nada de donde agarrarme…
… Creo que fue ahí que me empecé a bajonear de verdad; creo que ahí fue que empecé a sentir miedo en serio y, pa’ peor, poco después vino la pandemia y un día todo el mundo desapareció para siempre de las calles.
5. Años 2020 y 2021. Llámenlo paranoico, pero quien escribe estas líneas empieza a no creer en nada y en nadie. ¡Entiéndanme: nunca en la historia se vio algo así! ¡El mundo entero quedó patas para arriba! ¡Todos corrieron a encerrarse dentro de sus casas, asustados de que los tachen de asesinos de abuelos!
De un día para el otro la gente se quedó sin trabajo, miles de compatriotas se hundieron en la pobreza, la tasa de suicidios se disparó de manera récord.
En una, cuando quiero acordar, todas mis vecinas se hacen putas y empiezan a sacarse fotos en culo’ y a venderlas en sus respectivas cuentas de OnlyFans.
Luego, la única iglesia que había en La Paz cierra definitivamente sus puertas y pasa a mejor vida.
Y es tal cual como decía aquel informativista famoso,«así está el mundo, amigos»: todos meta fumar, chupar y dándole a la merca como nunca se vio (eso sí: todo puertas para adentro), siguiendo la hecatombe desde sus casas, en vivo y en directo por el canal de tus sueños.
Los únicos que parecen salir beneficiados de este desastre son –¡cómo no!– el partido de gobierno y los medios de prensa, quienes, respaldados por un acotado elenco de expertos, recetan como solución mágica el encierro permanente. Todos ellos, sin excepción, empiezan a llenarse los bolsillos de guita y popularidad, fogoneando día y noche cantidades SIDERALES de miedo y desconfianza.
De repente, esta gripecita estacional se revela como lo mejor que le pasó en mucho tiempo a las farmacéuticas, quienes, a su vez, desesperadas por llevarse un pedazo de la torta, lanzan al mercado vacunas experimentales y de muy dudosa eficacia, cuyos efectos a mediano y largo plazo son aún desconocidos y con las que, por miedo al estigma social y a la cancelación en redes sociales, todos corren a inocularse.
Todo es una gran farsa sin sentido, por supuesto; una gran puesta en escena mediática, y dos o tres años después así lo reconocerían, pero mientras tanto andá a explicárselo a ellos…
6. Yo, por mi parte, no quería saber más nada con el mundo;
yo, ahora, simplemente buscaba una vida sin mentiras y sin consecuencias;
creo que ya por entonces intuía que algo terrible iba a suceder, y fuera lo que fuera no iba a tener nada que ver conmigo…
7. Creo que el tema es que por entonces yo tenía mucha bronca, porque el estado de cosas que nos estaban imponiendo no me gustaba nada. Así que un buen día decidí pasarme por el forro de los huevos la boludez esa de la «nueva normalidad», e igual salí a la calle a dar vueltas porque sí, para despejarme.
Recuerdo que arrancaba aquellos interminables itinerarios a las once de la mañana, y que vivía como con doscientos pesos al día. No es joda: me crean o no, con eso comía, me tomaba el ómnibus, TODO.
Como un fantasma perdido en el tiempo, golpeado por una porra invisible, casi siempre me encontraba intencionadamente sucio, vestido con mis peores ropas, hambriento y sin dirección, siguiendo mi propia sombra o la espalda de una mujer. A veces iba caminando de tarde hasta la Plaza del Entrevero, me tiraba en el pasto junto a una de las palmeras y allí me quedaba, quieto, durante horas mirando el cielo; después sacaba un cuaderno y anotaba a los empujones lo primero que se me pasara por la cabeza, no importaba cuán ridículo fuese. Si estaba poco inspirado simplemente miraba a las personas a mi alrededor e intentaba registrar con escrupuloso detalle algunos sus diálogos; me gustaba calcular cuántas posibilidades tenía cada uno por separado de escaparle a su infierno personal. Otras veces me entretenía imaginando cómo serían sus caras debajo del barbijo, prenda que yo por entonces me negaba a utilizar, excepto en los ómnibus –por miedo a que alguien me llamara la atención o me reprendiera por ello–, aunque con el tiempo inventé la estrategia de taparme la cara con las páginas del libro que en ese momento estuviese leyendo, y así podía respirar aunque sea un poco de ese (in)sano aire a encierro metropolitano.
Volvía a casa como a las dos de la mañana, sin haber hablado con nadie durante el día, todo el tiempo metido adentro de mi cabeza.
8. Creo que más o menos por ahí, a finales de 2020 o principios de 2021, agarré laburo en un call center de Aguada Park. El trabajo en sí era una cagada, te explotaban hasta decir basta y todas las semanas la gente hacía cola para ir a renunciar. El detalle que más me impresionó, sin embargo, era el que siempre las ventanas de nuestra oficina estuvieran cerradas;
si mal no recuerdo, aquella instalación larga y llena de cubículos de madera de compensado barato en la que atendíamos llamadas, estaba ubicada en un sexto o séptimo piso;
un día, en el comedor, le pregunté a una de las encargadas si en vez de tener prendido el aire acondicionado no era más práctico abrir las ventanas y así dejar que corriera un poco de viento:
—Es por orden de los jefes de Canadá –me explicó mientras calentaba su tupperware en el microondas–. Ellos dicen que si abrimos las ventanas la gente se va a tirar.
Por suerte, hasta donde yo sé, nunca nadie abrió aquellas impenetrables ventanas. Y un día, porque sí nomás, porque les salía más barato y había menos regulaciones, aquella transnacional cerró y mudó su centro de operaciones a Paraguay, dejando a un montón de empleados varados en el seguro de paro.
9. Año 2022. Para sacarnos la leche y expresar todo lo que pasa por nuestras cabecitas, yo y un grupo de amigos decidimos juntarnos y hacer una revista.
Al principio nuestra línea editorial es cuanto menos polémica, pues en general tiende a situarse en esa zona gris donde no es posible distinguir la extrema izquierda de la extrema derecha. Esto obviamente molesta a un par de giles, pero igual durante unos meses las cosas salen más o menos bien.
El problema es cuando estalla la guerra en Ucrania, y todos los canales y portales web empiezan a tirarle flores al régimen de Zelensky; huelga aclarar que, igual que con el covicho, en el transcurso de esos meses no hay lugar ninguno para la reflexión o el contexto, sólo para el melodrama y el miedo a los rusos.
Y entonces, inesperadamente, esta ola de sensiblería y propaganda anti-Putin surte el efecto contrario en nosotros, que, exasperados ya de tanto buenismo, ahora pasamos a ser a los ojos de la progresía local un peligrosísimo hatajo de escribidores rusófilos.
Las cosas continúan su díscolo rumbo durante un tiempo hasta que, finalmente, aquellos autoproclamados defensores de la humanidad, guardianes de la «inclusión», la «diversidad», la «igualdad», y todo lo bueno que habite en la faz de la tierra, deciden tomar cartas en el asunto y por lo bajo celebrarnos un consejo de guerra.
Es así que sin previo aviso nos terminan clausurando la revista, acusándonos de ser un «órgano de propaganda del Partido Nacional Bolchevique Ruso»; como prueba de esto, la portavoz de medios públicos –Hannah Laurie Pétez– cita la publicación de un poema de «tintes sediciosos» («Veo la ruina/ Caminando por la Montevideo que arde/ Los plátanos de la calle están armados/ sus balas hacen alérgica toda ideología…») además de un libelo, escrito con feroz y divertida pluma, en el que se critica la rebelión de pacotilla del periodismo progre (“Hubo una época en la que ser periodista te exigía salir afuera a ver qué pasa, contrastar ideas. El periodista de antes no era un licenciado o un máster o un dotor, sino un individuo curioso, un tipo inquieto que no se podía dar el lujo de pasarse el día entero en pijama y pantuflas”); luego, en un hilo de Twitter, dice que nos va a denunciar penalmente por haber “sindicado e insultado a varias de sus colegas periodistas mujeres”; esto último pareciese que lo afirmara con cierto acento peyorativo, como si se tratase de algo malo, aunque en realidad yo me lo tomo como lo que es: un elogio, pues hay pocas cosas que disfrute tanto como bardear a ese lobby de tortilleras resentidas.
El problema real, me parece –reflexionando ahora y con cierta distancia en el tiempo–, es que esta manga de mongólicos no puede bancarse la libertad y el desparpajo de este bufón amargo y autolesivo que habita dentro de mí.
Él –que por supuesto está detrás de estas líneas–, en el fondo peca de ingenuo y bondadoso, y en su afán autodestructivo no puede evitar doblar su carga de insultos y fanfarronadas hacia aquellos que intentan amordazarlo; él, gran denigrador impulsivo, que con cada portazo que pega pareciera inflar su pecho y crecer al menos diez centímetros más, ha empezado a transitar ese camino sin retorno al que lleva en Uruguay la honestidad y la falta de un equipo de relacionistas públicos; y ahora él –¡Justo él!–, que te dicta estas líneas angustiado y arrastrándose en el pabellón de una oscura cárcel, tiene la certeza de que va a morir dentro de poco, y de que esta vez va a morir en serio; así que, ¡Apúrate, Juan María Funado! Escríbele al pobre una larga carta suicida; intenta redactarla como él acostumbra hacerlo: a las apuradas, de manera compulsiva y atolondrada; intenta ser fiel a su estilo, resalta tus pasajes favoritos con marcadores flúor y magenta, y luego grítasela detrás de la oreja para que te la corrija y después la puedas volver a pasar a papel. Por último y a modo de yapa, recuerda componer una dedicatoria extorsiva a aquella gurisa a la que fatuamente llamas tu novia: por favor, escríbesela de modo que entienda que el daño ya está hecho, que ya es demasiado tarde, y luego procura no estorbar más al destino y quítate de en medio, arrástrate por el piso hasta tocar el zócalo del paredón, descúbrete el pecho y encañónate hasta que se me pongan los pelos de punta del corazón, ¡Haz como tus ídolos! ¡MÁTATE DE UNA VEZ! ¡ÁBRETE LOS INTESTINOS! ¡DEGÓLLATE TÚ SOLO!
Sólo así se puede vivir.
Felipe Villamayor.